miércoles, 25 de marzo de 2015

NUEVA ORLEANS EN NAVIDAD


Llegar a Nueva Orleans es siempre una ilusión. Bueno, siempre, siempre… tampoco. Diré mejor que la única vez que he estado llegué con mucha ilusión. Íbamos a pasar allí la navidad.
Más aún tras un recorrido desde Galveston, la Isla del Mal Hado de mi admirado Cabeza de Vaca y su viaje brutal. Lo cierto es que Galveston fue para nosotros de mucho mejor recuerdo, gracias a algunos productos del mar, de esos que se ponen colorados al hervirlos, consumidos en un restaurante de la playa sustentado sobre pilotes, un palafito vaya, y sentados a una mesa pegada a la ventana. Gaviotas, sol, brisa… De allí pasamos hasta Baton Rouge por la carretera más próxima a la costa no sin antes sufrir un incidente con las llaves del coche.
Me las dejé dentro al bajarme para preguntar en un centro de información turística nada más entrar en Luisiana, en una zona de esas en las que se supone que puedes avistar fauna local, particularmente los famosos alligators, que por supuesto no vimos. Magnífico. Niños, potitos, compañeros de viaje, y una autopista con kilómetros hacia un lado y otro. ¡Y alligators acechando! ¡Qué  miedito!
El tipo del mostrador fue comprensivo cuando le pedí telefonear a la AAA (hablo del jurásico, no existían los móviles) pero lo fue aún más cuando me ofreció que “una persona del centro sabe cómo abrirle el coche ahora mismo si lo desea”. ¡Hombre que si lo deseo! ¡Venga! Esperamos cinco minutos y apareció la experta. Era la señora de la limpieza, que nos miró apenas y con gesto aburrido nos señaló la salida hacia el aparcamiento. Con cierto misterio, nos pidió que le indicáramos nuestro coche y que nos mantuviéramos a cierta distancia. Se acercó al coche, sacó su herramienta –una pletina metálica- la metió entre el vidrio de la ventanilla y la goma, trasteó un poco y se oyó un “crac”. Sacó la tira metálica que había usado, abrió la puerta, cogió las llaves y con mucha ceremonia me las entregó. Mi barbilla tocaba el suelo porque acabábamos de asistir a una clase práctica de cómo descerrajar un coche. El cierre no volvió a funcionar en lo que nos quedó de estancia pero eso en la América profunda donde vivíamos no era problema. Hasta le di una propina, más confundido y aliviado que consciente, billete que ella cogió con el mismo gesto de hastío (apuesto a que por su mente pasaba algo así como “turistas, y encima europeos y blancos, si es que…”). En fin, que dueños otra vez de nuestro valiente Oldsmobile Cutlass Ciera (véanse también esta entrada y esta) y de los importantes pañales, seguimos hacia Nueva Orleans. Baton Rouge tuvo una breve parada, lo justo para ver el río desde el famosísimo puente de hierro, el avión que se exhibe en la orilla y la torre del capitolio, que para eso es la capital y no Nueva Orleans.

Bueno, a lo que íbamos. Nueva Orleans debe visitarse. Nos dijeron una vez que “New Orleans, San Francisco and New York are not America any more”, y eso es debido a lo muy “europeos” que son los dos primeros y lo muy “mundial” que es la última, creo yo.
Del recorrido turístico se encargan, como siempre, las guías, pero yo recuerdo varias cosas. Una de ellas es la preciosidad del barrio francés, el French Quarter, que es, paradojas de la historia, básicamente español. El barrio original francés se incendió –las casas eran de madera- y lo que se ve ahora fue erigido bajo gobierno español. Guste o no, fue así. Pero el nombre y la fama se los quedan los de siempre. En fin, preciosísimo de verdad; aunque, todo sea dicho, yo no le vi ningún aire español a aquellos balcones de hierro y edificios de ladrillo. Probablemente porque tenía aún fresco el recuerdo de San Antonio y sus misiones encaladas (incluido El Álamo, ya lo contaremos otro día).
La Bourbon Street tiene ese nombre precisamente por haberse llamado Calle de Borbón (y no por el whisky, que tampoco hubiéramos desdeñado, hics, la hisdoria es la hisdoria) y allí hice esta foto de mi hijo.


El recorrido básico incluye varios puntos más de interés, que, si lo haces el día de navidad, exhiben además bonitas decoraciones: la plaza de España con los escudos de las provincias españolas, la plaza de armas, ahora llamada Jackson Square, con la catedral de San Luis, los edificios Pontalba (buscad la historia de esta mujer, es espeluznante), la  estatua del tal General Jackson y… la gente.
Buen rollo, un ambiente feliz, agradable, relajado. Toda la plaza estaba copada por los músicos. Estaban por todas partes, suficientemente espaciados como para no mezclar demasiado los sonidos, con sus corrillos alrededor disfrutando de la música y otros muchos que íbamos de uno a otro solazándonos.
Entre el gentío, alguno que otro (y otra) iban disfrazados de Papá Noel (para disfrute de mis niños, babeo “bucho” al recordarlo). Terrazas, bares, tiendas, balcones… todo lleno de gente, había mucha vida. Claro, todo esto considerando que era el día de navidad, pero, sobretodo, teniendo en cuenta que no estábamos en Mardi Gras, que ya hubiera querido yo. Eso debe ser la monda.
Conviene también, y así lo hicimos, tomar el barco de palas que te da una vueltecita por el Mississippi (¿me sobra alguna ese?, siempre dudo) y que nos desveló una sorpresa inesperada (como todas, qué idiotez, pero ahí se queda). Atracado allí, río arriba, estaba el Dédalo. ¿Qué qué es el Dédalo? Pues para los mayorcitos no será nada nuevo: era el portaaviones que tenía la armada cuando yo era niño (o sea, en el siglo pasado) y que en origen fue uno de las docenas que construyeron los americanos para la Segunda Guerra Mundial. Pues allí estaba, esperando a ser convertido en museo según nos dijeron.
Conocimos la comida criolla y nos embelesamos con una actuación de jazz callejero, pero eso sí, con un frío intenso que nos obligó a recogernos tempranito que los niños ya no daban más de si. Con tu cochecito de bebé y otro crío a los hombros, pasear en medio del gentío hacia el hotel por el barrio francés la noche del día de navidad fue un momento muy especial. 

