lunes, 19 de mayo de 2014

LA TERRAZA DEL DOMINE

Visitar Bilbao es siempre una buena idea. Incluir el Guggenheim es casi una obligación. Alojarse enfrente es un lujo. De vez en cuando hay que darse un lujo.
La terraza del Gran Hotel Silken Domine Bilbao es ese lujo materializado en forma de vistas, comida y, en definitiva, placer. Puedes reservar una habitación que dé hacia el Guggenheim, sí, pero nunca será desde la altura que ofrece la terraza del séptimo piso. A lo sumo, podrás verlo un tanto de refilón, con ese cilindro azul eléctrico inmenso entrometido en la perspectiva desde el tejado de vuelos imposibles chapado de titanio y el curioso visitante. Aun así, las puestas de sol desde tu habitación pueden ser magníficas, sin duda; el puente que entra a la ciudad desde el  túnel de Artxanda Salbe, la ría, la colina de enfrente desde la que dicen que Gehry decidió la ubicación definitiva del museo… Todo eso está a tu alcance, pero desde allí no es tuyo. Tuyo es, como mucho, aunque no es poco, Puppy, el maravilloso cachorro de “westie” con piel vegetal de flores y enredaderas.

Pero no, nada de sucedáneos, tienes que tomar el ascensor, que sube por un patio presidido por el inmenso pedregal vertical que semeja un pepino. Un pepino de siete pisos de altura hecho de cantos rodados. Ah, Mariscal, a veces tan grande…
Y entonces es cuando alcanzas la meta: la terraza. Allí tienes el privilegio de desayunar o, si el bolsillo aún lo aguanta, cenar.
El desayuno es uno de los mejores que he podido probar, la verdad. Y llevo varios. Mucho, muy bueno, muy variado, bien servido… qué más decir. Desde los espárragos hasta el ibérico pasando por los quesos, todo exquisito.
La cena, excelente, con una relación muy buena entre lo servido y lo que cobran, lo cual, hoy en día ya es digno de reseñarse. Nada de sentirse estafado tras pagar una cantidad exorbitada por un menú mediocre lleno de fumés, espumas, aromas, toques, cristales, crocantes, crujientes, geles y reducciones que rodean (y ocultan) la nada. No. Buena calidad, cantidad suficiente, buen vino… en fin, ¿el paraíso?
Sí, porque a todo eso hay que añadir que la terraza ofrece para los afortunados clientes unas vistas formidables. Desde allí sí que eres dueño y señor de lo que ves hacia abajo y a lo lejos. Te asomas desde allí sobre la ría del Nervión, con la Universidad de Deusto al otro lado; con la espléndida torre de una empresa a la que no voy a nombrar porque no me da la gana y que rima con trola; con Puppy, ahora sí, un cachorro; con el parque que yo creía ser el de Doña Casilda y que no lo es… y con el Guggenheim en llamas. Reflejando la luz del sol que se marcha. Dorado, irisado, rojizo, cobrizo… de todo.

La verdad es que desde que lo hicieron le tenía yo prevención: me parecía una idea estrambótica, un querer llamar la atención, un puro esnobismo de arquitecto con ínfulas. Pero me rindo. Es precioso. Por dentro pero, sobre todo, por fuera. No te puede dejar indiferente, así que yo, a modo de descreído que descubre la fe, ahora he cambiado de parecer: me encanta lo que antes me parecía superfluo.
Qué reflejos, que curvas, que brillo, qué altura, qué poderío. No, no es una mujer, es el Guggenheim desde la terraza del Domine.



PS: para mi desgracia, y porque no soy de fácil conversión, quede constancia de que el museo albergaba, cuando lo visitamos, una exposición de mi siempre denostada Yoko Ono. En el libro de visitas, fiel –ahí siempre- a mi estulticia, dejé mi anotación: Yoko, me gustas muy “poko”, Victor. Cambiar de fe, sí, pero adorar becerros, aunque sean de Kobe, no.