Yo viví en Oklahoma. Y de hecho estuvimos en Norman y en
Moore. Hace de eso muchos años, pero lo que ocurrió ayer, y otros episodios
parecidos aunque menores que se repiten año tras año siempre me tocan dentro. Este
ha sido brutal.
Yo viví en Stillwater, sede de la Oklahoma State University
y que, como todo el resto del estado, está dentro del “Tornado Alley”. Yo no
sabía prácticamente ni qué era eso ni cuál es la época de tornados hasta que
llegamos allí en marzo de 1996. La llegada tuvo su miga, como no podía ser de
otra manera. El aeropuerto Will Rogers (buscad la frase que dedica a los
veterinarios, casi todos los vets de Oklahoma la tienen en su consulta) es
internacional, pero poco. Nuestro vuelo –doméstico, como se dice- llegó a las
11 de la noche y a nuestro paso iban apagando las luces…
A la mañana siguiente, realizadas unas cuantas formalidades
mínimas de cara a nuestro alojamiento, tuvimos nuestro primer contacto verbal
con los tornados. El director del centro al que yo iba a trabajar vino
expresamente al apartamentito alquilado en el que todavía no nos habíamos
instalado, sino simplemente abierto las maletas y se empeñó en ir al
supermercado inmediatamente. Nosotros teníamos una pequeña lista de la compra
urgente, que incluía, a ver si no era perentorio, sábanas, platos, vasos… el
apartamento estaba amueblado pero no tenía ni un mal vaso. Y no teníamos coche.
En los USA, si no tienes coche no existes (porque no puedes).
Así que agradecimos mucho que nada menos que el Director
viniera en persona a ayudarnos, llevarnos al ineludible Wal-Mart y hacer la
compra más esencial.
Pero… entre los elementos de máxima urgencia debía
incluirse, sí o sí según su criterio, que finalmente se impuso, una televisión.
Para nada considerábamos nosotros que una televisión fuera urgente, pero él no
lo entendía así y nos explicó el porqué: necesitábamos aquello inmediatamente
como elemento de seguridad. Los canales – no me acuerdo, pongamos 9 y 5- emiten
las alertas de tornados con antelación suficiente y nos solo de viva voz sino
con subtítulos – me miró dando a entender que para un extranjero aquello podía
ser una diferencia-. Además, nos dejó una radio con baterías extra para lo
mismo, sintonizada con no-se-qué cadena que daba noticias, aunque nos previno
de que todas las emisoras interrumpían su emisión en caso de alerta. Y más aún,
nos dio una breve introducción en el trayecto al supermercado sobre qué hacer
en caso de tornado: meterse en un armario, o en la bañera tapados con los
colchones, alejarse de las ventanas para evitar las esquirlas caso de que
rompieran, cerrar puertas, ventanas, persianas, atrancarlas si se podía… y si cuando
sonaran las sirenas que anunciaban el impacto inminente (cada jueves, a las
doce, sonaban a modo de prueba) y nos daba tiempo, aún sería mejor acudir al
refugio, que en nuestro caso iba a conocer al día siguiente, ya que el que nos
correspondía era el sótano de mi laboratorio, distante cinco minutos de casa.
Después de 17 horas de vuelo, tres días de viaje, con dos
niños de año y medio y diez meses, con una casa vacía de casi todo, con cara de
alelado ante tanta novedad, descubriendo con pavor que lo que yo consideraba un
nivel de inglés razonable se diluía ante la nasalidad de los oklahomeros (y sus
primos los tejanos), compré el televisor de oferta de Wal-Mart sin mucha
convicción.
Pero tenía razón. Hubo avisos, vimos tornados por la
televisión, incluso llegamos a ver uno en vivo desde el coche, cerca de Stroud,
a una distancia prudencial. Sobrecoge.
Digo esto porque allí son muy conscientes de los riesgos –
de hecho a veces parece que exageren- y preparan la contingencia con muchos
medios, las casas suelen tener un sótano de hormigón aunque el resto sea de
madera… así que este ha debido ser fuera de lo normal. Terrible. Me acuerdo mucho
de mis amigos de allí.
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