lunes, 22 de julio de 2013

SILLUSTANI Y LAS CHULPAS

A punto de llegar a Puno desde Arequipa, a más de 3.800 metros de altura se visita Sillustani, a orillas del lago Umayo, donde  encontramos las impresionantes tumbas de la cultura colla, llamadas chulpas. Desde la carretera, por encima de una pequeña laguna donde hay vacas a remojo, destacan ya en la distancia las construcciones que vamos a visitar. No son inmensas ni mucho menos, pero es una superficie desolada y sobresalen. Desde lejos parecerían, de hecho, los torreones de un castillo encaramado en un alto. Al acercarse uno, ve que son torres independientes y que no hay muralla alguna entre ellos.


Leo que el nombre de Sillustani puede estar compuesto por las palabras sillus, que significaría “uña”, y llustani, “resbalar”. Viene a ser, según esta interpretación, algo así como que la unión de los bloques de piedra es tal que las uñas resbalan en las juntas, de tan ajustadas que están. Puede ser.

Parece ser que este tipo de tumbas abundan en todo el altiplano, especialmente alrededor del Titicaca, pero el yacimiento de Sillustani es especialmente rico en ellas y presenta además una particularidad que le hace especialmente valioso, y es que el complejo está sin terminar. Eso permite conocer cómo se construían. Hay piedras a medio tallar en los alrededores, material amontonado (será de entonces o lo habrá sido por los arqueólogos) como si fuera el acopio, listo para usarse en la obra. Las chulpas tiene forma aparentemente cilíndrica, pero en realidad son troncocónicas, porque son más anchas en la parte superior –con una especie de friso- que en la base, lo cual  les da un aire muy característico. Usadas como tumbas, no está claro si individuales o colectivas a modo de panteones familiares por la nobleza y realeza, la cámara funeraria es extremadamente pequeña, no entiende el profano cómo meter allí uno y menos varios fardos funerarios, pero claramente, algo se me escapó de las explicaciones.

Un viento nada sutil nos acompañó durante toda la visita, mientras el sol empezaba a bajar y nosotros nos iríamos a dormir a la vecina Puno. Gafas de sol, sí, forro polar, también; hacía frío. Fuimos de primeras hacia la chulpa del lagarto, la más famosa y por tanto la más fotogénica, que ofrecía además a su lagarto grabado en escorzo, proyectando su exigua sombra sobre la piedra y dando una imagen que se llevó varias decenas de nuevas fotos por parte de nuestra gente.
Mientras trepábamos, a nuestro costado ladera abajo, una jovencísima pastora hacía uso de una honda con su rebaño de llamas y alpacas, limitándoles el recorrido a base de bien. Ni una se salía del grupo. No te digo.


Tras las explicaciones, nos dimos una vuelta por la meseta en la que estaban situadas las chulpas, sintiendo perfectamente el frío aire – que me obligó a quitarme el sombrero y no sólo por admiración y respeto –je- sino por prudencia. Me lo acababa de comprar en Arequipa y no era cosa de perderlo a los dos días. Tanto viento hizo rápida la visita, aunque la cabra tira al monte y me perdí un poco entre piedras, descubriendo un par de grandes cabezas de ¿serpiente? Talladas en piedra y a una nueva pastora guiando con una cuerda a su llama por la zona arqueológica. Hay que aprovecharlo todo, faltaría.

Al marcharnos, aún pudimos ver a otro pastorcillo, que tendría no más de tres años, con su jersey bien vistoso y su chullo; le habían asignado una cría que llevaba atada con una cuerda y no se sabía bien quién conducía a quién. Algún compañero desistió de la visita aquejado ya de un mal de altura incipiente. Cuando salimos de Sillustani, a mí me faltaba una hora para conocerlo, a pesar del té de coca, las hojas de coca masticadas hasta dejarte los dientes enrasados y la boca arenosa, los caramelos de coca…

Sólo me quedaron por probar los enemas de coca. Oye, nunca se sabe…

jueves, 18 de julio de 2013

ZAGREB Y EL MUSEO DE LAS RELACIONES ROTAS

Zagreb tiene un cierto número de atractivos, ninguno especialmente significado, pero el conjunto merece una visita.
La catedral, que tiene sus altísimas torres de más de cien metros eternamente en obras, sus inscripciones en alfabeto galgolítico, una curiosidad que parecen las runas de Tolkien y larguísimas filas para los confesionarios (y de gente joven, algo llamativo, la verdad).  Las pequeñas callecitas adoquinadas, de aire tan centroeuropeo, en la zona vieja (el barrio alto), que culminan en la capillita de la Puerta de Piedra, con sus farolas de gas, oscilantes y antiguas, y sus exvotos, que siempre me llaman la atención. A su lado, una de las cosas que más me gustaron: la estatua de San Jorge. Un imagen distinta a las habituales de lucha feroz del caballero con el dragón, violentas, aguerridas, marciales. Aquí, el caballero se ha quitado el yelmo y está con él entre los brazos, las manos rodeándolo, la lanza rota, y mira hacia la cabeza del dragón (que es la de un siluro diría yo) con aire casi apenado. Como diciendo ¿pero qué he hecho? Me encantó. 


