Llegar a Nueva Orleans es siempre una
ilusión. Bueno, siempre, siempre… tampoco. Diré mejor que la única vez que he
estado llegué con mucha ilusión. Íbamos a pasar allí la navidad.
Más aún tras un recorrido desde
Galveston, la Isla del Mal Hado de mi admirado Cabeza de Vaca y su viaje brutal. Lo cierto es que Galveston fue para nosotros de mucho mejor recuerdo,
gracias a algunos productos del mar, de esos que se ponen colorados al
hervirlos, consumidos en un restaurante de la playa sustentado sobre pilotes,
un palafito vaya, y sentados a una mesa pegada a la ventana. Gaviotas, sol,
brisa… De allí pasamos hasta Baton Rouge por la carretera más próxima a la costa
no sin antes sufrir un incidente con las llaves del coche.
Me las dejé dentro al bajarme para
preguntar en un centro de información turística nada más entrar en Luisiana, en
una zona de esas en las que se supone que puedes avistar fauna local,
particularmente los famosos alligators, que por supuesto no vimos. Magnífico.
Niños, potitos, compañeros de viaje, y una autopista con kilómetros hacia un lado
y otro. ¡Y alligators acechando! ¡Qué miedito!
El tipo del mostrador fue comprensivo
cuando le pedí telefonear a la AAA (hablo del jurásico, no existían los móviles) pero lo
fue aún más cuando me ofreció que “una persona del centro sabe cómo abrirle el
coche ahora mismo si lo desea”. ¡Hombre que si lo deseo! ¡Venga! Esperamos
cinco minutos y apareció la experta. Era la señora de la limpieza, que nos miró
apenas y con gesto aburrido nos señaló la salida hacia el aparcamiento. Con cierto
misterio, nos pidió que le indicáramos nuestro coche y que nos mantuviéramos a
cierta distancia. Se acercó al coche, sacó su herramienta –una pletina
metálica- la metió entre el vidrio de la ventanilla y la goma, trasteó un poco
y se oyó un “crac”. Sacó la tira metálica que había usado, abrió la puerta,
cogió las llaves y con mucha ceremonia me las entregó. Mi barbilla tocaba el
suelo porque acabábamos de asistir a una clase práctica de cómo descerrajar un
coche. El cierre no volvió a funcionar en lo que nos quedó de estancia pero eso
en la América profunda donde vivíamos no era problema. Hasta le di una propina,
más confundido y aliviado que consciente, billete que ella cogió con el mismo
gesto de hastío (apuesto a que por su mente pasaba algo así como “turistas, y
encima europeos y blancos, si es que…”). En fin, que dueños otra vez de nuestro
valiente Oldsmobile Cutlass Ciera (véanse también esta entrada y esta) y de los importantes pañales, seguimos hacia
Nueva Orleans. Baton Rouge tuvo una breve parada, lo justo para ver el río
desde el famosísimo puente de hierro, el avión que se exhibe en la orilla y la
torre del capitolio, que para eso es la capital y no Nueva Orleans.
Bueno, a lo que íbamos. Nueva Orleans
debe visitarse. Nos dijeron una vez que “New Orleans, San Francisco and New
York are not America any more”, y eso es debido a lo muy “europeos” que son los
dos primeros y lo muy “mundial” que es la última, creo yo.
Del recorrido turístico se encargan, como
siempre, las guías, pero yo recuerdo varias cosas. Una de ellas es la
preciosidad del barrio francés, el French Quarter, que es, paradojas de la
historia, básicamente español. El barrio original francés se incendió –las
casas eran de madera- y lo que se ve ahora fue erigido bajo gobierno español.
Guste o no, fue así. Pero el nombre y la fama se los quedan los de siempre. En
fin, preciosísimo de verdad; aunque, todo sea dicho, yo no le vi ningún aire
español a aquellos balcones de hierro y edificios de ladrillo. Probablemente
porque tenía aún fresco el recuerdo de San Antonio y sus misiones encaladas (incluido El
Álamo, ya lo contaremos otro día).
La Bourbon Street tiene ese nombre
precisamente por haberse llamado Calle de Borbón (y no por el whisky, que
tampoco hubiéramos desdeñado, hics, la hisdoria es la hisdoria) y allí hice
esta foto de mi hijo.
El recorrido básico incluye varios puntos
más de interés, que, si lo haces el día de navidad, exhiben además bonitas
decoraciones: la plaza de España con los escudos de las provincias españolas,
la plaza de armas, ahora llamada Jackson Square, con la catedral de San Luis,
los edificios Pontalba (buscad la historia de esta mujer, es espeluznante),
la estatua del tal General Jackson y… la
gente.
Buen rollo, un ambiente feliz, agradable,
relajado. Toda la plaza estaba copada por los músicos. Estaban por todas
partes, suficientemente espaciados como para no mezclar demasiado los sonidos,
con sus corrillos alrededor disfrutando de la música y otros muchos que íbamos
de uno a otro solazándonos.
Entre el gentío, alguno que otro (y otra)
iban disfrazados de Papá Noel (para disfrute de mis niños, babeo “bucho” al
recordarlo). Terrazas, bares, tiendas, balcones… todo lleno de gente, había
mucha vida. Claro, todo esto considerando que era el día de navidad, pero,
sobretodo, teniendo en cuenta que no estábamos en Mardi Gras, que ya hubiera
querido yo. Eso debe ser la monda.
Conviene también, y así lo hicimos, tomar
el barco de palas que te da una vueltecita por el Mississippi (¿me sobra alguna
ese?, siempre dudo) y que nos desveló una sorpresa inesperada (como todas, qué
idiotez, pero ahí se queda). Atracado allí, río arriba, estaba el Dédalo. ¿Qué
qué es el Dédalo? Pues para los mayorcitos no será nada nuevo: era el portaaviones que tenía la armada cuando yo era niño (o sea, en
el siglo pasado) y que en origen fue uno de las docenas que construyeron los
americanos para la Segunda Guerra Mundial. Pues allí estaba, esperando a ser convertido
en museo según nos dijeron.
Conocimos la comida criolla y nos
embelesamos con una actuación de jazz callejero, pero eso sí, con un frío intenso
que nos obligó a recogernos tempranito que los niños ya no daban más de si. Con
tu cochecito de bebé y otro crío a los hombros, pasear en medio del gentío hacia
el hotel por el barrio francés la noche del día de navidad fue un momento muy
especial.
Nos fuimos al día siguiente en dirección
a Memphis, para pasar fin de año en Graceland; Elvis es mucho Elvis. Pero la
salida de Nueva Orleans tuvo su guinda. El puente sobre el lago Pontchartrain
ha sido durante décadas el más largo del mundo. Y es impresionante. Son casi
cuarenta kilómetros subidos a un puente a ras de agua, que recorrimos despacio,
con las ventanillas bajadas, oyendo a las gaviotas graznar y olfateando la
brisa marina. Lástima de descapotable. ¿Te gusta conducir? ¡Sí!
- Quiero hacer pis.
- Pero, pero…
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