lunes, 7 de diciembre de 2015

AJANTA, CUEVAS MÁGICAS MUY A DESMANO

Ajanta es una herradura mágica perforada por cuevas que lo son igualmente. Cuesta lo suyo llegar, pero eso es precisamente parte del encanto de ir a estos sitios.

Tras una descomunal paliza en forma de vuelo que empalma sin solución de continuidad con la visita de Bombay, que ya trataremos aunque poco, la programación draconiana que avisaba de un vuelo a las cinco y cuarto se confirma. Y eso significa levantarse, es un decir, a las dos cuarto para llegar al aeropuerto a tiempo de sufrir los controles, que te comprueben y sellen tarjetas de embarque, etiquetas de equipaje, te escaneen hasta el cielo de la boca y si te descuidas te hagan una colonoscopia; todo por la seguridad. Eso, a las tres de la madrugada, después de haber dormido cinco horas en las últimas treinta y seis, jode. Vuelas a Aurangabad, desayunas tres veces, todas mal porque ya te da igual lo que te echen, y con el cuerpojota correspondiente, embarcas en el autobús. La conducción en la India tiene su propia mandanga, así que conformémonos con decir por ahora que es de todo excepto tediosa, pese a que los ciento diez kilómetros de distancia hasta las cuevas de Ajanta requieren dos horas y media.

Desde el aparcamiento hasta el lugar donde tomas los autobuses que te acercan hasta las cuevas hay que atravesar la zona de los puestos de baratijas. Qué palizas con los elefantitos taladrados, las piedras y geodas y los collaritos. Y te citan para la vuelta los muy... En fin, que te suben a la entrada y allí otra pequeña nube de solícitos porteadores te ofrecen sus palanquines para ahorrarte la cuesta. Fracasan de primeras, pero más adelante alguna visitante flojea. Fijan objetivo y siguen sin disimulo a quien ven con bastón o con dificultad para andar. Qué buitres. 
Palanquin buscando

Entras por fin y empieza el espectáculo. Un estrecho cañón en forma de hoz formada por el río Waghora está taladrado por hasta veintisiete cuevas que corresponden a  las dos épocas budistas conocidas como hinayana y mahayana. El primero hace referencia a una temática en la que Buda se representa por símbolos: son estupas, huellas del pie, o un trono. Más tardío, el mahayana representa ya a Buda con diversas figuras humanas.

Vacas y templos, esto es la India

Cinco cuevas se planearon como templos ("chaityas"), pero las otras se usaron como monasterio ("viharas"). Fueron excavadas en la pura roca y con un método que hacía que el vaciado y esculpido fuese de arriba a abajo, lo que se puede apreciar en algunas que quedaron inconclusas. Petra viene a tu mente de inmediato.
Inconclusa, los volúmenes quedaron sin rematar
Una columna casi acabada y otra sin empezar apenas











Los adornos son extremadamente elaborados y además están pintadas en témpera (no al fresco) de forma primorosa. Eso allí donde se conserva la pintura porque las filtraciones y el vandalismo han hecho profunda mella. Ya pueden ponerle cuidado y esmero o en unos años no habrá pinturas que ver. Las cuevas de la primera época, las hinayana, son de los siglos II y I A.C., en los inicios del budismo; las segundas se fueron esculpiendo en el auge de esta religión, hoy residual en India, hasta el siglo VII D.C., cuando, sin razón aparente, Ajanta fue abandonada y sustituida por Ellora (que ya trataremos). Y así permaneció hasta que en 1819 un militar inglés llamado John Smith (supongo que al licenciarse se dedicó a la industria del calzado deportivo, bondad graciosa) las descubrió mientras participaba en una cacería de tigres. Dejó su grafitti con nombre y fecha en la cueva número 10. 
Según parece, este el el grafitti. Yo no termino de verlo...

Las más vistosas son seguramente las numeradas 1 y 2, mahayana ambas y que conservan bastantes de los frescos originales. Son, por lo general, escenas relevantes de la vida de Buda (los jatakas) pero reflejan igualmente costumbres y situaciones de la época en que se pintaron. Como en occidente, el uso de estas imágenes era pedagógico muchas veces, más que meramente ornamental, y servía para instruir a novicios, peregrinos y creyentes. Las caras y figuras femeninas son sin duda de una exquisitez más sensual que instructiva, a juicio de un enfermo.

