viernes, 26 de diciembre de 2014

CHIDAMBARAM

Chidambaram está en el valle del río Kollidam, en el estado de Tamil Nadu. Llegar hasta allí desde Madrás constituyó uno de los primeros recorridos  por carretera. En fin, casi todo alrededor de Madrás fue “lo primero” en la India, pero las carreteras son un fabuloso mosaico y un espectáculo en sí mismas. Ya las veremos, vamos ahora al templo.


Chidambaram es uno de los lugares sagrados más importantes asociados a Shiva, ya que en la ciudad se encuentra uno de los cinco grandes templos dedicados a esta divinidad. Este templo está dedicado a Shiva en su forma de danzarín cósmico, es decir, a Nataraja. Nos dicen que es uno de los templos más antiguos de la India, y uno de los principales centros de peregrinación para quienes adoran a Shiva, sí, pero también a los que adoran a Vishnu, ya que hay una zona dedicada a este último. Curioso. Allí aprendimos “por primera vez” las marcas distintivas de unos y otros exhibidas en la frente y tiznadas con unas grandes piedras que uno se encuentra en los templos mismos: verticales para los vishnuístas y horizontales para los shivaístas. 


Antes de entrar ya te impresionan los gopurams, o puertas de entrada, que alcanzan alturas más que considerables y que son un verdadero “pastel” lleno de figuras policromadas. Aquí hay nueve de estas fenomenales puertas, cuatro de ellas en cada punto cardinal y a las centenas de figuras que los ocupan se suman, como veríamos en otros muchos gopurams, habitantes más activos, como monos y palomas en número atroz. Una vez dentro, no hay un solo momento en que alzar la vista no signifique dar con un nuevo ángulo de varios gopurams a la vez. Omnipresentes.


En el interior hay cinco grandes salones o shaba. El más famoso es el Kanaka Sabha (salón dorado), la zona de los rituales cotidianos, pero los otros cuatro son igualmente notorios: en el Deva sabha, hay una forma de Shiva sentado; el Natya sabha, donde Shiva bailó con Kali; el Raja sabha, con casi mil columnas que simbolizan el chakra; y finalmente el  Chit sabha, el sancta sanctorum de Nataraja. Este último es sorprendente, exento, con peldaños de plata.


Bien, el templo es tremendo y las guías pueden ampliar y corregir sin duda lo expuesto. Pero lo más llamativo, como en cualquier sitio de la India, es la gente y el ambiente. El templo es un lugar social. Allí hay peregrinos sentados descansando. Pero no unos pocos. Las inmensas explanadas y columnatas dan cobijo a cientos de ellos, que buscan la sombra, ya que el sol pica lo suyo. Familias enteras preparan su comida. Hay chavales jugando mientras sus padres charlan. Hay quinceañeras tonteando que se atribulan cuando les pides una foto. Hay filas de gente para coger agua de las fuentes. Hay olor a comida. Por haber, hay hasta basura. Bastante.


Hay, ¡ay!, sacerdotes de lungui -o como se llame la falda de los hombres- de color negro, y adornos negros, y piel negra, y ojos negros, y pelo negro y… todo negro coño, menos los dientes, que relumbran; y que te miran con una intensidad que te hace tragar saliva pensando que no estás en el lugar correcto, o que has hecho una foto indebida, o que has pasado una línea que no has visto, o que llevas la bragueta abierta en un templo sagradísimo o ¡qué sé yo! El caso es que acojonan a la Legión. Y cuando ya te has cagado y se han congregado varios de ellos mirándote de una manera que tú juzgas feroz y bajas la cámara por si acaso, y echas un pasito para atrás, y miras alrededor a ver qué puñetas has hecho mal, y quieres no ser tan guiri y ser tragado por el suelo del puto-templo-quién-me-manda-hacer-fotos-joder-ya-verás-la-hostia… como con un resorte, todos sonríen al tiempo y te piden, ¡sí, te piden¡ hacerse fotos contigo. Que se las hagas, estupendo, pero sobre todo, que te las hagas con ellos y que te dejes tú hacer fotos que ellos quieren sacarte con los móviles que deben llevar adheridos al culo, porque si no, no sé de dónde los sacan. Y te rodean, y sales en sus fotos, y se cambian para salir unos y otros, y te abrazan y se ríen, y hablas con ellos, y son encantadores. En fin. Guiris por el mundo. 



Afortunado de mí, en Chidambaram me encontré, en medio de la explanada, una pequeña pulserita que parecía ser de oro. La llevé en la mano toda la visita y, al salir, juzgué de entre la gente que había allí pidiendo limosna a quién dársela rápida e inadvertidamente y seguir camino. Una mujer vieja, enjuta y desdentada, que casi no levantaba la vista del suelo y tenía delante una pequeña escudilla casi vacía se la encontraría envuelta en el billete pequeño que eché. Le hacía más falta que a mí. Por si el karma…


martes, 23 de diciembre de 2014

ROUMELI, DE LEIGH FERMOR

Roumeli es un relato de los viajes de este singular viajero británico por la zona norte de Grecia. Así como en Mani se adentraba en los dedos del Peloponeso en un viaje más definido a un territorio, en Roumeli, los límites son más vagos, ya que la idea misma de lo que es Roumeli varía en el espacio y la época histórica desde el norte de Grecia entrando bien profundo hacia Bulgaria para replegarse luego e incluir solo las zonas al sur de la llanura de Tesalia.

