jueves, 27 de junio de 2013

EL GUÍA DE TOPOXTÉ

El guía subió parsimoniosamente al autobús. Estaban todavía a unos kilómetros del sitio arqueológico al que iban, de manera que esperaban que en el trayecto pudiera hacerles llegar información al respecto, como tantas otras veces y otros tantos guías. Aquel hombre iba a ser el suyo para la visita de las ruinas de Topoxté, en Petén, al norte de Guatemala; un yacimiento que se anunciaba interesante y para el que era obligatorio contar con un guía local. El recién llegado era “el único disponible” dada la premura con que habían debido ajustar aquella visita. El huracán que les había impedido cruzar la frontera con Belize había entrado por fin en el país. No estaba teniendo tanta repercusión devastadora como las previsiones habían anunciado pero sí la suficiente como para que las autoridades impidieran la entrada a turistas procedentes de Guatemala, evitando así tener que asumir responsabilidades respecto a ellos. En realidad, si hubieran logrado entrar en Belize, la situación hubiera sido incluso peor, ya que las visitas a los yacimientos habían sido prohibidas, así como los recorridos turísticos de todo tipo, lo que les hubiera dejado inmovilizados en el hotel mientras durase la alerta. Un hotel del que el guía principal les había advertido que iba a ser el peor con diferencia de todos los del viaje, debido a la falta de infraestructura hotelera de calidad en aquella zona. Por esa razón, su proyectada visita a las ruinas de la importantísima ciudad maya de Caracol había tenido que suspenderse y los organizadores del viaje se las habían visto y deseado para buscar alternativas rápidas, factibles e interesantes. La más inmediata era visitar aquellas ruinas a las que ahora llegaban, que ya formaban parte del programa inicial, pero lo hacían dos días antes de lo previsto, lo que exigía reacomodar el programa con restaurantes, hoteles y guías.

El recién llegado charló unos minutos con el guía principal en un ambiente aparentemente distendido. Apenas podía vérseles tras la mampara, un elemento habitual en los grandes autobuses de línea que abundan en Latinoamérica y que cubren enormes distancias supliendo la por lo general deficiente red ferroviaria. Aquel, antiguo y un tanto desvencijado, respondía exactamente a ese perfil. Era un enorme Volvo con una bodega digna de un trasatlántico para el equipaje y que, en contraste con sus tremendas longitud y altura, contaba con relativamente pocos asientos, muy separados, anchos, acolchados, cómodos a rabiar y que además eran reclinables hasta un grado muy superior al común en Europa; incluso disponían de apoyo escamoteable para las piernas. Tenía también ventanas practicables, deslizantes, algo ya impensable en otros sitios, y que muchos pasajeros disfrutaron enormemente al permitirles percibir el aire y los olores, sacar la cabeza y disfrutar con el viento de la marcha, asomarse cuando estaban parados, hacer fotos desde ellas y hasta charlar con gente que se cruzaba en su camino. Autobuses como los de antes, cuando se les llamaba coche de línea o hasta “el avión”; un meacuerdodecuando comentado el primer día entre los viajeros con agrado general. El conjunto lo remataba, según el canon, aquella mampara que separaba los asientos del conductor y el acompañante de la cabina del pasaje. Era el elemento menos popular de aquel peculiar equipamiento, porque dificultaba la visión de la carretera, algo que disgustaba a más de un pasajero aficionado a las fotos en marcha y que ahora mismo les impedía, precisamente, ver algo mejor al personaje.