Sigues subiendo y hay que llegarse luego hasta la iglesia de San Marcos, icono de la ciudad, con su tejado de tejas esmaltadas y coloridas. De allí pasas de largo, porque suena a turistada, el Museo de las Relaciones Rotas y te alcanzas hasta la torre que dispara un cañonazo todos lo días  a las doce, en recuerdo de no-sé-qué batalla con los turcos; y te bajas en el funicular, azul y vetusto, hacia el barrio bajo. Allí caminas un buen rato y conoces la plaza Ban Jelacic, con su ir y venir de tranvías, alguno digno de una película de espías de la guerra fría, sus puestos de embutidos y panes, y te encaramas al vecino mercado de Dolac, repleto de puestos de fruta, verduras, miel y requesón que vendían por cucharadas. Un rincón estaba lleno de escobas y artículos de mimbre; de hecho compramos una escobilla para la chimenea y a punto estuvimos de hacer lo mismo con una de esas paletas de varear colchones de nuestras abuelas. ¿Que para qué? Pues para nada, obviamente. Pescado, cero; en cambio las carnicerías exhiben caretas de cerdo ahumadas, que más parecen un disfraz que una comida. Había decenas de puestos de embutidos, y la mayoría ahumados. Qué ricos.
De allí te vas hacia la estación pasando por el parque Maximir, precioso, visitas una estación decimonónica que no tiene nada de especial, pasas ante las academias de artes y ciencias en sus monumentales edificios del XIX, y llegas por fin hasta su jardín botánico, de bolsillo, coqueto, asequible. Los del baloncesto tienen, si así lo quieren, el museo Drazen Petrovic. Yo preferí una gran cerveza, ya me perdonaréis. Eso sí, cerca de la calle dedicada a Tesla, por aquello de la buena onda.
Un buena visita que se te lleva un día cómodo.
Al día siguiente, lo primero es lo primero y vemos el museo de verdad, el Minara. Preciosísima colección de vidrio, desde los romanos hasta hoy en día. Y arte oriental. Vale la pena. La pinacoteca, muy variada, tiene un poco de todo. Pero lo más destacado de esta visita es una estatua de un Apoxiomeno rescatada del mar. Tremenda, impresionante. Las fotos de cómo estaba en el fondo que son muy espectaculares, quedan al margen cuando por fin te centras en el amigo aquel. Le hace sentir a uno gordo, viejo, bajo y feo (vamos, como en casa).
La gente es excepcionalmente alta en Croacia y yo creo que especialmente en Zagreb, por cierto.


Pero algo en la meninge te llama hacia aquel museo de aspecto adolescente… Y fuimos.
Tiene piezas absolutamente inusuales. Son objetos cotidianos que tuvieron algún significado para una pareja y que ahora, rota aquella, uno de los integrantes ha cedido al museo para su exhibición con una pequeña leyenda sobre qué significó aquello en la relación.  Proceden de todo el mundo. Hay muchos, y de ellos un sinfín de previsibles, como condones, cartas, discos, muchos peluches.. y otros más imprevistos, como abrigos “de leopardo”, retrovisores… y el hacha. Planteamiento muy original sin duda, pero arriesgado. Porque se puede convertir en una cacharrería. Pero no, tiene su aquel, aunque finalmente, resulte melancólico y te lleve a la tristeza. Era, es, inevitable, me temo.
Algunos objetos y algunas leyendas aproximadas. No pondré fotos, supongo que hay derechos de autor y esas cosas:

