martes, 21 de mayo de 2013

OKLAHOMA Y LOS TORNADOS


Yo viví en Oklahoma. Y de hecho estuvimos en Norman y en Moore. Hace de eso muchos años, pero lo que ocurrió ayer, y otros episodios parecidos aunque menores que se repiten año tras año siempre me tocan dentro. Este ha sido brutal.
Yo viví en Stillwater, sede de la Oklahoma State University y que, como todo el resto del estado, está dentro del “Tornado Alley”. Yo no sabía prácticamente ni qué era eso ni cuál es la época de tornados hasta que llegamos allí en marzo de 1996. La llegada tuvo su miga, como no podía ser de otra manera. El aeropuerto Will Rogers (buscad la frase que dedica a los veterinarios, casi todos los vets de Oklahoma la tienen en su consulta) es internacional, pero poco. Nuestro vuelo –doméstico, como se dice- llegó a las 11 de la noche y a nuestro paso iban apagando las luces…
A la mañana siguiente, realizadas unas cuantas formalidades mínimas de cara a nuestro alojamiento, tuvimos nuestro primer contacto verbal con los tornados. El director del centro al que yo iba a trabajar vino expresamente al apartamentito alquilado en el que todavía no nos habíamos instalado, sino simplemente abierto las maletas y se empeñó en ir al supermercado inmediatamente. Nosotros teníamos una pequeña lista de la compra urgente, que incluía, a ver si no era perentorio, sábanas, platos, vasos… el apartamento estaba amueblado pero no tenía ni un mal vaso. Y no teníamos coche. En los USA, si no tienes coche no existes (porque no puedes).
Así que agradecimos mucho que nada menos que el Director viniera en persona a ayudarnos, llevarnos al ineludible Wal-Mart y hacer la compra más esencial.
Pero… entre los elementos de máxima urgencia debía incluirse, sí o sí según su criterio, que finalmente se impuso, una televisión. Para nada considerábamos nosotros que una televisión fuera urgente, pero él no lo entendía así y nos explicó el porqué: necesitábamos aquello inmediatamente como elemento de seguridad. Los canales – no me acuerdo, pongamos 9 y 5- emiten las alertas de tornados con antelación suficiente y nos solo de viva voz sino con subtítulos – me miró dando a entender que para un extranjero aquello podía ser una diferencia-. Además, nos dejó una radio con baterías extra para lo mismo, sintonizada con no-se-qué cadena que daba noticias, aunque nos previno de que todas las emisoras interrumpían su emisión en caso de alerta. Y más aún, nos dio una breve introducción en el trayecto al supermercado sobre qué hacer en caso de tornado: meterse en un armario, o en la bañera tapados con los colchones, alejarse de las ventanas para evitar las esquirlas caso de que rompieran, cerrar puertas, ventanas, persianas, atrancarlas si se podía… y si cuando sonaran las sirenas que anunciaban el impacto inminente (cada jueves, a las doce, sonaban a modo de prueba) y nos daba tiempo, aún sería mejor acudir al refugio, que en nuestro caso iba a conocer al día siguiente, ya que el que nos correspondía era el sótano de mi laboratorio, distante cinco minutos de casa.
Después de 17 horas de vuelo, tres días de viaje, con dos niños de año y medio y diez meses, con una casa vacía de casi todo, con cara de alelado ante tanta novedad, descubriendo con pavor que lo que yo consideraba un nivel de inglés razonable se diluía ante la nasalidad de los oklahomeros (y sus primos los tejanos), compré el televisor de oferta de Wal-Mart sin mucha convicción.
Pero tenía razón. Hubo avisos, vimos tornados por la televisión, incluso llegamos a ver uno en vivo desde el coche, cerca de Stroud, a una distancia prudencial. Sobrecoge.
Digo esto porque allí son muy conscientes de los riesgos – de hecho a veces parece que exageren- y preparan la contingencia con muchos medios, las casas suelen tener un sótano de hormigón aunque el resto sea de madera… así que este ha debido ser fuera de lo normal. Terrible. Me acuerdo mucho de mis amigos de allí.

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