 
 
Nos reclaman para que prestemos atención a la expresividad de la esposa de Buda y de sus cortesanas. La mujer trata de retenerle y evitar que se marche de palacio hacia su vida ascética, dejando atrás todo, incluida ella. Las otras tienen aires distintos, que cada cual puede juzgar, si de intriga, inquietud, regocijo o indiferencia. Pero las miradas, los rostros, los ojos, son de un detalle preciso y vivo. Hay varias escenas reconocibles, pero otras muchas están perdidas en parte y cuesta identificarlas. Se aprecian  animales, edificios, árboles y plantas, ornamentos, gente y oficios... Y, por terminar una descripción que requiere imágenes y no texto, aparece un panel con el milagro de la multiplicación de Buda en 1000, lo que parece una orla o algo así, pero muy efectista.

 
Los techos están igualmente cubiertos de motivos geométricos y cuadros con escenas simbólicas, más sencillas. En la cueva 2 vemos la primera evidencia de que no pudieron acabarse en muchos casos, y los remates de la parte inferior son burdos y menos elaborados.

 
Sales a la terraza que va uniendo las entradas (según parece a cada cueva se accedía inicialmente desde el río, directamente) y tienes una panorámica espectacular de la garganta que hace el río y las bocas de las cuevas. Saltamos algunas, de menos interés y entramos en las que el guía nos sugiere. De hecho, una de las visitas es a una en clara fase inicial, apenas desbastados los volúmenes principales y planteadas columnas y divisiones. Y aún otra con tan solo la puerta trazada: aparentemente la firmeza de la roca o la veta al descubierto hacían renunciar a proseguir excavando ese emplazamiento.

 
La número 17 es otra de las señaladas. Para llegar a ella y las siguientes debemos subir unas escaleras cuyo arranque está flanqueada por un par de elefantes de tamaño natural que sujetan la puerta. Me pregunto cómo es que ninguna producción de Lara Croft o Indiana Jones han sido rodadas aquí. 

 
La 21 es también de las importantes. Es una de las más acabadas de entre las de la época hinayana. La fachada trata de reproducir el aspecto de la madera, lo que se interpreta, nos dicen, como una fase primitiva de transición de una religión en sus inicios y basada en templos de madera a una consolidada y que ya requiere monumentos duraderos y de piedra. Sin embargo, las nervaduras, imitaciones de celosías  y simulaciones de canetes, vigas y cruceros de madera, que no tienen sentido en la piedra excavada, la hacen muy original. La fachada refleja los símbolos originales del budismo, pero con posterioridad se excavaron a los lados figuras humanas de Buda. Algo así como si al pez cristiano se le pusiera al lado un Cristo crucificado, para reforzar (o para los neófitos que desconocieran las simbologías  antiguas). 

 
El interior también es otra cosa. Además de las costillas que simulan las vigas y pilares, te encuentras en el centro y como elemento esencial, una enorme estupa que casi llega hasta el techo y que se puede rodear, ya que hay, por así decir, tres naves, separadas por una fila de columnas que hacen "girola" por detrás. Hay muchas menos imágenes pintadas y, sobretodo, hay grabados más toscos y menos numerosos. No obstante, los frisos son extraordinarios.


    
La ultima que vemos tiene en el lateral izquierdo, una figura enorme de Buda yaciente, de unos siete metros de longitud, que es a la vez única en el sitio y magnífica al aportar una imagen que parece fuera de contexto. La iluminación que le entra por una ventana realza los rasgos de la estatua. Me extasío contemplándola. Verdaderamente embobado. Me rescatan: nos cruzamos aquí con turistas locales que nos asaltan para fotografiarse con nosotros, como ya ocurriera en el Sur. No solo posan abiertamente para ti, que ya es un regalo por sí mismo, sino que te piden que tú lo hagas con y para ellos. Siempre sonríen. Aún no he tenido una mala mirada en India excepto si te olvidas quitar los zapatos en un templo o cometes el error de intentar llevarlos en la mano en el interior. Los jainistas te hacen quitarte hasta el cinturón en algunos sitios. Hasta en las iglesias cristianas se descalzan. Es el cuero lo impuro. En cambio, nada les dice que uno se descubra y haga la visita con el sombrero en la mano. En fin, uno viaja para aprender entre otras cosas ¿no?