Terminados los saludos iniciales, atravesaron la división, el guía principal retomó su asiento en la primera fila, y el recién llegado ocupó el que quedaba a su lado. En ese rápido movimiento, apenas pudieron vislumbrarle. Los pasajeros que desde la parte trasera estiraban el cuello curiosos, permanecieron ajenos a las características del nuevo guía, pero tampoco los que ocupaban los asientos más adelantados pudieron aún verlo. Sí en cambio a su sombrero, que seguía sobre su cabeza. Llevaba uno de tela caqui con las alas vueltas hacia arriba, formando una especie de teja. Asentía con frecuencia, lo que podía apreciarse con el movimiento de su tocado. Pasados unos minutos, y ante la carencia de novedades, los viajeros retomaron sus quehaceres de a bordo: consultar guías, admirar el paisaje y el paisanaje, hacer fotos desde las ventanillas, charlar con los demás o, simplemente, dormitar. A su paso, zonas boscosas densas y caóticas se alternaban en duro contraste con plantaciones de caucho perfectamente alineadas y con  alguna que otra granja en la que las chepudas vacas –eran cebúes- pacían calmosas en llanos arrancados a la exuberante selva. En los márgenes de aquellas praderas impuestas crecía alguna que otra palmera cuya sombra se convertía en lugar de reposo y rumia para las vacas. Entreveradas, también había milpas en las que el maíz aún tierno apenas rebasaba el metro de altura. Prados, plantaciones y maizales estaban claramente bajo amenaza de ser reconquistados ante la mínima dejadez en someterlos a pastoreo o roturado. Si en algún sitio podía verse al desnudo que cada palmo de suelo aprovechado era fruto de una lucha constante en la que el bosque perdía por ahora, estaban en él. Pero no tenía por qué ser siempre así.

Pasaron una soleada escuelita en cuyo cercado los niños jugaban al fútbol entre unas porterías improvisadas con cuatro palos sujetos con piedras a modo de postes; las niñas usaban una comba y hacían cola para saltar. A su alrededor, varias casitas de madera carcomida y combada exhibían sus respectivas coladas multicolores tendidas sobre las vallas de separación. El altavoz tronó, sobresaltándolos a todos.
- Buenos días.
El nuevo guía les hablaba por primera vez. Su voz sonó distorsionada a causa de la deficiente acústica del sistema de sonido del autobús y de que se acercaba demasiado el micrófono a la boca. Se presentó como Paco, aunque les reveló que ese era sólo su nombre de guerra, ya que su verdadero nombre maya era otro. No llegó a pronunciarlo en ningún momento. Tenía una voz que al principio, y pese a la electrónica, les pareció melosa, envolvente y cálida. Pero a medida que transcurría su discurso se tornó más bien oscura, casi insidiosa. Se identificó a si mismo sucesiva y aditivamente como un chamán, como un estrecho colaborador de prestigiosos científicos norteamericanos y como un dirigente de las comunidades indígenas que habitaban una de las comarcas próximas al área en la que se encontraban.
- Alguien muy importante – señaló con aire socarrón uno de los pasajeros a su vecino de asiento mientras con la cabeza hacía un gesto de valoración que su sonrisa cínica desdecía. Continuó su discurso ilustrándoles sobre la vida maya antes de la Conquista, con esa verborrea típica del guía turístico, tan dada a ensalzar lo propio por encima de todo rigor histórico o de cualquier comparación. Ineludiblemente, el terruño y la sabiduría popular local se correspondían con hallazgos excelsos de la cultura universal. Eso cuando no había habido una civilización que en algún momento hubiese ejercido influencia sobre las vecinas, porque entonces la conclusión a la que todo viajero sujeto a estas peroratas debería llegar sin error es a que se encontraban ante los restos de la mayor civilización de la historia. Generalmente, además, injustamente tratada por los historiadores y siempre minusvalorada. Si, como era el caso, los sufridos turistas provenían del país que siglos atrás fue causante de la pérdida de aquel acervo cultural, había que estar preparado para casi todo.

