jueves, 30 de mayo de 2013

VARNA. ORO DE HACE 6500 AÑOS

La antigua Odessos, en la costa búlgara. Un sitio a desmano pero que alberga un tesoro, y nunca mejor dicho. Oro. Oro del  4500 A.C., el oro trabajado más antiguo que se conoce, exhibido en el Museo Arqueológico. Y qué preciosidades. Algunas piezas parecían recién sacadas de un feria de novedades de joyería por lo minimalista y estilizado del diseño. Siluetas de animales suavemente troqueladas y hechas con unas láminas finísimas parecía todo, que ya era bastante. Pero no, era el principio. En la sala donde se muestra este tesoro, había además otras piezas de factura más complicada y que a uno le hacían pensar en lo elaborado que aquello parecía para proceder de un tiempo tan remoto: pequeños martillos, picos, pulseras huecas, lentejuelas, cetros, fíbulas… Alucinante. El colmo, no obstante, era el ajuar funerario de un menda con una caperuza de oro para el glande. Qué cómodo y qué útil. Lo jodido debió ser tomarle las medidas, digo yo que variarían si era el joyero o la joyera quien las tomara. Eso acompañado de otras decenas de piezas, incluyendo rodilleras, collares, pulseras… y un disco de oro del tamaño de un plato de postre sobre el ombligo; todo un tesoro para él solo. Había otras cosas: collares de concha de molusco (que valían más que el oro), coral… pero nada comparable a aquello.



Eso sí, después de hincharnos a fotografiar el oro antiguo, en la sala siguiente una doberman con uniforme de celadora te impedía hacerlo con piezas irrelevantes. Fiel a mi estulticia, fotografié un radiador, precioso, en forma de concha, imponente. Y tras de mí, alguno que otro la hizo también; síndrome del turista japonés, supongo. El resto del museo no era nada malo, por cierto, pero mas “visto”: la figura del caballero tracio hasta en la sopa, cráteras con motivos argonáuticos y un gran mapa muy ilustrativo. Ah, y una estela con una nave que me pareció inspiradora y que tenía que ser la Argos por fuerza.



Después visita a la catedral, bizantina. Nada especial salvo los extractores de humos para los puestos donde dejar las velas encendidas,  que habían instalado y disimulado como si fueran columnas con sus frescos y todo. Nos quedamos sin ver (o al menos pasar por delante de) el casino, que es uno de los iconos de esta ciudad. Una pena. Siempre hay que dejarse algo. Motivo para volver algún día.

lunes, 27 de mayo de 2013

DELFOS, MUCHA MAGIA


La subida a Delfos desde Atenas tiene su miga. En el trayecto uno se encuentra, como primer golpe de historia, el desvío hacia Eleusis. En cuanto a sus misterios, Deméter, su hija Perséfone, “inventora” de la primavera (¡y qué primavera tiene Grecia!) y el pupilo de aquélla, el suertudo Triptólemo, primer agricultor, deberán quedar para otra visita, que es tarde y nos esperan el hotel. Cosas de los vuelos.  Por una revirada carretera que serpea, se pasa algo más tarde por un par de pueblos de montaña que parecen la sierra de Madrid: tiendas de alquiler de material de montaña y esquí, chimeneas... Allí debe hacer frío, sin duda. Uno de ellos es Arachova, especialmente atractivo. Primera cena a base de feta, ensalada griega, aceitunas... y primer vinito griego. Dormimos en Delfos.
Amanece sobre el Parnaso, nevado aún a nuestra espalda. Apenas podemos verlo desde la ventana del Hotel. Me he despertado sólo para ver salir el sol por encima de él, pero los tejados y las estrechas callecitas no facilitan la tarea. El actual pueblo de Delfos no es impresionante, pero sí el paisaje circundante y la sensación de estar en un lugar mítico y mágico. Las vistas hacia el parnaso y hacia los valles cercanos merecen la pena. De allí, una pequeña excursión hasta las ruinas.
La subida por la Via sacra exige. Está bastante inclinada. Todo está florido, una auténtica explosión de verde y colores variados. Vamos ascendiendo junto a los tesoros, pasamos por donde estaba el onfalon – el centro del mundo – en donde ahora hay una copia, el onfalon romano (supongo que el original desapareció hace siglos) hallado en las excavaciones se guarda en el museo que veríamos luego; llegamos hasta la  curiosa muralla poligonal...y por fin, alcanzamos el templo de Apolo. 


