miércoles, 22 de marzo de 2017

BREVE HISTORIA DEL GANADO Y LA CARNE EN ARGENTINA

Para quienes viajan a Argentina, la carne es una de las cosas que formarán parte del itinerario con seguridad. Argentina suena, huele y sabe a carne tanto como a tangos, a Pampa, a gaucho o a Patagonia.

Y no es para menos. Según algunas estadísticas, el censo bovino argentino es actualmente de unos 40 millones de cabezas; una cifra similar a la que se estima ya hubo hacia finales del XVIII. Por comparar, y vamos a hacerlo para situarnos mejor, en España hay aproximadamente 6 millones de vacas. En ovino, la cosa está más equilibrada, 20 millones frente a unos 18. Las comparaciones se hacen, si no odiosas, sí brutalmente esclarecedoras cuando lo que se compara es el consumo per cápita: de carne vacuna, la proporción es de algo así como 10 a 1, con unos 60 Kg por persona y año frente a unos 6; en ovino y caprino es de 5 a 1, 10 Kg frente a unos 2; en carne de pollo, la proporción cae a “solo” 3 a 1 (46 Kg frente a 14); y únicamente en el consumo de cerdo ganan los carnívoros españoles, que se incrustan entre pecho y espalda unos 12 Kg por persona y año frente a unos 11 de los argentinos, en un empate nada virtual y sí muy carnal. Todo ello considerando que las sumas hacen del total unos 127 y 34 kilos de carne por persona y año. La OMS recomienda un consumo no superior a los 100 g por día, lo que elevaría la ingesta anual recomendada a unos 36,5 Kg. Estas recomendaciones son siempre discutibles, matizables, adaptables forzosamente a ciertos condicionantes económicos, sociales, culturales… lo que se quiera. Pero en Argentina se come muchísima carne. Es parte de la cultura argentina. Argentina sin asados no es Argentina.

Pero no fue siempre así. Las principales especies de ganado de abasto fueron introducidas por los españoles y pertenecen al reducido y selecto club de las especies de uso doméstico. Siguiendo a Diamond y a la FAO, de las aproximadamente 150 especies animales no carnívoras de más de 45 Kg solo unas 15 han sido domesticadas y de ellas, tan solo seis pueden encontrarse distribuidas a escala global: vacas, ovejas, cabras, cerdos, caballos y burros. A ello se suman otros de localización más restringida, como dromedarios, camellos, llamas, alpacas, renos, búfalos de agua y otros bóvidos asiáticos. Agréguense las aves, que no son más de diez especies de entre las más de 10000 existentes: gallina, pato, oca, ganso, pintada, avestruz, codorniz, pavo y alguna de menos distribución. De todas las especies domésticas principales, sólo dos camélidos, llama y alpaca, así como el cuy (el conejillo de indias) y el pavo son americanos.

Colón, en su segundo viaje de 1493 llevó consigo los primeros ejemplares de lo que sería la enormísima cabaña ganadera americana. En aquel, como en los sucesivos viajes iniciales, los animales más frecuentes fueron ovejas, cerdos y terneras, por razones obvias de espacio. Caballos y asnos, de uso militar y por tanto sujetos a un fiero control en su uso, permiso de salida y de cría, siguieron pronto. Según parece, las terneras y caballos eran más delicados frente a los avatares de la navegación. No pocos de ellos nunca llegaron a puerto. Y esa es una de las primeras incógnitas, ya que se consignaban los embarcados, pero no hay tanto control sobre los desembarcados finalmente ni sobre su supervivencia. Nos dicen los expertos que en todo caso, y ciñéndonos al ganado vacuno, las razas predominantes en el viaje lo eran también en las proximidades de la zona de embarque. Eso hace que se mencionen las razas de origen andaluz, portugués, extremeño incluso y, como aporte singular, la Palmeña canaria. Se habla por tanto del tronco ibérico, con las berrendas rojas y negras, overas, alentejanas, salineras, retintas, negras andaluzas y pocas más. De entre las ovejas, churras y merinas, parecen haber sido las más frecuentes, cosa nada sorprendente dada su abundancia relativa.