Una plancha: con ella planché mi traje de boda. Ahora es lo único que queda.
Una bolsita de obsequio a los asistentes: la adoro, me hace recordar los tiempos felices.
Un enano horrible de esos que decoran algunos horribles jardines: él llegó en su coche nuevo, arrogante. El enano describió un amplio arco y cayó sobre el parabrisas del coche y de ahí al asfalto. El arco simbolizó muy bien nuestra relación.
Un osito de peluche: él era chino, yo malaya. Me quedé el osito oscuro y él uno igual blanco; mi familia no aprobaba nuestra relación, así que lo único que yo podía mostrar en público era mi osito, no fotos ni regalos; solo el osito, que me lo recordaba a él. Cuando rompimos, lloré sobre mi osito. Y cuando finalmente decidí quitarlo de en medio, nadie lo echó de menos.
Una tetas postizas: mi marido las compró y me obligó a ponérmelas cuando teníamos sexo, porque le excitaban, ya que eran mayores que las mías. Le dejé por fin.
Una caja de condones: me las regaló ella después de un viaje. Nunca los usé, ni con ella ni con nadie más.
Unas esposas acolchadas y forradas de raso. Sin leyenda. 
Una fotografía de un embarcadero: me escapé del colegio para verme con mi novio. La flecha señala el lugar donde vi por primera vez en mi vida un pene de cerca.

Y la estrella de la exhibición para mí: un hacha con una larga leyenda. La historia del hacha es magnífica. Dice más o menos así: Por fin, una mujer entró en mi vida; mis amigos me decían que tenía que haberlo hecho antes, pero no. Unos meses después de que ella viniera a vivir conmigo tuve que salir de viaje tres semanas y ella se despidió de mi en el aeropuerto diciéndome que no podría soportar tres semanas sin mi. Volví a las tres semanas y ella me dijo que se había enamorado de una mujer que había conocido cuatro días antes y que esa mujer podría darle todo lo que necesitaba, no como yo. Le pregunté acerca de nosotros y no supo responder. Se fue de vacaciones con su amiga y dejó todos sus muebles en mi casa. Así que, como válvula de escape, compré este hacha y cada día de las dos semanas que estuvo fuera, hice astillas uno de sus muebles para producirle al menos un cierto sentimiento de pérdida, que no parecía sentir por mí. Cada día reducía a astillas uno de sus muebles y me sentía mejor, dejándolas allí a modo de reflejo de cómo me sentía, de cómo estaba mi alma. A las dos semanas, regresó por sus muebles. Estaban cada uno en sus respectivos sitios, hechos un montoncito. Los recogió y se marchó sin un reproche. El hacha fue ascendida a instrumento terapéutico.
¿Es que no es preciosa? Digo la historia.







lunes, 8 de julio de 2013

LAS MOTOS DE VIETNAM. VIDA SOBRE DOS RUEDAS








Vietnam vive en moto. Todo puede llevarse encima, al costado, empujado o remolcado por una de ellas. Todo es todo.

Prácticamente no vi una moto que no fuera de 125 cc., con un largo sillín y en una proporción tremenda a favor de Honda. Y a estas motos se les daban usos inimaginables. Lo principal es llevar gente, claro. Saigón (perdón, Ho Chi Minh City, ¿cuánto tardarán en quietarle el nombre artificial?) y Hanoi tienen varios millones de habitantes cada una y la proporción es de más de una moto por cada dos habitantes; en Hanoi, siete millones de personas y cuatro y medio de motos. 
Mirad el manillar


Eso significa que en las horas punta – y no sé si hay horas valle -, el monumental atasco lo es de motos. Avenidas enteras que conducen al interior de la ciudad desde  las afueras se colapsan con mares de motos entre las que coches, autobuses y camiones sobresalen como monstruos abultados e incongruentes. La moto es muy ágil, pero en esta situación no lo es tanto. 
Nos hemos dejado a la abuela
Y eso a pesar de que la astucia y habilidad manejándolas haga que ocupen cualquier espacio. Los carriles contrarios,  enteros, se ven invadidos, y el tráfico que debería circular por ellos se aglomera en el espacio que la masa motera les deja. Las aceras se convierten en nuevas calzadas, en las que las motos circulan en uno u otro sentido sin orden ninguno, despacio, esquivándose, eludiendo farolas y peatones, puestos de comida y otras motos aparcadas pero… avanzando.
Las rotondas son dignas de cogerse un banco y, al modo de los vejetes de Astérix en Córcega, comentar las distintas situaciones: motos girando en sentido inverso, zigzagueando sin prisa ni pausa y saliendo indemnes; autobuses rodeados que sin embargo, y milagrosamente, no paran, no cambian su trayectoria, no dañan y no entorpecen. Todo es fluido, tiene un ritmo, tiene sentido en medio del caos aquel. No vimos ni un solo accidente, aunque el guía nos advirtió de que los conductores de las motos que circulaban por fuera de los carriles que tienen asignados (y que están pintados y señalados perfectamente, pero que son, sencillamente, incapaces) “estaban jodidos” en caso de provocar uno. Literal, aprendió español en Cuba, qué gracioso el tipo.