 
Paseas el caminito de la otra ribera, sombreado y que permite una vista diferente del complejo y que confluye al final del cañón, en la entrada. Finalmente, regresas hacia la civilización con esa sensación etérea de haber estado en un lugar que es sagrado y se nota. Un agrado que dura lo justo que tardas en acercarte a la zona de los puestecillos. Los oteadores pronto dan la alerta y una caterva de vendedores se te abalanza. Cuando penetramos en la zona del mercadillo propiamente dicho les regalo un nuevo término que añadir a su ya útil y fulminante uso del castellano: grito "¡Agua!" y mis compañeros ríen. Yo también. Ellos no. Eso no lo entienden, por ahora. ¡Justicia!

Vista general
Posan bellísimas

miércoles, 2 de diciembre de 2015

BOSQUE DE VINCENNES Y CEMENTERIO DE CHARENTON: LA TUMBA DE SADE, O NO.


Madrugas lo suyo porque tienes una reunión que te llevará todo el día. Pero quieres aprovechar que el azar, por medio de quien eligió tu hotel para una reunión de trabajo, te hace dormir en la muy larga Avenue Daumesnil. Desde allí seguro que puedes dar un buen paseo, que no sería el primero (ver Paris la nuit para asociales). La avenida va desde la Bastilla hasta en bosque de Vincennes. Y, hombre, la Bastilla la ha oído nombrar todo el mundo, poco que aportar. El bosque de Vincennes ya no. Y está en tu ruta hacia el trabajo. Lees lo que puedes y descubres que aquello no es un bosque, sino un parque boscoso, y tiene un punto artificioso, como muchas cosas en París, cuya planificación no deja mucho a la imaginación. Casi todo está pensado. Y bien pensado, no obstante. Te resignas, no hay tiempo para todo: un castillo, una zona olímpica de 1900, el zoo, con una roca que es un mirador estupendo según parece; el templo budista que quedó como recuerdo de una Exposición colonial de principios del XX; el lago y sus aves, sus paseos, las barcas de alquiler, los senderos para caminar o pedalear… imposible. Le daremos un paseíllo de camino a la Maisons Alfort y va que arde. Ah, pero… miras el mapa y a tu paso hay un pequeño cementerio: Antiguo cementerio de Charenton.
Por alguna razón, que comprenderéis no puedo precisar (algunas inexactitudes evitan largas explicaciones me dijo alguien querido), un clic mental te lo hace familiar. ¿Charenton? Google al canto. Y ahí está: Sade. Charenton es donde estuvo encerrado Sade sus últimos años, en un psiquiátrico o asilo que era modélico en el XIX, imaginémoslo, y que ahora parece ser un convento (a ver si no tiene gracia). Allí es donde celebró gran parte de los excesos que le hicieron famoso y donde finalmente sufrió un atroz encierro desprovisto de todo. Y si buscas más, resulta que en su cementerio fue enterrado cristianamente en contra de su última voluntad. Interesante, sin duda. Pues me viene de camino. Perfecto.

 









Así que, efectivamente, madrugas, bajas Daumesnil hasta el Museo de la Historia de la Inmigración (joder qué oportuno en estos tiempos) y entras en el bosque. Bueno, en el parque. Ni pensar en acercarse hasta el zoo y todo lo demás. Bordeas el estanque y ves a los cisnes y los gansos que viven allí en feliz compañía con cuervos y gaviotas, palomas y… ¿Dónde coño están los gorriones? Ni uno. Bueno, sigues, pasas el desvío para ir a la islita, te cruzas con algunos paseantes con y sin perro, ciclistas, corredores… pero es temprano y no hay casi gente. Son las ocho. Estupendo. Un poco de bruma, nada de frío; de hecho te desarropas un poco, hay mejor temperatura que en casa… un paseo precioso. Está saliendo el sol. Al fondo, vislumbras por fin lo que, según tu navegador, que te ha traído como un clavo, es el cementerio. Llevas ya más de media horita andando y has entrado en calor. Te acercas y, efectivamente, la alta tapia del cementerio se hace visible debajo de un talud desde el que haces una foto. Lo rodeas excitado. La tumba de Sade no tendría inscripción según pudiste informarte, pero esperas que esté señalada de alguna manera. No es un recinto grande, como un campo de fútbol aproximadamente, pero no tienes tiempo para recorrerlo tumba por tumba. Y la tapia parece hecha para evitar fugas. Por fin, doblas la esquina que te faltaba y ves la única entrada, al final de un camino corto que viene desde la calle que hay unos cien metros más adelante y que significa volver al tráfico y a la gente, abandonando la feliz soledad. Bueno, sí, pero antes…