El primer destino fue siempre Santo Domingo – La Española-  y, eventualmente, otras islas caribeñas. De ahí, saltaron al continente, pero no con facilidades. Las autoridades de los puertos de llegada las consideraban, con razón, una gran riqueza, y los permisos para que el ganado viajara a otros puntos se otorgaban con cuentagotas. Incluso parecían necesarias autorizaciones reales, que supongo no se obtenían de un día para otro. Mención aparte, una vez más (y que merece todo un tratamiento propio) son las caballerías, elemento militar que acompañó a Pizarro y Cortés como es de todos sabido. El primer ganado que tocó continente lo hizo en Panamá y en Méjico. Desde el primer foco tuvo lugar la expansión hacia el sur. Del segundo parecen haberse derivado las famosísimas Longhorn tejanas, que no son otra cosa que el ganado criollo que se encontrará por todo el continente pero a las que Hollywood ha hecho singularmente conocidas.


Las rutas de expansión están bastante bien documentadas, ya que el ganado acompañó a numerosas expediciones y figura entre sus registros. Así, por resumir, de Panamá parece que el camino llevó a vacas y pastores hacia Santa María la Antigua en Colombia, a Lima y de ahí o bien por la ruta costera hacia al norte y centro de Chile o hacia Bolivia y Paraguay. Se mencionan tres partidas bien definidas: la de Núñez de Prado que llevó cabras, ovejas y vacas desde Potosí hasta Tucumán; la de Francisco de Aguirre desde Chile, que llegó hasta Santiago del Estero  con vacas y ovejas; y, finalmente la casi mítica de los hermanos Goes en 1555 con su famoso pastor Gaete, las siete vacas y el toro, desde Brasil. A esta última se acogen uruguayos y algunos argentinos como el indiscutible origen de su ganadería pero no parece ser sino una más de las muchas expediciones que llevaron consigo ganado. Porque hay que sumar a Garay, el fundador de Buenos Aires tras la intentona inicial y fracasada de Mendoza. Garay trajo ganado vacuno y ovino desde Santa Cruz de la Sierra, en Bolivia, hasta Santa Fe. Y además se encontró por el camino vacas asilvestradas y caballos cimarrones. Estos animales fueron hechos botín en lo posible, y tomados por los que liberó Irala tras el desastre del primer asentamiento de Mendoza en la zona de Parque Lezama en 1536. Hay que destacar que las misiones jesuíticas, en esta ruta, adquirieron cierta fama, entre otras cosas de mucha mayor relevancia (el arpa, la música, el trabajo organizado… sugiero leer esto con El pájaro campana como fondo musical), por la elaboración de quesos. Bueno, a lo nuestro. Termino esta breve lista de “importadores” pero falta mencionar al heroico Cabeza de Vaca. Además de un apellido muy adecuado, ya sabemos que este hombre cruzó desde Florida hasta California, con un soberbio par, pero además fue el primer afortunado europeo en conocer y dar a conocer la maravilla de las cataratas de Iguazú y, colateralmente, ya que iba de viaje, se trajo unas cuantas vacas desde Asunción. ¿Qué le costaba?


Dejemos a los conquistadores y volvamos al ganado, que es lo que nos importa. Las vacas, como los otros animales, multiplicaron muy bien. Lo cierto es que no se conoce el número exacto, pero las estimaciones hechas recientemente mediante estudios genéticos, estima en no más de 1000 animales bovinos el total de los arribados a América, de los cuales unos 150 habrían sido machos. El resto parece haber sido cosa del amor. La falta absoluta de control en los cruces y las diferentes razas originarias jugaron un papel hibridante muy beneficioso que dio como resultado una serie de variantes de lo que se denomina ganado criollo (mochos, ñatos, y otras denominaciones), cuyas pintas, capas y tipos son muy diversos. Antes de ir al aprovechamiento, solo una breve mención a las Malvinas, para que no haya quejas. Allí, el ganado vacuno fue de otro origen, francés inicialmente, atribuido nada menos que a la expedición del insigne Bouganville y luego, bondad graciosa, británico. Darwin hizo un apunte muy curioso, al indicar que la reproducción de las vacas en Malvinas era estupenda, no así la de los caballos, que no terminaban de adaptarse. Hombre de candidato a correr en Epsom a caer allí…. se te quitan las ganas, sin duda. 