La verdad es que viajar como lo describe Leigh Fermor es más una investigación etnológica que un mero viaje, por profundamente que quiera conocerse el lugar visitado. Claro, eso y una erudición que asusta (y a veces pesa) hace que leerlo sea no solo “ver” los pueblos y lugares por los que pasa, sino, y sobretodo, enterarse de la historia profunda y antigua de esos sitios. Solo así cabe imaginar cómo nos habla de los antiguos nómadas sarakatsáni, de su cultura y costumbres, permitiéndose, en sus escasas relajaciones, citar el nada amistoso aroma que despiden gracias a sus trajes, encostrados y tiesos, llenos de tanto polvo como sudor. Menudo jumele.

Pero también redescubre uno que, aunque haya estado allí, la entrada antigua a los monasterios de Meteora no era tan cómoda como lo es ahora, pese a conllevar una buena dosis de escaleras. Y el ambiente opresivo, decaído y terminal de su comunidades, ya en la época en que Leigh las visitó. Meteora se merece una atención mayor, ya se la daremos.

Uno de los núcleos del libro consiste en la distinción entre romaico y helénico, siendo la primera la parte del alma griega más rural y prosaica, lo que aquí llamaríamos la España profunda; la helénica es la parte heredera de los inalcanzables e irrepetibles clásicos, culta y elevada. ¿Nuestro siglo de oro? Pues puede, pero cuando se leen las tremendas y profundas reflexiones de Leigh sobre el alma griega, al españolito le resultan muy familiares muchas cosas. Y una  de las conclusiones que más me gustan (pág 147) es que, los pobres, nunca serán tan buenos como sus ancestros clásicos. Esa es una losa insalvable. A esa reflexión sigue otra buena parte destinada a explicar qué y cómo son los griegos, labor ardua en la que se mezclan en las debidas proporciones lo romaico y lo helénico. El cóctel es bueno, pero requiere finura en la elaboración.

Y en cuanto a los parecidos razonables entre griegos y españoles encontré tan maravillosa la reflexión del autor sobre los males del turismo que me la quedé, en parte porque coincido, claro. Describe descarnada y ajustadamente la evolución habida en las costas, desde los pueblecitos de pescadores, ignotos y anclados en la edad media, hacia los resorts y las tiendas de recuerdos. Impresionante. Verdad. Yo mantengo que las pequeñas carreteritas locales, tan incómodas y refractarias para el común de los domingueros son ya la única barrera que les queda a algunos pequeños pueblecitos para sucumbir al todo a cien, a los paletos urbanos endomingados de chándal para ir a la sierra (o al campo, en general), a las urbanizaciones ¡de adosados! en medio del monte y a perder definitivamente aquella panadería de horno de leña de verdad, aquellos bollitos, aquel pan o aquel embutido, presas todos del ansia de ampliar negocio, de vender más y de hacerlo rápido.

Bueno y de eso tenemos culpa todos los visitantes, que conste; todos queremos una caña o un vino sentaditos en una terraza, una buena comida o una compra de algo que “parezca” distinto a lo del hipermercado. Mea culpa.

En fin, regreso ya de mi particular digresión y retorno al maestro. Nos dice Leigh que el grito de guerra en las Termópilas venía a decir algo así como: “I tan i epi tas”, que viene a ser,  o tras los escudos o encima de ellos (a pie o muerto, vaya; ea, alegría). En la estatua de Leónidas que hay en el famoso paso (que es absolutamente decepcionante, como pocos sitios históricos que yo haya visitado) lo que dice es “Molon labe” que parece significar algo así como “ven y cógelas”, dirigido a Jerjes y refiriéndose a las armas. No sé si ambas son verdaderas o falsas. Bueno, pues Leigh gritaba eso con otros comensales mientras atacaban denodadamente una de esa comidas griegas que tanto atraen al que escribe: quesos de cabra, pasas, higos, aceitunas, uvas…. Productos de tierra pobre. Incluido el paximadia, que en La Mancha cambiarían probablemente por lo que llaman “la reseca”. Paximadia es un pan cocido dos veces que levaban los pastores y que para comerlo procuraban rehidratarlo un poco para hacerlo comestible. Y si no, masticar despacio y saliva. En fin, son muchas las curiosidades y rarezas que este libro nos descubre de los griegos, actuales y pasados, y no es cosa de contarlas todas, sino de leer a Leigh.


Ah, una última curiosidad, esta para sinestésicos: en griego demótico, los olores se perciben acústicamente. Dicen: “Akou tin miroudiá”, ¡Escucha este olor!