Cómo no, no puede entrarse, sólo verlo desde fuera y desde arriba, menos mal que hay una buena caída y se ve bastante bien cuando uno lo rebasa y se pone por encima, especialmente si las piernas responden y se llega uno hasta el estadio, desde el que se tiene una vista excelente del teatro y del templo. Allí, unas americanas se hacen fotos mientras con sus cuerpos forman la palabra “Delphi” y van gritando “give me a D, give me an E…”. Si Apolo pudiera maldecirlas…  
Las vistas son magníficas, y nos invitan a imaginar lo que debía ser aquello cuando por los pequeños vericuetos las distintas procesiones –engalanadas, aromatizadas, sonoras- se aproximaran desde sus lugares de origen y cuando se les indicara. Había turnos, no era llegar y ver a la Pitia. Y preferencias, cuanto más importante (o más dinero ofrecías) más rápida era tu audiencia. Por cierto, que nos dicen que Pitos (de pitón, la serpiente a la que Apolo mató para hacerse con el control del oráculo) era el nombre más usado para Delfos, como sinónimo, así como origen de Pitonisa/Pitia.
No hay que dejarse bajo ningún concepto el museo. Es de los mejores que encontraréis en Grecia, y eso es mucho decir aun cuando mucho de lo que en Delfos hubo de interés y dada la larga vida del oráculo, fue expoliado, trasladado o simplemente, perdido. Pero hay piezas impresionantes. Para todo hay gustos, claro: una amiga tomó un primer plano del culo de Antinoos, que al parecer es de mayor interés que el mío...en fin. El onfalon, la estatua de Antinoos, que es verdaderamente bella, el auriga estático y tieso que, no obstante fascina, los dos kouroi arcaicos, un toro hecho de láminas de plata, precioso de veras, la famosa esfinge de Naxos… y un montón de cascos, cráteras, estrigila…
Y luego, al salir, conviene ir a ver la que dicen es la fuente Castalia (bueno, pues como fuente no vale nada, pero oye, es la fuente Castalia), los laureles –presuntamente los de Dafne, y por tanto supuestamente procedentes de Dion...
Mucha magia.

martes, 21 de mayo de 2013

OKLAHOMA Y LOS TORNADOS


Yo viví en Oklahoma. Y de hecho estuvimos en Norman y en Moore. Hace de eso muchos años, pero lo que ocurrió ayer, y otros episodios parecidos aunque menores que se repiten año tras año siempre me tocan dentro. Este ha sido brutal.
Yo viví en Stillwater, sede de la Oklahoma State University y que, como todo el resto del estado, está dentro del “Tornado Alley”. Yo no sabía prácticamente ni qué era eso ni cuál es la época de tornados hasta que llegamos allí en marzo de 1996. La llegada tuvo su miga, como no podía ser de otra manera. El aeropuerto Will Rogers (buscad la frase que dedica a los veterinarios, casi todos los vets de Oklahoma la tienen en su consulta) es internacional, pero poco. Nuestro vuelo –doméstico, como se dice- llegó a las 11 de la noche y a nuestro paso iban apagando las luces…
A la mañana siguiente, realizadas unas cuantas formalidades mínimas de cara a nuestro alojamiento, tuvimos nuestro primer contacto verbal con los tornados. El director del centro al que yo iba a trabajar vino expresamente al apartamentito alquilado en el que todavía no nos habíamos instalado, sino simplemente abierto las maletas y se empeñó en ir al supermercado inmediatamente. Nosotros teníamos una pequeña lista de la compra urgente, que incluía, a ver si no era perentorio, sábanas, platos, vasos… el apartamento estaba amueblado pero no tenía ni un mal vaso. Y no teníamos coche. En los USA, si no tienes coche no existes (porque no puedes).
Así que agradecimos mucho que nada menos que el Director viniera en persona a ayudarnos, llevarnos al ineludible Wal-Mart y hacer la compra más esencial.
Pero… entre los elementos de máxima urgencia debía incluirse, sí o sí según su criterio, que finalmente se impuso, una televisión. Para nada considerábamos nosotros que una televisión fuera urgente, pero él no lo entendía así y nos explicó el porqué: necesitábamos aquello inmediatamente como elemento de seguridad. Los canales – no me acuerdo, pongamos 9 y 5- emiten las alertas de tornados con antelación suficiente y nos solo de viva voz sino con subtítulos – me miró dando a entender que para un extranjero aquello podía ser una diferencia-. Además, nos dejó una radio con baterías extra para lo mismo, sintonizada con no-se-qué cadena que daba noticias, aunque nos previno de que todas las emisoras interrumpían su emisión en caso de alerta. Y más aún, nos dio una breve introducción en el trayecto al supermercado sobre qué hacer en caso de tornado: meterse en un armario, o en la bañera tapados con los colchones, alejarse de las ventanas para evitar las esquirlas caso de que rompieran, cerrar puertas, ventanas, persianas, atrancarlas si se podía… y si cuando sonaran las sirenas que anunciaban el impacto inminente (cada jueves, a las doce, sonaban a modo de prueba) y nos daba tiempo, aún sería mejor acudir al refugio, que en nuestro caso iba a conocer al día siguiente, ya que el que nos correspondía era el sótano de mi laboratorio, distante cinco minutos de casa.
Después de 17 horas de vuelo, tres días de viaje, con dos niños de año y medio y diez meses, con una casa vacía de casi todo, con cara de alelado ante tanta novedad, descubriendo con pavor que lo que yo consideraba un nivel de inglés razonable se diluía ante la nasalidad de los oklahomeros (y sus primos los tejanos), compré el televisor de oferta de Wal-Mart sin mucha convicción.
Pero tenía razón. Hubo avisos, vimos tornados por la televisión, incluso llegamos a ver uno en vivo desde el coche, cerca de Stroud, a una distancia prudencial. Sobrecoge.
Digo esto porque allí son muy conscientes de los riesgos – de hecho a veces parece que exageren- y preparan la contingencia con muchos medios, las casas suelen tener un sótano de hormigón aunque el resto sea de madera… así que este ha debido ser fuera de lo normal. Terrible. Me acuerdo mucho de mis amigos de allí.

