El viento Bora (Boreal, Boreas) me despierta soplando del
norte, claro. Son las cinco y media. Al principio creo que es el de arriba
duchándose y me acuerdo de sus muertos. Pero no. Es el viento. Madrugada
desabrida.
Marchamos hacia Porec, al otro lado de la península de
Istria (no confundir con la Histria de Rumanía).
Nos desvían de la carretera principal. Hay obras. Cagüenla.
Pero, en realidad, es una suerte, porque nos obliga a carretear por pequeñas
secundarias y nos permite ver los pequeños pueblecitos del interior, de otra manera
obviados en el ansia de aprovechar el tiempo en lo más relevante. Atravesamos
así el túnel de las montañas de Ucka, por encima de las cuales sobrevuelan
buitres al otro lado, y llegamos así a Pazin, frontera que fue de las
zonas de influencia respectiva de la Serenísima Venecia (desde la costa occidental hasta aquí, en el
interior) y los Habsburgo austríacos (desde aquí hasta e incluyendo la costa
oriental).
Porec, a donde llegamos poco después, era de Venecia: el
león de san Marcos está por todas partes. Un bonito pueblo trufado de torreones
que lo ostentan, palacios… y muchas tiendas para turistas. Demasiadas. Las
azoteas de las torres de defensa se han convertido en apetecibles terrazas con
parasoles, sillas, mesas y barra. Buen sitio para una cerveza: ventilado y con
vistas.
Avanzamos por una calle de nombre singular, aunque esté
puesto en dos idiomas, croata e italiano: Ulica Decumanus o bien Strada Granda
Decumana. El decumanus romano, claro está. Hombre, vivir en el 5 de la calle
Decumano viste lo suyo, no puede negarse, pero el colmo llega en la esquina –
previsible- con Cardo Máximo. Allí, un palacete perfectamente
veneciano ocupa una esquina que hemos visto en decenas de ruinas romanas en las
que la estructura de campamento incluye inexcusablemente este cruce entre las
dos vías principales, siendo así que en Porec el Cardo Máximo nos lleva
directamente a un precioso puertecito. Aquí no hay ruinas, sino el centro del pueblo, con sus tiendas, sus señoras asomadas a las ventanas, curiosas por los forasteros y hasta un parquecito con bancos; nada que ver con las peladas piedras de otros muchos cruces decumano-cardomáximo, desde Jerassa hasta Pompeya.
Seguimos caminando hacia la basílica Eufrasiana, pero… es
Domingo de Ramos. Bien para ver a la gente endomingada y tirando de los suyos,
mal para visitar la basílica. Hay misa, ofrendas… y un gentío que impide que
entremos. Desde atrás apenas vislumbramos el ábside bizantino y las arcadas
románicas con unos capiteles preciosos, todos distintos para variar. Pero la
lucha es inútil. A cambio, paseamos de nuevo tomando buena nota de las
preciosas contraventanas de lamas orientables, las puertas decrépitas que, sin
embargo, cuando las pinten perderán toda gracia, las ventanas llenas de flores,
las callejuelas, las chimeneas y los rinconcitos hasta llegar al puerto, una
maravilla, recogido y pintón.
Antes de marcharnos, un cartel llama mi atención:
restaurante Brioni. Estamos cerca de esas islas. Mola.
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