Según su versión, él oficiaba en los rituales mayas actuales, que se llevan a cabo en lugares mágicos cercanos a los viejos templos. Los viajeros ya habían visto algunos de esos lugares, con restos de cera consumida y alguna vela protegida, aún viva. Un rumor recorrió el autobús, reconociendo la escena que él describía. Su papel en estos ritos le hacía encarnar el papel de intermediario entre mayas y ladinos. En cuanto a su colaboración con los científicos, había sido de gran ayuda en la confección de ciertos mapas sobre los lugares mágicos mayas, contribuyendo a encontrar puntos y líneas de energía que sólo una vez señalados según antiguas creencias y técnicas pudieron ser corroborados mediante el más moderno aparataje. Las miradas entre los viajeros aumentaron en número, la intensidad de los aspavientos denotando fastidio e incomprensión creció perceptiblemente y no pocos de ellos comenzaron a hacer oídos sordos a la soflama místico-científica.

Su intervención finalizó abruptamente. El autobús había llegado al final de la pista en la que se había convertido la pequeña carretera a la entrada del complejo arqueológico sin que, todavía, les hubiese explicado nada acerca de la visita que iban a realizar.
- Perdón, hemos llegado. Ahora bajamos, les explicamos en qué va consistir la visita y durante la misma les voy dando la información sobre este importante yacimiento posclásico. Por favor sitúense bajo aquel árbol, a la sombra, y cuando estemos todos comenzamos.
Tras una breve espera, y unas instrucciones igualmente cortas pero claras, abordaron dos lanchas de un imposible color azul cielo cuyas toldillas estaban recubiertas de bolsas de plástico negro en un intento de impermeabilizarlas que les daba un aspecto nada tranquilizador. En ellas les transportaron hacia Topoxté, una isla del lago Yaxhá en la que desembarcaron después de un trayecto de unos diez minutos lleno de fotos desde la borda, aire en la cara, comentarios jocosos acerca del nuevo guía y esa excitación que acompaña siempre al viajero que se aproxima a un nuevo lugar que se anuncia atractivo sobre el papel y que al que se quiere transformar en sensaciones y recuerdos. El pantalán, muy deteriorado, los acogió con serios crujidos ante una marea de gente a la que a todas luces no estaban acostumbradas sus viejas maderas. A la voz del guía, se dirigieron hacia las ruinas por una senda sombreada, ascendiendo entre lo que algunos reconocían como ceibas, matapalos o aguacates y decenas de otras especies desconocidas para ellos. Cinco minutos después se arremolinaban a su alrededor esperando a los rezagados. Se había situado frente a una escalera que conducía a un templo de los tres que formaban lo que él llamó la plaza central. Las piedras que los formaban estaban casi totalmente cubiertas de musgo, y las zonas superiores habían sido techadas para protegerlas del agua. Algunos, prescindiendo abiertamente de cuanto pudiera contarles, se diseminaron tratando de ver aquello por su cuenta o de conseguir buenas fotos. Pero el resto confió aún en poder sacar algo de provecho del guía y aguardaron sus explicaciones.

Paco, situado tras ella y señalando una piedra con seis muescas que formaban un hexágono, comenzó una larga disquisición acerca de la simbología maya. Pero en cierto punto de su charla, con un calor ya sofocante y una humedad crecientemente insoportable, alguien hizo una pregunta aprovechando una referencia a la ciencia astronómica maya y su gran precisión en la medida del tiempo, algo determinante para conocer los tiempos de las cosechas y los eclipses.
- Disculpe, querría saber qué fue del asunto aquel del fin del mundo según el calendario maya.
 El hombre sonrió con suficiencia y se sumergió en una prolija explicación sobre los baktunes, el calendario largo, el corto, los ciclos de cincuenta y dos años y todo lo que rodeaba al asunto. La conclusión final, que todos ya sabían en parte, fue que el día señalado no terminó el mundo, sino que “cambió la polaridad”. Afirmación ante la que uno de los viajeros, un tanto harto ya de tanta retórica hueca, repuso preguntando si se refería a la polaridad magnética, la terrestre, algún tipo de inversión eléctrica… “en fin, que ¿qué polaridad cambió ese día?” concluyó. El grupo acogió su intervención con evidentes muestras de apoyo a la cuestión y de hastío hacia el vacuo discurso del tal Paco. Ante aquello, el supuesto chamán trasunto en guía se les quedó mirando fijamente con los ojos entrecerrados, adoptando un aire pretendidamente enigmático.
- La polaridad, pues claro, hay que abrir la mente occidental y aceptar lo que uno no sabe.
Bufidos escépticos, espaldas que se volvieron hacia él y disgregación por la zona para admirar lo que algún maya de otro valor construyó hace siglos fue la respuesta final del grupo, ya harto.