Antes nada, amigo. Cerrado. Si es que pareces tonto. ¿Quién coño va a venir a estas horas a ver este cementerio? Eso si es aquí, porque no hay ni señal que lo indique o un horario, ya no lo recuerdo del cabreo. Ya sabes, porque lo has leído antes, que el cuerpo fue exhumado y que el cráneo está en un museo, y que, en resumen, poco debe haber allí, si hay algo. Pero hombre, estar en la puerta y quedarte con las ganas... Tratas de mirar a través de la puerta pero de nada sirve. Miras el reloj y no hay nada que hacer. 

¿Qué quién va venir a ver la tumba de Sade a la salida del sol? Hombre, clarísimo: un masoquista. Moi.

viernes, 30 de octubre de 2015

KYAIKTIYO, LA ROCA DORADA Y ABARROTADA


Sales de Rangún (Yangoon en su  nombre actual) y te llevan, de camino a la extraordinaria roca dorada de Kyaktiyo, a ver el buda gigantísimo de Shwethalyaung, en Bago (Pegu). Trastornados aún por el vuelo, resistimos como podemos el primer recorrido por las carreteras de Birmania y nuestro baño de fuego con el tráfico y las formas de conducir. Recuerda a Vietnam (ver Las motos de Vietnam), aunque con mucho monje y más motocarros que allí.

El buda en cuestión es enorme. El pie mide más de 7,5 metros. Eso es un pinrel y lo demás pezuñitas. Hay un cartel informativo acerca de las dimensiones, en pies y en metros, de las distintas partes del cuerpo: el dedo gordo del pie, 1,83; la palma de la mano, 6,71; el labio, 2,29; el ojo 1,14; la oreja 4,57. Pensemos… pedazo de morro, cacho de ojazo, orejón mastodóntico, y la capacidad de abofetear al tiempo a todo un orfeón. 55 metros de buda amigos. Visitamos entonces la pagoda de Shwemawdaw, que no merece más comentario una vez hecho el panegírico de la de Shwedagon.




Y llegamos, tras una noche reparadora en el pueblecito de Kin Pun Sakhan (sí, suena a coña) a la estación de los camioncitos. Una plaza del pueblo ha sido transformada en una dársena o nave cubierta, en la que se disponen muelles de carga consistentes en unas plataformas a las que se accede por una escalera y que te dejan a al altura de la caja de un camión pequeño. La caja está provista de bancos corridos y a cada banco le corresponde una barra metálica a la que agarrarse. Esperas paciente a que llegue el tuyo y lo abordas con escasa dignidad, algún riesgo de esnafrarte y romperte los dientes y la certeza de que no va a ser un viaje cómodo. Los guiris tenemos el privilegio de no llenar por completo la fila, algo que se agradece porque el sitio para las rodillas es escaso con tendencia a nulo y así puedes ladearte un poco. Muchas risas al menos.





El camión-autobús-galera se pone en marcha y los galeotes descubren que las filas de atrás, las menos apetecidas, son en realidad algo mejores porque al menos ves algo; las de delante tienen la cabina del camión que les protege del viento de la marcha y les molesta la vista al tiempo. Los conductores nos llevan por un carreterín estrecho que exige parar cuando se cruzan los que bajan y los que suben. Solo estos camioncitos y alguna moto esporádica circulan por aquí. A media subida paramos para dejar pasar al convoy que baja, atestado de gente local que nos miran divertidos. Varios vendedores se acercan mientras vendernos sus refrescos, que portan en una bandeja sobre su cabeza.



Seguimos subiendo y la cosa se encabrita. La pendiente aumenta, el bamboleo también, los baches proliferan, los badenes nos sacuden y, riendo pero menos, nos vamos agarrando un poco más cada vez a la barra. Algunos botes te sacarían del asiento si no fuera por ella. Zarandeo lateral en cada curva, botes, frenazos… gimnasia pasiva, vaya. Vae turistis.