lunes, 20 de mayo de 2013

PIKES PEAK, CUESTIÓN DE TEMPERATURA


Los españoles lo llamaron “El capitán” según parece, pero de los conquistadores quedan en Colorado sólo algunos topónimos, como el mismo nombre del estado.
Fuimos a Pikes Peak por casualidad, porque estuvimos alojados en Colorado Springs y vimos allí un prospecto publicitario. Considerando que nos venía de camino, ¿quién podría resistirse? Además, el desvío indicaba una subida de apenas unos 25 kilómetros o algo más. Y lo que se ofrecía a cambio no era desdeñable: nada menos que subir por encima de los 14000 pies (cerca de 4500 metros) en coche. Vamos, como subirse al Teide conduciendo.
Nada sabíamos nosotros entonces (lo descubrimos años después) de que la subida a Pikes Peak es una de las pruebas clásicas del automovilismo estadounidense e internacional. Internet me habla de una prueba de veinte kilómetros, 156 curvas y casi mil quinientos metros de desnivel desde el inicio, lo que da un promedio de aproximadamente un 7% -¡promedio!). Véase el video de Vatanen, mítico, o cualquiera de los que encontraréis en youtube si buscáis con la cadena Pikes Peak; si añadís el año en que nosotros lo subimos (1996) veréis qué cacharros usaban los profesionales por comparación con mi pobre coche, del que hablaremos en otro momento, pero que, a la sazón, era un sedán vulgar y corriente. Y que llevaba a bordo a seis personas –cuatro adultos y dos niños pequeños- y su correspondiente equipaje para viajar un mes. Tela.
Viendo ahora los vídeos de competición me doy cuenta  - rememoro- lo intimidatorio de la subidita, pero sobretodo, las vistas aéreas permiten verificar la impresión que tuvimos de desolación absoluta en el tramo final y en la cumbre. Pero vamos a “nuestra” subida.
Comenzamos con asfalto, pero pronto, muy pronto, el camino se hizo de tierra, muy ancho eso sí. Aquí y allá había gente haciendo picnic en la zona baja, arbolada y muy agradable. Los primeros kilómetros fueron lo que esperábamos, una subida a un puerto de montaña. Pues vale, pues bueno, pues bien. Llevábamos ya unos cuantos días recorriendo las Rocosas y estábamos hechos ya al lugar. Todo discurría normalmente hasta que las cuestas comenzaron a hacerse más inclinadas. Mi coche, automático, tenía una posición específica para subir cuestas y así lo puse. Pero rezongaba más de la cuenta. En un momento dado, nos encontramos con el primer coche con el capó abierto y fue entonces cuando presté algo de atención a la temperatura del radiador. Iba subiendo, pero estábamos aún dentro de lo normal. Todo subía allí. Subía la temperatura del radiador, subía la lentitud del coche que progresivamente iba dando menos fuerza, subía la inclinación de las cuestas… y sobretodo, subía el número de coches apartados a un lado con el capó abierto y con su gente – los que la tenían- echándoles agua en el radiador.
La cosa empezó a inquietarnos cuando la aguja de nuestra temperatura alcanzó el límite de la marca roja. Olvidé decirlo: no se podía bajar por aquella rampa sin escolta. Sólo cuando la policía – cuando fuera que pasase- determinara que tu coche no estaba en condiciones de seguir te autorizaban – y escoltaban- la bajada. Para eso te habían dado prospectos a la entrada que, obviamente, echamos a la guantera sin leerlos más que por encima.