El trayecto de vuelta, con una maravillosa atardecida vista desde la borda del barco volvió a conseguir hacer funcionar las cámaras en unos casos y las retinas en todos. Alguien mencionó a Monterroso.
- ¿Os acordáis del cuento de Monterroso que nos leyó el otro día Juan? El del misionero español de la época de la conquista que pretende salvarse de ser sacrificado por los mayas porque gracias a su conocimiento de Aristóteles sabía de antemano que iba a haber un eclipse. Los mayas lo sabían de sobra y lo matan igualmente, sin despeinarse. Y mientras lo hacen, recitan en letanía las fechas de los eclipses por venir. La verdad es que a uno le queda la duda de qué parte del mundo maya es la auténtica, si el charlatán este o el calendario. Menos mal que parece evidente que los del calendario son más perdurables, aunque a nosotros nos haya tocado un pelmazo. Cuando llegaron al autobús ya casi anochecía y subieron rápidamente, cansados ya y deseosos de sentarse con cierta comodidad. Paco subió el último, con una mirada entre torva y divertida.
- Bien, yo aquí me despido, espero que hayan podido disfrutar de la visita. No quiero marcharme sin antes hacerles notar que a la derecha pueden ustedes admirar lo que llamamos la cabeza del cocodrilo, que es la silueta de aquella isla, ¿la ven? Aún pueden tomar una bella foto con la luz del ocaso. Bueno… pueden intentarlo – recalcó-.



Mientras hablaba y señalaba en aquella dirección, escudriñaba en realidad las reacciones de los viajeros. Algunos miraron hacia donde les indicaba; otros, ni siquiera le concedieron aquello. Varios hicieron el intento.
- Oye, mi cámara se ha apagado ella sola, ¿qué pasa? – dijo uno de aquellos. Trató de encenderla. Lo intentó varias veces. Nada. No hubo manera.
- Anda, la mía también – repuso otro. Y otro. Y otro.

Paco giró sus ojos hacia el grupo, los clavó en ellos recorriendo toda la cabina, sonrió y, lentamente, sin darse la vuelta, mirándolos mientras retrocedía, bajó del autobpban parte del programa inicial, No estaba teniendo. vista. No quirero marcharme sin antes hacerles notar que a a su derecha, laús y se alejó.

domingo, 23 de junio de 2013

CARBONERAS. DESCUBRIENDO LAS HOGUERAS

Mis hijos acababan de terminar el colegio. Un curso más (o menos). Desde hacía un par de años tomamos la costumbre de aprovechar la última semana de Junio para irnos de playa antes de que lo hicieran las hordas urbanas. Buen clima ya, buenos precios todavía, calma, paz, todo abierto, todo luminoso, todo de verano recién estrenado.
Carboneras fue una buen elección. Un hotel estupendo, con una habitación inmensa en la que cabíamos todos y que miraba al mar de un lado y a la magnífica piscina de otro. Y a tiro de piedra del centro, un pequeño paseo de apenas cinco a diez minutos. La piscina se llevó gran parte de la atención desde el primer momento. Y, siendo pequeños ellos, más tranquila que el mar, al que, no obstante, también nos acercamos para probar el agua, la arena, la sal… en fin todo el topicazo. Manguitos, palitas, cubitos, toallas, gorras, crema por toneladas, parasol, chanclas… el equipo básico e imprescindible que desloma a todo padre disfrutante feliz de las maravillas del agua y la playa. Potitos ya no, ¿ves?. La evolución que uno cree merecer, va llegando poco a poco. Pero surgen nuevas cuestiones: las preguntas inacabables, las cosas que no convienen, el “no” conjugado en sus diversas formas…
Además, la comida era excelente, tanto allí, lugar de desayunos  inolvidables, con su zumo de naranja y sus tostadas con aceite mirando al mar, como los pesacaitos de la noche con su vinito blanco… Más topicazos, cierto.