El caso es que tenemos un panorama extraño en el que algunos grupos de indígenas se hacen absolutamente al caballo: desde los apaches, kiowas y otras tribus que conocemos por las películas, hasta los mapuches, tehuelches o araucanos, más de esta tierra. Y además, algunos de ellos, en particular los mapuches, acogieron al ganado ovino con gran facilidad. De las dos variantes descritas, las ovejas pampas (carne) y las criollas, estas últimas eran más laneras, y para una cultura conocedora de la llama, la lana era un bien apreciado y cuyo laboreo no tenía secretos. Esta situación cambió para la oveja a principios del XIX. La exportación de lana y la explotación de nuevas razas británicas importadas tras la independencia (Suffolk, Lincoln, pero también Merino) se convirtió en un gran negocio. Se habla de la “merinización” de la Patagonia, donde el clima es menos propicio para ciertos parásitos y facilita la cría. Según algunas fuentes, a mediados de siglo XIX, el 80% de la lana que se procesaba en Bélgica era argentina; el 50% de la tratada en Francia. Así, la cabaña ovina creció brutalmente, pasando de unos 40 millones en esas fechas iniciales hasta alcanzar la cifra récord de 75 millones hacia 1900. Fue la época de oro del ovino argentino, que se extendió hasta aproximadamente 1920. Porque poco a poco, la carne de vaca fue desplazando a la lana, pero hasta 1900, se exportó más producto ovino que bovino. 1900, año, por cierto en el que aparece en escena una de las barreras comerciales sanitarias clásicas: Fiebre Aftosa, por la que Reino Unido cerró el comercio de animales vivos y carne argentina temporalmente. 


Pero, ¿y las vacas? Pues no, las vacas no las quería nadie al principio. Según nos cuentan, desde mediados del XVI, cuando ya Garay habla de vacas asilvestradas hasta prácticamente principios del XIX la aproximación más exacta puede ser la de las grandes praderas norteamericanas plagadas de manadas de bisontes.  El ganado se reproducía y vivía sin más trabas que la de encontrar alimento y agua. Nadie les prestaba atención de tan abundantes. La razón es meramente tecnológica: no había cómo conservar tanta carne. Desde mediados del XVII hasta casi finales del XVIII, lo único que tenía valor comercial en las vacas era el cuero. Y la carne que se consumía era… ¡la lengua! Deliciosa, por cierto. Es la época de los accioneros y las vaquerías, en las que grupos de aguerridos caballistas acompañados de perros y dotados con un instrumento cuyo nombre es siniestro, el desjarretador, atacaban a los rebaños silvestres. La imagen, a mi modo de ver, es de nuevo, la de Bailando con lobos, cuando se mata a cientos de animales solo por la piel y se abandonan los cadáveres en medio de la pradera ante la mirada atónita de los indios. Pues aquí debió ser algo muy parecido. La documentación habla de decenas de miles de cueros exportados al año, principalmente a Gran Bretaña. Luego entramos al comercio entre Argentina y Gran Bretaña.

Alrededor de 1800 surge algo que se mantiene hasta hoy en día: las estancias. Las grandes haciendas ganaderas. Y surgen basadas en dos avances (llamémoslos así): la salazón y el alambrado. El valor creciente de los cueros, pero, sobre todo, la posibilidad de conservar la carne mediante salazón, y evitar así el enorme desperdicio, condujo a la creación de la industria ganadera argentina como tal. Las vacas cobraron un gran valor y había que acotar de quién era el ganado. La rascadera (un palo muy alto clavado para que las vacas pudieran frotarse contra él), el aporte de sal que tanto les gusta y el uso de esta como conservante determinaron un cambio en el paisaje pampero y patagónico. Parece haber habido llamadas de los grandes prohombres (Rosas, Dorrego…) para promover que se alambrase todo lo que se pudiera. Eso junto con la Campaña del Desierto y la liquidación de indígenas puso en marcha el “negocio de verdad”. Los británicos pusieron mucho empeño en esta incipiente industria, convirtiendo a Argentina en su granja. El tasajo argentino parece haber sido famoso entre los marineros británicos, que lo llamaban “ébano”, tanto por su color como por su textura. De hecho, se referían al ganado criollo despectivamente como “pellejo, tripas y huesos”. Claro, las razas originarias, así como los propios criollos, son animales duros, resistentes a climas ingratos, a parásitos y enfermedades infecciosas, al calor y a la sequía, pero eso hacía que su nivel de engrasamiento fuera muy escaso. Para remediarlo, y junto con las nuevas tecnologías de congelación/refrigeración y las conservas, se introdujeron razas británicas más grasas y por tanto mejores para conservar por estos métodos. Son las Angus, Shorthorn, Hereford (la otra de las películas del Oeste) o Aberdeen. Incluso Frisonas (y, ya en pleno siglo XX, las Brahma, pero eso es otra historia). Los soldados británicos de la guerra de los Boers comerían vaca argentina, y sus correajes, como sus botas, también lo eran. 


