martes, 29 de octubre de 2013

HONFLEUR. PRECIOSO PUERTO

Visitando Normandía, una de esas paradas que marcan todas las guías es Honfleur. Y ciertamente que sólo el puerto merece detenerse un buen rato y recorrerlo todo alrededor. Una pequeña ensenada rodeada de casas altas y estrechas, muchas de ellas chapadas de pizarra y otras muchas mostrando su entramado de madera pintado en vivos colores. Preparadas para una postal, vaya. Eso y los mástiles de los numerosos veleros allí atracados le dan un aire a medias entre añejo y moderno: ya no hay tanta madera y sí mucha fibra de vidrio y resina, pero un puerto “habitado” (no esos horrendos y practiquísimos puertos deportivos) que parezca un bosque es difícil de ver. En realidad, lo que más despista (era Agosto) son los muchos toldos y sombrillas, que uno no asocia a un puerto del norte. Pero sí, porque esta es la costa de veraneo de los parisinos. Estamos a un paso de las míticas Deauville y Trouville. Vaya atasco que nos pilló entre uno y otro, pero eso es otra historia, ya la contaremos. También Honfleur fue lugar de veraneo, pero menos renombrado; aquí, remetido en la desembocadura del Sena, con aguas más turbias y frente por frente con Le Havre (ahora unidos por el famoso puente de Normandía). Aún así, varios impresionistas la pintaron; por algo sería.
El casco antiguo es una preciosidad, claro, y hay varios puntos ineludibles, como las galerías de arte, la iglesia de Santa Catalina, toda ella de madera, según se cuenta levantada por los marineros al modo de una barcaza invertida. En todo caso es una iglesia de madera muy grande, impresionante, y tiene otra particularidad que es el campanario exento, algo extraño pero bello.
Hay que pasearse por sus callejuelas con la debida precaución que requiere el adoquinado, y no perderse de vista las muchísimas casas de entramado de madera, los carteles colgados en las esquinas y los buenos restaurantes y pastelerías – se come muy bien aquí, especialmente pescado-, y varias pequeñas iglesias más. Una de las casas que más atención merece es la que declara ser la casa natal de Erik Satie. Curiosamente, meses después vimos la casa en la que vivió  su llegada a París, en Montmartre. Según parece es un museo, pero cuando estuvimos ante ella estaba completamente cerrada y de hecho éramos los únicos aparentemente interesados en aquella fachada de maderas rojas, ventanas y puerta verdes y paredes blancas (aaag). Pero hay que echarle valor y salir del casco urbano para subir a ver la curiosa iglesita de Nuestra Señora de Gracia.  Además, antes de salir se topa uno con dos casas que exhiben el rótulo característico de los lugares históricos. Uno dice: “El pintor Jongkind (1819-1891) habitó esta casa”; la otra, pared con pared, tiene el suyo: “El famoso pintor Le Guen (1926-?) habita aún esta casa”. Con un par.
Subida una considerable cuesta, la recompensa aguarda. La capilla de N.S. de Gracia está repleta de exvotos, algo por lo que siento siempre gran curiosidad, por lo florido de los agradecimientos a veces, por lo banal, por lo inocente o por lo trágico otras. Siempre hay muchos asociados a épocas de guerra. También hay un crucero en una maravillosa terraza sobre el Sena, desde donde las vistas son espectaculares: el puente de Normandía, el río, Le Havre, Honfleur, la campiña, los barcos, el puerto…todo a tus pies. Azul y verde. Gracias señora por la oportunidad recibida.



lunes, 21 de octubre de 2013

MANI. EL PELOPONESO SEGÚN LEIGH FERMOR

Un tipo que se cruza de Holanda hasta Estambul caminando, se hace héroe de guerra luchando en Creta -a la vez que se enamoraba de ella y de lo griego- y que ejerce de viajero-descriptor merece crédito.
En Mani nos relata el viaje por el extremo sur del Peloponeso, la agreste y descarnada región donde, cuentan, pudieron haberse refugiado los antiguos y últimos descendientes de los espartanos y desde donde hicieron frente, feroces, a cualquier intento de “civilización” y aún menos de conquista. Todo es relativo, claro, pero los turcos tomaron esta zona tal como los romanos Caledonia, los cruzados Tierra Santa o los árabes Asturias: no del todo. De ahí una cultura que el autor asocia a dialectos y restos de costumbres arcanas sólo presentes en las montañas de algunas islas helenas (Creta, Chipre). Y está escrita en 1958, así que imagino que repetir ahora este viaje pretendiendo vivirlo de forma parecida al original sería un desafuero y una frustración. Ya no será como la pinta él.