Pero en Carboneras descubrimos tres cosas que no son cosa de todos los veranos de playa. Una fue la desaladora, cosa inmensa que solo pudimos ver de lejos y que impresiona por su tamaño, pero que no era, a ojos vistas, más que una inmensa fábrica junto al mar, algo que no me gusta, la verdad. Será muy útil y todo lo que quieras, pero…
Otra fue la visita a la playa donde se rodó el asalto a Aqaba de Lawrence de Arabia, acompañada de cierto regusto agridulce después de haber estado efectivamente en la playa de Aqaba (que se merecerá su entrada correspondiente). El el bar que allí había pudimos ver cantidad de fotos relacionadas con el rodaje, algo digno de ver y que me gustó más que aquella rambla pedregosa y desnuda que, sin beduinos, turcos y armas, es eso, una rambla seca como otras cientos de ellas. Bueno, pero está vista y alojada en la memoria.
Sin embargo, lo más bonito con mucho de aquella estancia en Carbonera fue un descubrimiento inesperado. Fue la primera noche de san Juan que mis hijos veían, con sus hogueras a lo largo de la inmensa playa, los fuegos artificiales, la gente de fiesta… Estar en la playa de noche ya les fascinó, porque para ellos playa significaba media mañana, sol y bañador, no luna y un jersey; pero mn poder tirar algo de maderales fascinmensa playa, los fuegos artificiales, la gente de fiesta...mera noche de san Juan que mis ás aún les dejó encantados poder tirar algo de madera al fuego, algo que tampoco un urbanita asocia generalmente al concepto playa, que sí se liga a la idea de demasiado calor como para pensar en hacer arder nada. 

Fue una noche clara, estrellada, iluminada por las fogatas, por la luna, por los fuegos artificiales y por una ilusión maravillosa y envidiable que, a sus papás, les hacía babear transidos. Hoy, la entonces niña ojiplática, pasará esta noche lejos, con sus amigos, en una playa del norte, entre surferos. Todo cambia, pero san Juan es san Juan. Ya se sabe, la hoguera tiene...¡qué sé yo! que sólo lo tiene la hoguera".

martes, 18 de junio de 2013

VISITANDO AL SEÑOR DE SIPÁN. CHICLAYO VALE LA PENA


Tras cruzarse uno el Atlántico y el continente hasta la costa del Pacífico, lo que quiere uno es un poco de paz. Pero el programa – y los días disponibles- marcan la vida del turista a fuego. Otro buen madrugón que añadir a la larga lista y nuevo vuelo hacia el norte. A Lambayeque y de ahí a Chiclayo.
Un aeropuerto con una sola cinta para recoger el equipaje y en el que ves cómo bajan las maletas, las cargan en una camioneta y las sueltan en el sinfín te da doble sensación: qué bien, poco visitante; qué mal, vaya guarrazo que se acaba de llevar mi maleta. Entretanto, uno se informa de que “En Lambayeque, 8 de cada 10 celulares son Movistar”. Pues qué bien. Como en casa.
Allí nos aguarda un autobús inolvidable, con unos asientos gigantescos, un pasillo por el que se podían cruzar dos personas, con reposapiés escamoteable, con espacio entre asientos que te permitía reclinar el respaldo sin molestar a nadie… y con ventanillas practicables. El sueño de un guiri curioso.

El trayecto discurre bordeando campos de maíz en distintas fases de madurez o ya recolectados, con ese aire de “después de la batalla” que incluye tierra removida, restos de ceniza de hogueras y montoneras de desechos aquí y allí, así como alguna que otra mazorca, cuando no la planta completa, escapada de la maquinaria y caída en medio del campo. Por haber había hasta bandadas de aves que a modo de las carroñeras, se enzarzaban precisamente con las mazorcas y pequeños montoncitos de grano dispersos.