Estas carnes más grasas son más difíciles de conservar mediante la sal, así que la pareja de baile necesaria era una técnica que fuera compatible. Y había dos. En 1795 Appert ganó un concurso para proveer a los ejércitos napoleónicos de alimento no perecedero. Hacía su aparición la conserva. En 1810 Durand aporta el envase metálico. La combinación perfecta: lata y carne. Hay una anécdota curiosa acerca de este avance: la lata aparece 40 años antes que el abrelatas. ¿Es que eran tontos? No, es que a nadie se le había ocurrido el reborde saliente de la tapa. Hasta cerca de 1850, las latas se abrían a golpe de bayoneta o hasta de un disparo. Los ejércitos napoleónicos, como el británico, hicieron muy buen uso, y masivo, de esta nueva técnica milagrosa y utilísima. Perry, en su expedición al Polo Norte de 1824, dejó tras de sí latas que fueron abiertas en 1938 y eran aún comestibles. Gracias, yo ya he cenado. 
Pero tenían sus problemas: el baño térmico a 100 grados, el baño María, era válido para ciertos alimentos, pero Bacillus o Clostridium, bacterias muy resistentes, no se eliminaban con esta tecnología tan básica. Clostridium botulinum causa el botulismo que es una enfermedad mortal asociada a sus toxinas presentes en conservas no esterilizadas correctamente (y que ahora se inyectan, el Botox, qué cosas). Fueron necesarios los maestros conserveros, los autoclaves (hacia 1870) o el cloruro de calcio en baño abierto, y la estandarización de los tiempos, temperaturas y presiones lo que conllevó un desarrollo que duró años. Y hacía falta la industria paralela de la hojalata y de los autoclaves industriales.

Para entonces, entre 1850 y 1870 surgió otra alternativa: el frío. Tellier y Carré-Julien desarrollaron técnicas distintas para lograr frío a escala industrial y de forma mantenida. Dos barcos famosos, uno de nombre inequívoco, Le Frigorifique y el Paraguay, realizaron las primeras travesías con carne refrigerada y congelada. La refrigeración no servía para un viaje tan largo, así que pronto se optó por la congelación. Se menciona un banquete con la carne transportada de un lado al otro del Atlántico para agasajar a potenciales inversores y en fin, a gente importante. Fiasco, la carne no estaba buena. Enormes instalaciones con nombres como La Blanca, La Negra, la Plata, La Elisa, procesaban el ganado y lo embarcaban. Hasta se edificó una gigantesca aduana en Buenos Aires para facilitar el embarque: la aduana Taylor, cuyo nombre ya da idea de quién tenía más interés y capacidad en que hubiera facilidades. Gran negocio, grandes fortunas. Gran abuso: una vez más, la flota de barcos que transportaba esta valiosa carne, no era argentina, sino británica, en dura pugna con norteamericanos. Swift, Armour y otras empresas similares regulaban el transporte y por tanto el precio. Evadían impuestos… la historia de siempre. Aún hoy los argentinos te muestran, entre indignados, resignados o hasta incluso orgullosos, latas de marca británica, que reza Made in England pero en cuyo interior la carne es argentina. ¡Y la venden en Argentina! En fin.
Quiero mencionar otra anécdota: los curiosos viajes de matarifes a Argentina para garantizar carne Halal o Kosher (no, no viajan juntos) o de ganado transportado vivo hasta países musulmanes con igual objetivo.