- Oye, que vamos a parar un ratito a que se enfríe.
- Hombre no me digas que no puede subir.
- Pues hasta ahora sí, pero desde que me subí con el histórico Talbot Horizon el Puerto de los Leones cargado hasta los topes no había visto una aguja de temperatura tan alta nunca.
- ¿Cuánto falta?
- Pues unos 6 ó 7 kilómetros.
-Pero si eso es nada.
-Si, ya, díselo a los de la cuneta que hemos pasado. Hala chicos, sacad la pelota y los juguetes, vamos a echar unas patadas.
- Mejor les damos de comer.
Y así fue. Los niños comieron sus potitos. Nosotros estiramos las piernas, echamos también un bocado y el capó del coche abierto de par en par, como todas sus puertas, nos introdujo en el club de los recalentados de Pikes Peak. Después de una media hora o así admirando el paisaje (aún había árboles a aquella altura y las vistas eran, hay que decirlo, espléndidas, todo rodeado de árboles y montaña) decidimos continuar. El coche no andaba nada. Pero nada. Después me enteré de que, en altura, los motores atmosféricos (no los turboalimentados, o menos) pierden potencia como consecuencia de la menor cantidad de oxígeno y presión del aire. He leído que un 10% menos de potencia por cada mil metros sobre el nivel del mar. Claro, si partimos de unos 2500 metros, ya vamos con un 25% menos, pero es que en los 3500 aproximadamente a los que nos encontrábamos, teníamos más de un tercio menos de potencia. Íbamos a unos diez por hora. Se dice pronto.
Y unas rampas de aúpa que además poco después se convirtieron en un erial, ya que la vegetación casi desapareció. Una cuesta hacia la nada en medio de la nada; rodeada, eso sí, de unas vistas a lo lejos de postal. El coche volvió a calentarse a los diez minutos.
- Pero si no hemos avanzado casi.
- Ya, pero me estoy empezando a preocupar. Se ha vuelto a calentar en muy poco tiempo, no anda casi y cada vez hay menos gente, ¿no os habéis dado cuenta?
Efectivamente, otros coches que iban subiendo y que veíamos en la distancia desde alguna de las decenas de revueltas, unos delante y otros detrás, ya no estaban. O se habían parado fuera de nuestra vista o habían renunciado. O habían subido.
- Pero no hemos visto bajar a nadie.
Dicho y hecho, delante de nosotros pasó un pequeño convoy de cuatro coches precedido por uno de la policía. Nos hicieron una seña hacia abajo pero, gallardamente (inconscientemente) negamos con la cabeza, sonreímos abiertamente, levantamos el pulgar y les saludamos al pasar. Quedaba poco y no nos íbamos a rendir. Qué leches.
Otro buen rato después, que se nos hizo esta vez muy largo, continuamos. Hacía frío a esa altura. La ascensión era angustiosa, iba más pendiente de la aguja del radiador y de mantener el coche tan bajo de revoluciones como fuera posible. Incluso pusimos la calefacción a tope en un vano intento de quitarle algo de calor al motor; no hacía tanto frío como para necesitarla nosotros, pero pensamos que así le restaríamos algún grado. Ventanas abiertas del todo, niños ya potrosos, aguja en el límite, paso de tartana… y llegamos. Por fin. ¡Llegamos!
Pero… pero… pero si esto está casi vacío.