Llegamos por fin a Huaca Rajada.   Huaca es un término que significa algo así como “todo lo religioso”. Cabe casi cualquier cosa en el concepto, y en este caso concreto, el motivo de que estuviera rajada parece atribuirse a algún intento de los españoles por extraer los posibles tesoros. Lo cierto es que las Huacas, entendidas de la manera más común, esto es, pirámides de adobe con funciones ceremoniales, se ofrecen al ojo inexperto como colinas de apariencia natural. La lluvia y la erosión de todo tipo, así como la extracción de material, las ha convertido, en apariencia, en elevaciones raras. Una vez dentro, la cosa cambia pero mucho.

Las profundas fosas a las que hay que bajar para ver dónde estaban las tumbas no son nada despreciables, y los ajuares, de los que allí se exponen réplicas, dan una extraña impresión. Las tumbas con grandes ajuares funerarios, sean estas, o cualquiera otras dan una sensación de aplastamiento. El palurdo que uno lleva dentro espera encontrar, a tenor de lo que los guías te han venido explicando, y de lo que has ido leyendo preparando el viaje, un cuerpo con collares. Y lo que encuentras es, obviamente, un lenguado rodeado de cuentas. Todo es plano.
Los collares no existen, las cuentas se han colado donde hubo un cuerpo y aparecen en el omoplato o han rodado más allá del hombro. Las narigueras y los pendientes están, las unas entre mandíbula y paladar, y los otros, caídos a los lados de la cabeza; los anillos, hechos un montoncito con las falanges, así como las pulseras, fueran de muñeca o de tobillo, en el mismo montoncito que los huesos de uno y otro lado; las coronas, plumas, y cualquier adorno de cabeza, suele estar en la nuca, arrugado, vencido y descolocado. Las lentejuelas del vestido y los pectorales, sobre las vértebras junto con las costillas (cuanto mayor el pectoral, mayor impresión de aplastamiento), los cinturones, desaparecidos y con la hebilla clavada en el coxis. Lo dicho, un lenguado con su guarnición.

Y la del señor de Sipán, por ser un personaje sumamente importante, poderoso y rico, hacía que del esqueleto caso sólo pudieran apreciarse un trozo del cráneo, las manos y un pequeño tramo de cada brazo y los pies. Todo lo demás quedaba laminado. Hasta tenía unas bolas en las cuencas de los ojos y una nariguera que se había mantenido en su sitio, por no hablar  del  complejísimo juego de adornos que incluía una especie de mandil de concha marina, un pectoral en forma de brazos cruzados, una especie de espinilleras o grebas, tropecientos collares y orejeras, varios frontales… Si alguna vez hicieron un ensayo del funeral, murió de asfixia, seguro.


Y alrededor, las ofrendas en sus vasijas, las osamentas de llamas, y las de los esclavos y sus esposas… Un entierro como debe ser, a la antigua usanza, vaya. El remate, no obstante, estaba en un individuo enterrado en una especie de hornacina, un par de metros por encima del resto de contertulios, en cuclillas, y al que llaman “el vigilante”. “Claro, controlando la fiestuqui” no pude evitarlo. El guía me miró mal.


viernes, 14 de junio de 2013

EL TAO DEL VIAJERO. BUENA LECTURA.

Sin razón conocida, llevo una larga temporada leyendo libros relacionados con los viajes. Mi mesilla de noche sostiene un inestable equilibrio de volúmenes por leer aún, de manera que la racha tiene visos de durar al menos hasta bien entrado el verano.
Tras Chatwin, Gellhorn, Stark y algunos otros, he leído a Theroux. Por cierto que dedica un espacio nada despreciable a Chatwin, mira tú por dónde. Ah, y el párrafo de la obra de Stark “El valle de los asesinos” (que obviamente ya tengo encargada) acerca de la soledad es… indescriptible. Leedlo.
Lo primero que debo decir es que en un arranque un tanto chovinista, me parece que ignora por completo el rico mundo de la narrativa hispánica relacionada con los viajes. Pero todos tenemos defectos.