El monte Taigeto, mítica cordillera que conforma la península sur del Peloponeso (el pentadáctilo) es omnipresente en todo el trayecto, ya que, en realidad, salvo al principio, cuando se atraviesa con no pocas penalidades, el resto del viaje consiste en bordearlo por la costa, llegando en barca, mula, a pie o a rastras de un pueblecito a otro.

Se cuentan las constantes luchas de los habitantes de esta desabrida y pedregosa región con cualquier extranjero que tratase de hacerse con ellas (bizantinos, cruzados, otomanos y hasta griegos en tiempo de paz, cuando la unificación). Restos de fortalezas en puntos estratégicos de la costa, la isla de Kitera o el famoso cabo de Matapán (la batalla en la que los italianos perdieron el poco control que llegaron a tener sobre el mediterráneo oriental en la IIGM) jalonan el camino.

Pero, sobretodo, lo marcan los pueblecitos como Kita, Nomia y otros muchos, en los que las costumbres y comidas ancestrales mediterráneas –tan celebradas siempre por los ingleses- se mezclan con los relatos de las feroces riñas. Nos cuenta el atuendo y las armas de estos fieros laconios que construían torres cada vez más altas para, desde allí, un poco más alto, agredir en guerras de clanes al rival y vecino. La cosa estaba en elevar un poco más el bastión propio para tener al otro debajo, lo que resultaba en una albañilería de riesgo: levantar muros mientras te foguean resolvería sin duda la baja productividad pero no sé cómo incidiría sobre el absentismo. Resultado: torres altísimas que denotaban el poder del clan propietario, pueblos dotados de rascacielos en plena edad media y, ahora, al parecer, restos convertidos en atractivo turístico. No he visto esto, pero prometo ir. Me suena mucho a San Gimigiano o Volterra en la Toscana.

Menos mal que no todo es esto en el libro. También pisar uva con los pies sucios como medio de mejorar el vino, comer cereales y contar el origen de su nombre,  Deméter, hablar del queso, las aceitunas, los higos y en especial, del paximadia, una especie de bollo reseco que se humedece para recuperar una textura parecida al del pan y propio de los pastores de la Laconia. Daría algo por probarlo, cosas mías.

Pero, sobretodo, lo que distingue a Fermor es que, además de describir los sitios y lo que allí hay, lo relaciona, con tenues hilos invisibles, con su historia y con sus mitos; cuenta el porqué de ciertas costumbres, vocablos, toponímicos, rasgos, etnias. Y es portentoso. Enlaza como si tal cosa una siesta con el origen de gran parte del santoral: aparentemente, muchos de los santos no son sino dioses paganos travestidos, en los que se mantienen algunas de sus virtudes esenciales y, al cristianizarlos, se los convertía en nuevo reclamo para nuevos acólitos apegados antes a los viejos dioses. Ya había leído sobre esto, pero Fermor  es muy efectivo: de Dionisos a san Dionisio es muy fácil y directo, pero más elaborado es que Ártemis sea convertida en san Artemio, que es también hábil en la curación de niños enfermos, así como la diosa lo era de los hechizados por las ninfas… Y así unos cuantos. Ah, y una curiosidad más aprendida en este libro: san Modesto tiene poderes veterinarios. Por cierto que hay un capítulo dedicado a los animales, particularmente a los gatos, en el que se incluye un dicho marinero bien curioso: “conseguirse un gato” expresión que es sinónimo de asegurarse de algo doblemente para no fallar.

Las moiras, el amor de las nereidas -tan voluble, ay-, los centauros, la iglesia ortodoxa, la rosa de los vientos (con nombres tan actuales como tramontana o terral), la coloración de los templos… casi todo lo erudito y variadísimo cabe, con gracia, entre pueblo y pueblo, entre subidas y bajadas, entre piedras, cabras e higueras.

Ah, y en griego, extranjero y huésped son sinónimos. ¡A Grecia!


PS: Roumeli ya está en mi mesilla.

martes, 1 de octubre de 2013

TUMBA DE HO CHI MINH. HANOI.

