martes, 24 de febrero de 2015

NAY PYI TAW: EL VACÍO HECHO CIUDAD

Los circuitos turísticos raramente paran en la capital de Birmania, Nay Pyi Taw (o Naypyidó o Naypyidaw). Y no es de extrañar.

Naypyidaw es la capital desde 2005, siguiendo uno más de los muchos dictados caprichosos de la junta Militar que gobierna el país desde los 60. A modo de ejemplo clarificador, nos cuentan, y leemos después igualmente asombrados y corroborando el dislate, que el traslado principal a la nueva capital tuvo lugar a las 11 de la mañana del día 11 de Noviembre (mes undécimo), cuando un convoy militar de 1100 camiones desplazó a 11 batallones y 11 ministerios. El astrólogo personal del líder de la junta parece ser responsable de tan original iniciativa. Creo recordar que fue en 1989 cuando se emitieron, seguramente siguiendo criterios igualmente sólidos, billetes de 45 y 90 kyats, ambos alrededor del número 9, de gran importancia cabalística según parece (e inusitada comodidad de uso probablemente).

Sí, es un comienzo estrambótico, pero lo verdaderamente alucinante está por llegar.  La ciudad está dividida en sectores a algunos de los cuales está prohibido el acceso. Especialmente se impide el paso y mucho más las fotos en la zona militar donde se encuentra la residencia del jefe de la junta y, en lugar de un sambódromo, un desfilódromo (como el de Hanoi y tantos otros sitios altamente democráticos) junto al que se alzan las tres estatuas de los principales reyes de la historia birmana: Anawratha, Bayinnaung y Alaungpaya. Estas salen en los prospectos, pero no puede accederse o eso parece. Las zonas de viviendas tienen diversas categorías en función del nivel administrativo de quienes reciben la concesión, ya que, para facilitar la población de este engendro, la vivienda y otros servicios les son proporcionados por el gobierno. Hay también un área religiosa, ocupada estelarmente por una pagoda hecha a semejanza de la Shwedagon paya de Rangún, y que tiene exactamente la misma altura, 98 metros. Pero a esta no va ni Buda. Y una dedicada los ministerios, otra para los diplomáticos (la inmensa mayoría de los países mantienen las embajadas abiertas en Rangún) e incluso, pásmate, una donde se sitúan un buen número de hoteles. Hay kilómetros y kilómetros de avenidas, aceras, decenas de edificios vacíos, arcos, jardines, plazas. Por haber, hay hasta un zoológico. Y dicen que no es malo.



Lo que no hay es vida. La llegada, ya anochecido, fue espectral. Las enormes avenidas, iluminadas pero vacías de tráfico, nos condujeron al área de hoteles, donde la mayoría de ellos ofrecía el mismo aspecto: casi todos tenían encendidas las luces de la recepción y presentaban largas filas de luces que perfilaban el contorno del edificio, a modo de gálibo, y nada más excepto el rótulo con el nombre, también luminoso. No se veía ni un vehículo en los aparcamientos, ni a nadie entrando o saliendo y, lo que era definitivo, ni una sola luz de las habitaciones lucía. Ni una. Eran edificios claramente vacíos. El nuestro era uno de los pocos que tenía gente dentro, y lo cierto es que si no éramos los únicos clientes le debía faltar poco, porque en el desabrido restaurante del hotel (ni pensar en salir a buscar algo) había una mesa ocupada por dos hombres que comían tallarines y bebían dos enormes cervezas Myanmar (es el único uso que pienso hacer del nuevo nombre) y otra mesa con una pareja. En honor a la verdad hay que decir que la cena fue excelente.



La mañana nos desveló la verdadera magnitud de la desolación. En el aparcamiento, como cabía esperar, solo estaban nuestro autobús y un coche de cortesía del hotel. Cámara en ristre, salí del recinto hacia la avenida y allí tuve la epifanía total del sinsentido aquel. Una calle con cuatro carriles por lado que se perdía a lo lejos en ambas direcciones y que ocupaban, hasta donde abarcaba la vista, un par de motos  (aquí no están prohibidas como en Rangún) y un coche. Por suerte las aceras no estaban tan congestionadas. Esperé un poco. Atasco: unas seis motos y dos coches en una recta de no menos de un kilómetro. Aguardé otro poco y lo logré: nada, nadie. Pavoroso, amigos.



Subimos al autobús y dimos un breve paseo, porque ya nos advirtieron de que recorrerla entera lleva mucho tiempo debido a las dimensiones, no al tráfico, desde luego. Y visto lo visto, desde luego que no vale la pena. La única zona “viva” fue un mercado de aspecto lánguido en comparación con otros muchos que vimos en lugares infinitamente menores pero más concurridos. Lo dicho, avenidas, fuentes, plazas, rotondas, todo vacío. Otra de las pretendidas atracciones fue el mercado de jade y joyas, pero que ese día estaba cerrado. Poco a poco fuimos alejándonos hacia barrios más periféricos donde las retículas de las calles enmarcaban tremendas parcelas en las que aparecía algún que otro edificio a decenas de metros de distancia del siguiente, todo impregnado de una atmósfera irreal y vacua, más aún considerando lo abigarradas que son siempre las ciudades asiáticas.


Algunos anuncios por aquí y por allá, y los postes de la luz o del teléfono y se acabó. Todo muy limpio, eso sí. A ver, no había quién ensuciara… En algunos cruces se daba la única concentración humana que pudimos apreciar exceptuando el mercado. Pequeños grupos de gente y cuatro o cinco motos ocupaban una de las esquinas, supongo que a la espera del encuentro con alguien que viniera en otro vehículo. Ni pensar en caminar, las distancias no son humanas.




Naypyidaw –que significa ciudad real, ole los culipardos- es inmensa, gigantesca, desorbitada, desproporcionada, vacía, yerma. Es orwelliana, adjetivo perfecto para algo a la vez surrealista y birmano. Recordemos que Orwell vivió en Birmania y allí escribió su primera novela: Los días de Birmania. Allí le llaman El profeta, pero ya lo veremos en su momento.