Y, por último, algunas cifras imprevistas. Argentina ya no está ni en el Top Ten de los países exportadores de carne. Suena extraño ya que, como comencé, Argentina suena a carne. Pero menos que ayer. Desde 1900 hasta 1970 la producción creció por encima del 10% anual y desde entonces hasta 2000, al 7%. Siempre en ese periodo estuvo entre las cinco primeras potencias exportadores: en 1960, Argentina exportaba el 7% de la carne a escala global. Pero desde 2010 se ha dado la primera bajada de producción en la historia, y sus exportaciones han disminuido un 36% entre 2007 y 2015. Se dice pronto. 
La soja (largo asunto para explicar pero crucial en este desastre), la competencia (Uruguay, Nueva Zelanda, India, Canadá), el cambio de la moneda, el cambio de sistema productivo (los cebaderos), las decisiones comerciales del gobierno… Hay opiniones y datos, pero lo cierto es que la carne argentina tiene un panorama muy distinto hoy al de hace sólo unos años. Esperemos que cambie la tendencia. Y que lo celebremos con un asado. In situ mejor.


Charlita ofrecida a mis compañeros de viaje cerca de Comodoro Rivadavia, anocheciendo.

lunes, 13 de marzo de 2017

LAS RODILLAS DEL BANDONEONISTA



Tomaron asiento tras cambiarse de la mesa que les habían asignado a otra mejor situada e igualmente vacía.
-        ¿Por qué este tipo nos quería hacer sentar ahí detrás estando esto libre?
-        Ni idea, tal vez luego lleguen más turistas, y ya sabes que las nuestras no son las mejores propinas. No puedes competir con japoneses o americanos. O chinos. Y él no está aquí para hacer amigos.
-        Pues que le den…
Se acomodaron y echaron un vistazo en derredor. Bien centrada, relativamente lejos del escenario, pero con buena perspectiva, la mesa prometía aportar lo suyo para hacer grata la velada. Ellos pidieron unas cervezas de inmediato, ellas prefirieron ir al vino directamente. Tardaron bastante en traer las bebidas, segundo fallo. Mientras tanto, charlaron animadamente de las visitas del día.
-        A mí me ha encantado la catedral metropolitana, lo de los símbolos masones de la tumba de San Martín me ha dejado loca – afirmó Lola mientras sorbía su frío vino blanco-.  ¡Oye!, y este vino está más que potable, ¿no?
-        No está malo, no - respondió Marta- aunque a mí me gustan más dulcecitos. Pero se deja beber muy bien. Y yo prefiero el paseo de la tarde, la verdad. ¿Vosotros?
Paco y Juan ya tenían terciadas sus cervezas. Miraron de soslayo el vino. En breve, harían su propia valoración. La Patagonia estaba buena y fría, así que no tenían prisa. La saborearon lentamente una vez apagado el urgir de la sed. Paco dio su punto de vista.
-        A mí el mercadillo de San Telmo me ha parecido lo mejor. Puerto Madero, el museo de la Casa Rosada, la catedral… también, claro. Es que ha sido mucho para un día. Qué paliza. Y encima nos apuntamos a este bombardeo. Pero el mercadillo… tiene sabor. No es un monumento; no de piedra, al menos.
-        Sí, exactamente, es un monumento, pero vivo; y yo me quedo, de todo él, con el tangazo callejero que vimos en Dorrego – Juan se llevó la copa a la boca, mirándola a ella y no a sus comensales, como si no estuvieran allí.
Él siempre pontificando. Pero las cabezas asintieron. En especial Paco, que no añadió nada.
-        Es verdad, – rectificó Lola, pensativa-, el tango… Bueno, ahora veremos cuál de los dos nos gusta más – y señaló con la barbilla hacia el escenario, donde ya se percibía algún movimiento tras el telón.