Entre las experiencias sovietizantes que aún puede uno encontrar, visitar la tumba del tío Ho, es seguramente una de las más ajustadas a lo que se pretendía en origen: sobrecoger a quien acude.
Ho quiso ser incinerado, una práctica que consideraba higiénica y conveniente para la agricultura. Yo creo que tenía razón. Sin embargo, las autoridades que le siguieron, fieles a esa costumbre propia de los regímenes comunistas de conservar nuevos ídolos que adorar a falta de los que las religiones llevan coleccionando siglos, hicieron lo propio. Lo embalsamaron y construyeron un gigantesco mausoleo, vaciaron las calles adyacentes y montaron toda una gran estructura alrededor para organizar – controlar- a los numerosos visitantes. Y son numerosos por dos razones: una es que constituye una de las atracciones turísticas de una ciudad, Hanoi, poco monumental, poco animada, poco luminosa, poco atractiva. Tiene cosas, pero como conjunto es triste; es, muy claramente, una capital del otro lado del telón de acero que aún no ha caído en manos de las cadenas de hamburgueserías. Ya llegará.
Al tema: en un primer control, dejas cualquier cosa que cuelgue y que no sea el bolso -pequeño- de las mujeres. Nada de bolsas, mochilas… lo primero que te hacen guardar son las cámaras. Ni soñar con hacer una foto. Y con las caras de los “secretas”, todo trajeados ellos, como manda el canon, menos aún. Te miran de arriba abajo sin aspavientos ni concesiones. Cámara al aire, o en un bolsillo, descuidadamente… error. Alguno que quiso pasarse de listo tuvo que pasar un segundo control donde le retiraron la cámara hasta que saliera. Los brazos, a los lados del cuerpo, nada de llevarlos cruzados, en los bolsillos; como mucho con las manos entrelazadas delante o detrás. Me recordaba el colegio. Faltaba el “a cubrirse”. Por parejas estrictamente alineadas, te hacen caminar por la ruta indicada, flanqueada de vallas y, eso sí, a cubierto. Parece que en los días señalados aquello hierve de fervientes (redundante, sí) acólitos y las esperas son largas. Pasado un primer filtro, todo el camino transcurre bajo la atenta mirada de soldados ataviados de un uniforme inmaculadamente blanco con bocamangas rojas y su gorra de plato correspondiente con cinta igualmente roja. No sonríen, no te hablan, sólo mueven una mano indicando que te muevas. Y están muy atentos a cualquiera que se retrase, altere la formación o charle en voz alta. Se exige silencio absoluto una vez que entras en el mausoleo por una puerta que da a una estrecha escalera de mármol gris y verde. Allí esperas a que, en lotes más o menos homogéneos, te den paso al sanctasanctórum (¿puede usarse aquí ese término?). Allí, con una luz muy tamizada, caminas por un pasillo lateral alrededor de un centro en el que se encuentra, fantasmagórico, el cuerpo embalsamado dentro de una vitrina. La luz especial con que le iluminan le da el color de los primeros hologramas, esa especie de semitransparencia rojiza allí donde la piel puede verse. El resto es un traje verde y una especie de faldón que le cubre las piernas. Todo tiene una atmósfera enrarecida, fría y artificiosa. Los guardias que le acompañan parece que ni respiren, fija la mirada en la pared de enfrente, seguro que reflexionando sobre la lucha de clases y el imperialismo agresor a pesar de ese puto picor en la nariz. Avanzas, recorres los tres lados de la enorme estancia cuadrada casi hipnotizado por la cara y las manos cerúleas, casi fosforescentes, y sales por otra escalera parecida a la de entrada.
La salida es liberadora.
Una vez fuera, puedes pasear por la enormísima explanada donde se llevan a cabo los desfiles militares. Allí se congregan la mayoría de los extranjeros, tomando fotos una vez rescatados sus bártulos y obteniendo así pruebas de la visita o recuerdos, según el uso que quiera dárseles. Desde allí también aprecias la inmensa cola que entra por otro lado y que corresponde a los nacionales. Una larguísima fila perfectamente dispuesta y en la que se suceden de forma casi perfecta tramos por colores: uniformes verdes de militares, chándales azules, rojos o de cualquier otro color de distintos colegios, algún que otro despistado vestido de calle y otros nutridos grupos con ropas que varían del rojo teja al azafrán. Son monjes budistas.

No creo que a Ho, muy parco en alharacas, le gustara verse así. Es mejor reflejo del individuo la visita  a la que fue su casa durante años: un pabellón hecho todo de madera y situado junto a un estanque, en un rincón del jardín del antiguo palacio de los gobernadores franceses. Los actos oficiales, en el palacio. La vida, en su casita. Y después, cenizas.