Trieste es una ciudad poco visitada. Pero, en el camino a
Croacia, vale la pena hacerlo. Al llegar desde Venecia se ve en primer lugar el
palacio de Miramar, que perteneció al pobre Maximiliano, a quien nada se le
había perdido en Méjico y que se fue para allá a pretender crear un imperio de
cartón piedra. Y lo frieron. Con el palacete tan mono que tenía en el
adriático.
La entrada a Trieste tiene un aire de arqueología
industrial: una gigantesca estación de tren junto al puerto, abandonada y con
todos los visos de no volver a ser lo que fue nunca más. Trieste fue “el”
puerto de Austria cuando el imperio austro-húngaro estaba en su apogeo, así
como Rijeka lo fue de Hungría. De ahí la importancia que sus instalaciones tuvieron
desde el XIX, con almacenes, grúas, vías, edificios ingentes… que ahora no
tienen sentido ni uso. Por lo que nos contaron, la mayor parte si no todo el
comercio de ultramar que sostuvo Austria entró o salió por aquí, y eso en una
época de expansión imperial y colonial, con un ejército inmenso, y las
consiguientes necesidades de carbón, hierro y otras materias primas, crearon lo
que Trieste llegó a ser: una gran ciudad comercial. Rica.
Por esa razón, Trieste es una especie de Viena trasplantada
a la orilla mediterránea: todo lo que fue importante pertenece a esa época, y
los edificios notables son primos hermanos de los vieneses, con ese aire imperial
centroeuropeo tan característico. Hay algunas cosas de interés fuera del ambiente
austriaco, pero son las menos. Por ejemplo, la iglesia de San Giusto, románica
ella con su buen ábside bizantino de dorados mosaicos y figuras vestidas de
azul; iglesia con un secreto guardado, que son las tumbas de algunos no-reyes
carlistas españoles, por ejemplo la del presunto Carlos VII, que no lo fue,
claro, pero que en su lápida figura como tal. Visitándola, las campanas
comenzaron a voltear, y nosotros lo disfrutamos saliendo afuera para verlas girar
mientras que las palomas salieron zumbando. Poco más allá, en la plataforma del
antiguo castillo donde está la iglesia, hay también tres monumentos dignos de
verse, el principal un faro nada desdeñable y dos memoriales, uno dedicado a
los muertos durante la Primera Guerra Mundial, y el otro, no tan aséptico, a los del Cuerpo
Voluntario Italiano de nuestra guerra civil (“A los legionarios caídos en
España”, dice).
En el paseo de bajada para ir a conocer el centro de la
ciudad, uno (bueno, yo al menos) se queda embelesado con las extrañas chimeneas
que surgen aquí y allá, con dobles toberas, con canetes, con tejadillos… obras
de arte, la verdad. En la bajada está la torre defensiva de “la cuchara”, nada
especial. El teatro romano, encajonado entre edificios, merecería más margen,
pero es evidente que ya hay poco que hacer al respecto. Tergeste, la ciudad
romana, muestra aún algunas señales, como unos pocos arcos, pero no fue nunca
tan importante como la vecina Aquilea y no luce.
Y una vez en el meollo, la sensación inicial de cuando nos
desplazábamos en vehículo se confirma plenamente cuando comienzas a caminar por
las calles del centro. Aquello parece una ciudad austriaca, como de hecho lo
fue durante muchos años, ya que es italiana desde el final de la primera guerra
mundial, tras dos siglos en manos austriacas, que la modelaron claramente. La
mayoría de las casas son de esa época, con alguna excepción. Incluso hay una
estatua a “Elisabetta”, que no es otra que Sissi, obviamente. No me extraña que
todo el mundo peleara por quedársela, de hecho fue uno de los últimos
territorios cuya posesión se resolvió tras la segunda guerra mundial. El
litigio venía de lejos, ya que después de que los austriacos fueran expulsados,
los italianos hicieron una fuerte presión sobre la población para italianizarla
y evitar que se “yugoslavizara” (vaya verbos, seguro que no existen). Allí
estuvo un famoso escritor fascista, Gabriele D´Anunzio antes de la guerra,
ocupándola simbólicamente y desde entonces, la zona se vio fuertemente
influida. Casi diez años después del final de la guerra se dividió por fin el
territorio de la llamada Zona Libre de Trieste entre Yugoslavia e Italia, lo
que ocasionó los correspondientes movimientos de población, miles de desplazados
y otros tantos de “reeducados”. La misma pesadilla que en tantas otras partes.
Otros escritores tienen mucho que ver con Trieste, y son de
más grato recuerdo y calidad que D’Anunzio, como son Joyce, cuyos hijos nacieron
aquí (hay una estatua del amigo paseando sobre un puente), Rilke, y Magris,
entre otros.
Bueno, a lo mío, la visita: La plaza de la Unitá de l’Italia
es lo más destacado de la ciudad. Es un acierto arquitectónico, porque refleja exactamente
lo dicho. Tres lados de la plaza rectangular están formados por edificios de
corte imperial, neoclásicos, con sus frisos, tímpanos, columnatas jónicas, balconadas
algunos, grandes fachadas la mayoría… casi todo excepto el ayuntamiento que
parece más neogótico (me perdonen los que sepan de verdad, seguramente no lo
es, pero…). Y cafés y sus terrazas maravillosas a tutiplén, mmmm. Pero lo mejor
es que, como en el teatro, la cuarta pared no existe: es el mar, el Adriático, el
golfo de Trieste, preciosísimo a la caída del sol.
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