Muchas motos, sí, y con mucha gente encima. A ver.  Pero cuánta. Hemos visto hasta cinco personas encima de una de ellas, pero es que tres y cuatro no eran nada excepcional. Familias enteras, con el padre conduciendo, un chavalín en sus rodillas, otro ensandwichado y detrás, la madre con un bebé en brazos y mochila. Ríete tú del carril BUS-VAO, eso sí que es un VAO. Un vahído más bien.

Boy scout al rescate
!Agua!
Cuatro chuches
Pero no solo era una cuestión de número, sino de uso. Porque, sin modificaciones mecánicas, caben un montón de  posibilidades. La lista es interminable: dos personas y un armario, dos y sus bolsas, cestas con patos o gallinas, bicicletas en brazos mientras el otro conduce, jaulas de pajaritos, cubos, cajas, toneles, sillas, leña, flores, fruta, cestas de cestas, bombonas de butano (de color lila), escobas, ataúdes (lo juro), vitrinas con comida para vender, redes, un cerdo o dos… Mi campeona particular fue una que llevaba una nevera. Ya tiene su mérito, ya. Pero llevarla de pie, ¡llevarla de pie!, hombre, eso sí es artístico y meritorio.
Y luego había maravillas del ingenio con adaptaciones para sostener más jaulas, vitrinas, flores o lo que sea. El colmo eran las superespecializadas en forma de puesto callejero de salchichas o similares, adosadas a modo de sidecar, de manera que la moto parecía el apéndice y no al revés. 
O los carricoches que arrastran, unidos a una bola de remolque adosada al colín; algunos son más largos que un coche y llevan en ese remolque maquinaria (una motoazada por ejemplo), una carga de mazorcas de maíz u hortalizas, 5 y hasta seis personas, maderas y tubos, otras motos… La bomba. 
Qué rica la mazorca

Estilo, eso es estilo
Preparados, listos
¿Y el modo de conducir? Tranquilo por lo general, de tal suerte que hay lugar y tiempo para cualquier cosa sin dejar de esquivar peatones, bicis, coches y, sobretodo, otras motos. Se puede conducir con una mano mientras con la otra sujetas una inmensa bolsa a tus espaldas. Puedes llevar un periódico en el manillar y leerlo en los semáforos. Puedes llevar a dos niños al colegio, con sus mochilas escolares y sus uniformes -algunas motos llevan un manillar de juguete almohadillado en medio del de verdad, con peluches, para que el niño que va allí pueda agarrarse mejor y hasta dar una cabezadita… Sin olvidar que se puede, perfectamente, ir cuatro en una moto de tal manera que ella, muy chic, monta a lo amazona y él, muy businessman habla por teléfono. Juro que les quedaba sitio en el trasportín para un quinto pasajero.

Para terminar, el equipamiento del piloto. En caso de lluvia, cosa nada infrecuente, todo cubierto con chubasqueros modelo CarpadelPrice que lo cubre todo menos los ojos del conductor. Casco llevan siempre los conductores, eso es cierto. Un quitamultas que me vendían por cuatro euros. Ya el pasajero es otra historia, y menos si son niños, que no  terminan de comprender las ventajas de seguridad que les reporta un casco. A ver, sinceridad, ¿para qué se van a poner un casco como medida de seguridad cinco tipos en un moto?  Honestos, son honestos. Vamos como nos sale y punto. Lo que perdonan menos es la mascarilla, que en el campo no usan apenas pero en ciudad nunca falla. Puede ser a juego con el casco (las chicas), puede ser plenamente quirúrgico-sanitaria, puede ser de algodón o de fibra, puede tener los cuadros de Burberrys o ser lisa y lasa, infantil o seria, puede tener una o dos cintas de enganche al cuello pero la mascarilla, junto al casco y el chubasquero va siempre en la moto. Los guantes fallan más, pero con ese clima tampoco extraña, la verdad.


Esperando el porvenir y el porvenir que no llega...
He mentido, para terminar de verdad, y me quedan cosas por contar, debo decir que acabo de encontrar la foto de un tipo en una esquina de Saigón durmiendo ricamente una siesta encima de su sillín, tumbado y descalzo. Se puede. Olé.





Biombo y lo que haga falta



















Viajando ligero
Pajaritos por aquí, pajaritos por allá

Vas bien, ¿cari?
Cruza si tienes h...
Ligero hacia el mercado
y el de la nevera