Hacía un frío de narices, vimos el rótulo verde de Pikes Peak, 14110 pies, la estación del trenecito turístico que sube hasta allí, los cuatro coches contados que ocupaban el exiguo parking, nos hicimos una foto apoyando la cámara en un piedra y alguna otra del panorama y nos fuimos más que deprisa, aunque antes le dimos una vuelta rápida a la pequeña meseta donde hay incluso un merendero o algo así. Nuestro tiempo no daba para más y faltaba la bajada.
Joder, la bajada. Coche automático. No retiene. Poquito, vamos. Con la misma relación con la que subes, has de bajar, pero además aquí tirando de freno todo el rato. Tanto, que a media bajada, hay un puesto de policía.
-¿Y estos?
- No sé, espera a ver.
- Hi there officer, ¿any problem?
- Hi, just checking your brakes, sir.
¿Lo que? Pues que el tío, con una sonda, tomaba la temperatura, esta vez de los discos de freno. Obligatorio. Si los encontraban demasiado calientes, te hacían parar media hora.
-Ok, keep going.
-Thanks, bye.
- Have a nice day.
-You too.
La bajada la disfruté mucho. El coche bien, un paisaje impresionante, vistas magníficas, la temperatura – ahora la ambiental- subiendo, los niños dormidos, sol, las Rocosas. La felicidad existe. Es cuestión de temperatura.

sábado, 18 de mayo de 2013

POREC, UN CRUCE SINGULAR


El viento Bora (Boreal, Boreas) me despierta soplando del norte, claro. Son las cinco y media. Al principio creo que es el de arriba duchándose y me acuerdo de sus muertos. Pero no. Es el viento. Madrugada desabrida.
Marchamos hacia Porec, al otro lado de la península de Istria (no confundir con la Histria de Rumanía).
Nos desvían de la carretera principal. Hay obras. Cagüenla. Pero, en realidad, es una suerte, porque nos obliga a carretear por pequeñas secundarias y nos permite ver los pequeños pueblecitos del interior, de otra manera obviados en el ansia de aprovechar el tiempo en lo más relevante. Atravesamos así el túnel de las montañas de Ucka, por encima de las cuales sobrevuelan buitres al otro lado, y llegamos así a Pazin, frontera que fue de las zonas de influencia respectiva de la Serenísima Venecia  (desde la costa occidental hasta aquí, en el interior) y los Habsburgo austríacos (desde aquí hasta e incluyendo la costa oriental).
Porec, a donde llegamos poco después, era de Venecia: el león de san Marcos está por todas partes. Un bonito pueblo trufado de torreones que lo ostentan, palacios… y muchas tiendas para turistas. Demasiadas. Las azoteas de las torres de defensa se han convertido en apetecibles terrazas con parasoles, sillas, mesas y barra. Buen sitio para una cerveza: ventilado y con vistas.
Avanzamos por una calle de nombre singular, aunque esté puesto en dos idiomas, croata e italiano: Ulica Decumanus o bien Strada Granda Decumana. El decumanus romano, claro está. Hombre, vivir en el 5 de la calle Decumano viste lo suyo, no puede negarse, pero el colmo llega en la esquina – previsible- con Cardo Máximo. Allí, un palacete perfectamente veneciano ocupa una esquina que hemos visto en decenas de ruinas romanas en las que la estructura de campamento incluye inexcusablemente este cruce entre las dos vías principales, siendo así que en Porec el Cardo Máximo nos lleva directamente a un precioso puertecito. Aquí no hay ruinas, sino el centro del pueblo, con sus tiendas, sus señoras asomadas a las ventanas, curiosas por los forasteros y hasta un parquecito con bancos; nada que ver con las peladas piedras de otros muchos cruces decumano-cardomáximo, desde Jerassa hasta Pompeya.


Seguimos caminando hacia la basílica Eufrasiana, pero… es Domingo de Ramos. Bien para ver a la gente endomingada y tirando de los suyos, mal para visitar la basílica. Hay misa, ofrendas… y un gentío que impide que entremos. Desde atrás apenas vislumbramos el ábside bizantino y las arcadas románicas con unos capiteles preciosos, todos distintos para variar. Pero la lucha es inútil. A cambio, paseamos de nuevo tomando buena nota de las preciosas contraventanas de lamas orientables, las puertas decrépitas que, sin embargo, cuando las pinten perderán toda gracia, las ventanas llenas de flores, las callejuelas, las chimeneas y los rinconcitos hasta llegar al puerto, una maravilla, recogido y pintón.

Antes de marcharnos, un cartel llama mi atención: restaurante Brioni. Estamos cerca de esas islas. Mola.