La luz no muy abundante y la decoración ecléctica pero recargada daban un aire decadente muy apropiado. Un par de balcones corridos a los lados permitía, a modo de palcos, disponer minúsculos veladores en lo alto. Una gran lucernaria con cristalera en el techo paliaba un tanto la penumbra. Los arcos de ladrillo, las inevitables fotos dedicadas, una colección de discos de tangos con portadas añejas y los inmensos y repletos botelleros completaban la imagen. Las mesas, pequeñas, no daban mucho margen a la comodidad.
Pero Lola se equivocaba. Primero fue la cena. Empanadas, bife de chorizo y unos panqueques con dulce de leche. Canónica. Todos eligieron lo mismo. Finalmente, no solo el blanco cayó, sino que le siguió un tinto a base de Malbec que les dejó una sensación de sí, pero no.
-        Brindemos aunque el tinto sea áspero, que mañana no estaremos aquí.
Bien sincronizado el servicio, la gastronomía terminó y al punto comenzaron la música y el baile. Dos bandoneones con un bajo y una batería iniciaron el espectáculo. Los músicos se arrancaron con una buena dosis de virtuosismo y bastante Piazzola. Los brazos y las rodillas del solista se abrían y cerraban, subían y bajaban, se inclinaban a un lado y a otro, los dedos volaban por el teclado y encima de vez en cuando se volvía hacia su compañero, sonriendo cómplice; eso cuando no se giraba atrás y cruzaba otra mirada divertida con el contrabajista. Juan estaba fascinado, como los demás, pero él tenía una especial curiosidad por ver tocar el bandoneón. Era uno de sus instrumentos favoritos y, sin embargo, nunca lo había escuchado en directo. Terminaron una pieza y le susurró a Marta:
-        Ese tiene las rodillas mejor que yo.
-        Ya lo creo – respondió ella mientras le tomaba la mano entre las suyas, siempre suaves y siempre frías-. ¿Cómo puedes tener las manos tan calientes?
-        Gas natural –sonrió socarrón.
El escenario cambió, la orquestina retrocedió un tanto e hizo sitio para los bailarines. Comenzaron a bailar con brío, destreza y oficio. Ellas, larga la falda y la abertura para poder patalear aquí y allá cuando se precisara; ellos, traje. Claro, oscuro, tanto da; un bailarín de tango no lo parece sin él. El baile fue una sucesión de intervenciones de las distintas parejas y de intercambios entre ellas. Música instrumental inicialmente, al fin apareció en escena la cantante. Más tarde lo haría su contraparte, quedando así completo el elenco: dos cantantes, seis bailarines y cuatro músicos.
-        Es portentoso cuánta música y cuánto espectáculo con solo una docena de personas – les confió Juan a sus amigos en un descanso.
-        Sí, y la verdad es que la cantante es buena, él es más flojo, ¿no? – inquirió Lola.
-        Él no tiene ni idea, es el peor de todos. Y los bailarines son muy académicos, muy envarados, muy tiesos, ¿no os parece? A mí me han gustado mucho más los de la plaza Dorrego, que seguro que no cobran casi nada porque deben ser aprendices que salen a la calle a ganarse un dinero mientras practican. Pero ella sí. Por una cabeza lo ha bordado, y eso que es más para voz masculina. En cambio, él se ha cargado Pa Dumesnil y Margaritas sin esfuerzo.
-        Es que Paco, aquí donde lo veis, canta tangos bastante bien. Le gustan mucho y, bueno, digamos que entiende un poco, ¿verdad? – Lola le acarició la cara.
Juan le miró perplejo. No conocía su vis melómana, pero estaba totalmente de acuerdo: el cantante, de planta impresionante, eso sí, les había berreado los tangos. Pidieron algo más de vino blanco en lugar de licores o combinados y mientras se lo traían el telón volvió a abrir, esta vez solo con los músicos y la cantante.