Por lo demás me parece un libro único, magnífico y recomendable, con un buen número de frases para recordar (ojalá mi memoria de teflón lo hiciera) y otras muchas citas interesantes que han pasado a engrosar rápidamente mi ya de por si vasta lista de libros por comprar. Admito donaciones.

No voy a hacer aquí la relación completa de frases que me han gustado, pero hay alguna que no puede ser eludida. Algunos ejemplos van ahí.

- Uno de los engaños más felices y útiles sobre el viaje es que uno se encuentra en pos de algo.

Eso es, viajar es un fin en si mismo.

- En el viaje perfecto, la desconexión se vuelve una necesidad. Concéntrate en dónde estás; olvida los asuntos pendientes; no aceptes encargos; permanece incomunicado; desaparece del mapa.

Yo lo he logrado algunas veces. Quince días sin encender una televisión y sin internet sosiega mucho. Intentadlo.

- La invisibilidad, la condición normal del viajero maduro, es mucho más útil que la notoriedad.

POR ESO ESTE BLOG SE LLAMA PRESCINDIBLOG. Hay quien me hizo sentirme prescindible (todos lo somos, es bueno hacerse consciente de ello cuanto antes) y, después de las decepciones, vino la luz.

- … la primera condición para entender un país extranjero es olerlo.

¡Pero claro! La nariz, esa permanente olvidada.

- El viaje no es ninguna vacación, y  a menudo es lo opuesto al descanso.

Y tanto. Por eso los ricos se toman un descanso después de un viaje. ¡Ay, los ricos! Tú llegas en el último vuelo posible para apurar y al día siguiente vas al trabajo; otra cosa es que trabajes, pero ir, vaya si vas. ¡Mendrugo!

- No existe literatura de los viajes en avión, tampoco hay demasiados ejemplos de textos sobre una ruta en autobús; y los cruceros inspiran comentarios sociales y poco más.

Dentro de poco una de estas facetas quedará superada (risa neurótica); ¿gracias a (nueva risa, aún más neurótica e intimidatoria) quién? ¡A mí! (gritando, asintiendo y señalándome a mi mismo). Pavoroso, tú estas loco Briones.

- Al viajar, un hombre debe llevar consigo conocimientos, si con conocimientos quiere volver a casa.

Sí, hay que preparar el viaje. Para entender lo más posible.

El capítulo titulado “Se soluciona andando” es, sencillamente, indispensable. ¿Será por eso que camino tanto? Dice textualmente que “Andar es un acto espiritual; caminar solo induce a la meditación”. Indiscutible.

La descripción sobre los requisitos que debe reunir un perro para ser comestible, así como, en general, todo el capítulo dedicado a lo que se come o ha de comerse uno en ciertos viajes (nunca he llegado a esos extremos, al verdad, me sentí un turista yanqui leyéndolo, soy un blando, un paleto) es tremendo. Indigesto, diría.

Al capítulo sobre el ombligo del mundo le falta el onphalom de Delfos, que ya mencioné. Pero hombre…

Y, bueno, los sitios horribles de nombre evocador, ensoñador, mágico (Bagdad, Samarcanda…) y que no valen un ardite, a cuya lista yo añadiría alguno que otro; como la de sitios “en los que no viviría, pero no me importaría morir” y alguna otra, digna de alabanza, sin duda.


Para finalizar, la descripción que hace de Paul Bowles, que para mí desease: “Era un hombre apuesto,  y muy poco impresionable, vigilante y solitario, y conocía bien su mente. Su predisposición a la tolerancia, con unos toques de fatalismo, lo convertía en el viajero ideal”.  Ya quisiera yo tener todo eso. Me faltan… a ver… una, dos, tres… bueno, varias características, ea.