Nos fuimos al día siguiente en dirección a Memphis, para pasar fin de año en Graceland; Elvis es mucho Elvis. Pero la salida de Nueva Orleans tuvo su guinda. El puente sobre el lago Pontchartrain ha sido durante décadas el más largo del mundo. Y es impresionante. Son casi cuarenta kilómetros subidos a un puente a ras de agua, que recorrimos despacio, con las ventanillas bajadas, oyendo a las gaviotas graznar y olfateando la brisa marina. Lástima de descapotable. ¿Te gusta conducir? ¡Sí!
- Quiero hacer pis.
- Pero, pero…


martes, 17 de marzo de 2015

SAFRANBOLU, MADERA VIEJA


Safranbolu es, según las guías, una localidad que conserva casi intactas la inmensa mayoría de sus casas de estilo otomano. Y así es, lo cual la hace merecedora de más visitantes que los que tiene. O no, déjalo como está que es mejor.
En realidad lo de intactas es relativo, lo que están todas es perfectamente restauradas, pero conservando el aire original. Sin faltar a nadie al respeto, que puede no gustar el modelo, Safranbolu es como Pedraza. Pues creo que la idea es esa, sí.
Dicen – y se nota- que allí llueve bastante, cosa que afortunadamente no nos ocurrió. Las calles, los tejados, las acequias… pinta de ello dan, desde luego.
Las casas son muy altas y tienen en su mayoría las paredes extraplomadas, haciendo que desde una base o zócalo de piedra más o menos estrecho, se expandan un poco a cada altura o nuevo saliente. Algunas están literalmente chapadas de madera, y los tablones que cubren los muros a veces se comban, otras veces están astillados y en todo caso, ofrecen un aspecto añejo. Creo que parte del “aspecto otomano” consiste en esa madera avejentada. Otras tienen la clásica estructura con pilares y travesaños de madera con los vanos rellenos de ladrillos de adobe. En este otro tipo, las semejanzas con lo que se puede ver en cualquier otro sitio, desde Castilla hasta Normandía, no le quitan belleza, pero sí originalidad. De cualquier forma, aun cuando no sean íntegramente de madera, hay mucha a la vista: ventanas, contraventanas, puertas, canecillos, poyetes, emparrados, vigas, pilares, travesaños...  Madera vieja y gastada.
Cuentan que el interior de algunas, al que no pudimos acceder, alberga tesoros como tornos para pasar comida de un lado a otro, aseos en el interior de armarios, escaleras escamoteables y un sinfín de habilidosas obras de ebanistería. Será en otra visita.

Según nos contaron, había sido un importante punto de descanso cuando la Ruta de la Seda lo era y constituía el cruce con otra ruta que bajaba hasta el mar desde el interior. Paseando por sus inclinadas, irregulares, retorcidas y desigualmente empedradas callejuelas se encuentra uno preciosos rincones, tiendas tradicionales que lucen dulces típicos (hechos a base de sésamo y nueces, mmm), orfebrería, calzado (que era característico del lugar según parece) y, sobre todo, hay un buen número de forjas. Bandejas, teteras y juegos de té, cazos, sartenes, hornillos, cubiletes, y faroles componen la mayor parte de la mercancía. Pero algunas de ellas exhiben material más sólido, como cerraduras, rejas, tiradores, hachas o mazos.
En una de ellas, además de admirar los trabajos expuestos en el exterior y en el interior de la tienda, nos permitieron entrar hasta la propia fragua y ver a los herreros trabajando. Uno de ellos nos mostró orgullosamente todo su taller, empapelado con recortes de periódico en los que aparecía el gesticulante tipo aquel como emblema de la artesanía local en la revista de a bordo de la Turkish Airlines.

Lo suyo, aunque hay sugerencias de circuitos, es perderse a base de paradas ante distintas casas, fuentes, cafés, tiendas, escaparates o encuadres y de giros caprichosos a derecha, izquierda, arriba o abajo. Una de las callecitas nos reservaba un tesoro: al doblar una esquina, dimos de bruces con un minarete todo él de madera. Raro. O novedoso. Lástima los altavoces y la farolita que le habían incrustado. El puto progreso…

No hay que perderse, sin embargo, el antiguo caravansar convertido en moderno hotel: un amplísimo patio rectangular al que dan galerías en dos alturas y en las que, a modo de claustro, se alinean las puertas de las habitaciones. Notable. Ni tampoco debe uno olvidar echar un ojo a la gran mezquita (antigua iglesia que cuando la diáspora de los griegos otomanos tras la Primera Guerra Mundial fue transformada en mezquita, la historia de siempre) y al hammam.

 Eso sí, id abrigados, porque cuando el sol se va, hace un frío de narices.