Finalmente llegas a la zona de aparcamiento y bajas palpándote, a ver si todo sigue en su sitio, incluidos empastes. Allí te ofrecen unas andas porque hay que recorrer un buen trecho andando cuesta arriba. Hay quien se da el gusto, pero no, gracias. Caminemos.





Como cualquier vía que conduce a un santuario, aquello está lleno de mercaderes: ofrendas, recuerdos, alguna que otra casa de huéspedes y varios hotelitos pequeños, pero sobretodo, puestecitos de comida y bebida. Y mucha hoja de betel, que no falte. Y un gentío hacia arriba y hacia abajo entre el cual destacaban cada cierto trecho los mojes que iban postulando al toque de una pequeño gong y los porteadores, que con una cesta a modo de mochila, cargaban dos y tres maletas gigantescas a la espalda. Madre mía.


Vas subiendo, maravillándote a cada paso y alcanzas la explanada donde los peregrinos se congregan en grupos, acampan y comen, duermen, charlan, encienden velas, curiosean, venden o simplemente miran pasar al resto.

Pero tu vista pronto les deja: al fondo ya se ve el tremendo pedrusco dorado que tú has ido a ver y ellos han ido a venerar. Te vas acercando en medio de la multitud y pasas junto a una zona donde en lugar de teleobjetivos de los de echar una moneda y ver el paisaje lo que tienen son prismáticos atados con bridas que se alquilan. La verdad es que las vistas son dignas de prestarles atención, pero la enormidad brillante te atrae.

Una pequeña estupa ocupa la parte superior de una roca completamente cubierta de láminas de pan de oro. Uno más de los muchos pelos de buda que cubren el mundo parece estar allí alojado. Por algo aparece siempre calvo, no me extraña. Incluso la roca que sirve de soporte a la dorada y redonda está siendo también cubierta de oro. Puedes comprar librillos de láminas para ponerlas, pero no parece que los no iniciados se acerquen. De hecho, hay una entrada restringida sólo a los hombres que da acceso a una balcón que la rodea y que está llena de gente tratando de poner sus laminillas en la superficie. Las barandillas de esa balconada están completamente atestadas de campanillas de latón con textos, supongo que ofrendas, agradecimientos o peticiones. Usamos el privilegio pero solo hasta un punto pasado el cual no parece sensato meterse si no es a poner tu oro en la roca.

Nos indican que lo propio es rodear la piedra en el sentido de las agujas del reloj.  Eso nos permite ver el gentío desde otro punto de vista, así como el abarrotado espacio que les permite colocar sus laminillas. Y verificar que la roca tiene mucho volumen fuera de la vertical, así que pasas por debajo rapidito. Te caen, o ves por el suelo, trocitos de oro que se han desprendido.






 La verdad es que es uno más de los sitios de peregrinación que a los poco piadosos siempre nos parecen más un mercado que una celebración religiosa. Cosas del creer. Pero impresiona tanto la roca como la afluencia, el paisaje y el paisanaje. Hay que volver. Ahora, ya cumplida la parte de la visita más relevante es cuando puedes regodearte algo más en los detalles: los cestos d elos porteadores, las caras tiznadas de tanaka, el maquillaje típico, la primorosa disposición de las hojas de betel, tronquitos de jengibre, palos de sándalo (¡qué bien olía allí!), licores de los de lagarto incluido, pinchos inidentificables bajo el rebozo, fritos refractarios, pastelillos y lo que sea que vendan.





Llegas al aparcamiento y allí están los porteadores de las andas, bastante ociosos, poca gente gasta dinero en que la lleven. Llega un camión, bajan los unos y nosotros subimos. Agárrate, porque la bajada es de aúpa. Van a una leche que asusta, y si en la subida nos reíamos bastante, ahora los nudillos blanquean, las miradas que se cruzan son menos jocosas, los comentarios escasean (aunque yo pregunto si no huele como a freno quemado) y, en fin, nos reencontramos, a más velocidad y contundencia con las curvas, baches y badenes de la subida pero multiplicados y reforzados, así como entreverados con frenazos súbitos que alegran mucho. Reconfortados por los vaivenes, llegamos por fin abajo, donde podemos soltar la barra y que la circulación vuelva a nuestros dedos.
P’habernosmatao kyaktiyo, digo... chiquillo.