Pero yo sé, Milonga de Gauna, Lloró como una mujer y Chau se enlazaron una tras otra a cuál mejor interpretada. Le parecía que tuviera un deje a medio camino entre Adriana Varela y Malena Muyala, una extraña mezcla. Juan se sintió incómodo a mitad de la segunda pieza. No entendía por qué. Llegado el final de la tercera y en medio de los aplausos se dio cuenta. La cantante le miraba. O eso le parecía. Siguió atento y gozoso a la intérprete, pero cada vez le era más evidente que aquellos ojos se paraban en los suyos más de la cuenta. Mucho más de la cuenta. Por un momento, temió hacer el ridículo si lo decía, pero le pudo más la vena gamberra, y al concluir, mientras se corría el telón para un nuevo cambio de escenario, lo espetó.
-        No es por nada, pero creo que he ligado.
-        Ah, ¿otra vez? Cómo no – Marta le conocía bien – ¿Y quién es ella en esta ocasión?
-        La cantante.
-        Claro, claro, te ha guiñado un ojo, ¿verdad? – condescendió ella.

Él bebió un largo trago, dudando si insistir o ceder. Y asintió. Paco y Lola le miraron, divertidos y extrañados a partes iguales. Juan asentía, con los ojos fijos en la copa y una sonrisa en los labios.
-        Estad atentos y me decís luego, ¿vale?
-        No seás boludo – le increpó Marta imitando el acento porteño.
-        Que sí, que os fijéis, coño. Solo seguidle la mirada. Y luego hablamos.
Hubo que esperar porque a continuación cantó él. Tras perpetrar a solas otras tres piezas, tuvo lugar un dúo. Interpretaron El día que me quieras y Cambalache. Y ella volvió a mirarle. Claramente.
Aplausos y nueva pausa.
-        Oye que vas a tener razón, cretino. ¿Vosotros lo habéis visto?
Paco y Lola sonreían, un tanto violentos. Él fue el primero en conceder con un gesto. Ella sólo hizo un leve movimiento vertical con la cabeza.
-        Es natural – fanfarroneó Juan-, ocurre mucho.
No podía dejar de sonreír a sus amigos.
-        Bueno, bueno, vamos a ver cómo sigue el tema, ¿eh? No te crezcas demasiado – advirtió Marta.
El telón volvió a abrirse y esta vez fue ella la reina de la escena. Les regaló los oídos con Garúa, Uno, Malena y Adiós Pampa mía. Las distintas miradas se cruzaban ajenas a la música. Juan con la cantante y con sus compañeros; y ellos entre sí cada vez que, obviamente, Juan recibía la de ella.
-        Esta tía es una descarada de narices –Marta echaba humo. - Y tú ¿qué le haces? Bueno, ¿y qué dices?
Juan estaba ya más molesto que divertido. Lola y Paco se mantenían al margen, expectantes y prudentes.
-        Hacer, lo que es hacer, nada. Decir… que me estoy empezando a cabrear, porque en lugar de disfrutar del espectáculo estoy incómodo, coño.
Marta lo miró y supo que, efectivamente, la broma había acabado. El entretenimiento también tocaba a su fin. El cantante anunció las últimas piezas y, con su pareja, se arrancaron con desigual acierto en una sucesión de voces a dúo e interpretaciones individuales. Atacaron El choclo, Mi Buenos Aires querido y la Balada para un loco. Las miradas siguieron, si bien Juan optó por cortar aquello y fijó la suya sobre el bandoneonista. Su extraño e hipnótico baile sentado, a base de rodillas acompasadas con brazos, y con giros de cabeza, le permitió obviar en parte el acoso y disfrutar de la música. Marta decidió ejercer un férreo marcaje sobre aquella mujer, y Lola, con Paco, sencillamente atendieron a la representación sin más cavilaciones.
Aplausos mantenidos, gente de pie y un excelente bis, obviamente ensayado, con La cumparsita y Volver como broche final, bajaron el telón.
-        Bueno, pues ya. Anda vámonos antes de que salga a por ti – bromeó Marta, ya un poco menos tensa.
-        Espera hasta que salgamos, que no las tengo todas conmigo.
Juan también recuperaba poco a poco el aplomo. Lola y Paco sonreían de nuevo.
-        Y, en todo caso, habréis visto que no eran figuraciones mías. El que es atractivo, es atractivo, qué le voy a hacer.
-        Ya, sí, bueno… menos lobos, que la caperucita te comía seguro.
Se incorporaron, recogieron sus cosas y avanzaron hacia las escaleras. La aparente distensión se vino abajo de repente. Entre el gentío, y ya casi alcanzada la salida, apareció ella, oteando. Les vio. Se dirigió directamente hacia ellos. Y tuvo que hacerlo esquivando a su vez las felicitaciones que unos y otros trataban infructuosamente de expresarle, porque avanzaba sin detenerse, directa a su encuentro. Finalmente, llegó a su altura y se plantó delante de Juan con una sonrisa inmensa, preciosa, encantadora. Por un instante, nadie dijo nada. En medio de la consternación de los cuatro amigos, Juan acertó a esbozarle una sonrisa, más de incomprensión que de cortesía, a la que enlazó un gesto de interrogación, subiendo los hombros y abriendo las manos levemente.
-        ¡Profesor! ¡Gusto en saludarle! Fui alumna suya cuando estudié Veterinaria. Qué sorpresa, qué gran casualidad, me encanta volver a verle. Bueno, hace siglos de aquello y hay un océano por medio, pero…



Este relato no tuvo lugar en Buenos Aires en Enero de 2017