viernes, 26 de diciembre de 2014

CHIDAMBARAM

Chidambaram está en el valle del río Kollidam, en el estado de Tamil Nadu. Llegar hasta allí desde Madrás constituyó uno de los primeros recorridos  por carretera. En fin, casi todo alrededor de Madrás fue “lo primero” en la India, pero las carreteras son un fabuloso mosaico y un espectáculo en sí mismas. Ya las veremos, vamos ahora al templo.


Chidambaram es uno de los lugares sagrados más importantes asociados a Shiva, ya que en la ciudad se encuentra uno de los cinco grandes templos dedicados a esta divinidad. Este templo está dedicado a Shiva en su forma de danzarín cósmico, es decir, a Nataraja. Nos dicen que es uno de los templos más antiguos de la India, y uno de los principales centros de peregrinación para quienes adoran a Shiva, sí, pero también a los que adoran a Vishnu, ya que hay una zona dedicada a este último. Curioso. Allí aprendimos “por primera vez” las marcas distintivas de unos y otros exhibidas en la frente y tiznadas con unas grandes piedras que uno se encuentra en los templos mismos: verticales para los vishnuístas y horizontales para los shivaístas. 


Antes de entrar ya te impresionan los gopurams, o puertas de entrada, que alcanzan alturas más que considerables y que son un verdadero “pastel” lleno de figuras policromadas. Aquí hay nueve de estas fenomenales puertas, cuatro de ellas en cada punto cardinal y a las centenas de figuras que los ocupan se suman, como veríamos en otros muchos gopurams, habitantes más activos, como monos y palomas en número atroz. Una vez dentro, no hay un solo momento en que alzar la vista no signifique dar con un nuevo ángulo de varios gopurams a la vez. Omnipresentes.


En el interior hay cinco grandes salones o shaba. El más famoso es el Kanaka Sabha (salón dorado), la zona de los rituales cotidianos, pero los otros cuatro son igualmente notorios: en el Deva sabha, hay una forma de Shiva sentado; el Natya sabha, donde Shiva bailó con Kali; el Raja sabha, con casi mil columnas que simbolizan el chakra; y finalmente el  Chit sabha, el sancta sanctorum de Nataraja. Este último es sorprendente, exento, con peldaños de plata.


Bien, el templo es tremendo y las guías pueden ampliar y corregir sin duda lo expuesto. Pero lo más llamativo, como en cualquier sitio de la India, es la gente y el ambiente. El templo es un lugar social. Allí hay peregrinos sentados descansando. Pero no unos pocos. Las inmensas explanadas y columnatas dan cobijo a cientos de ellos, que buscan la sombra, ya que el sol pica lo suyo. Familias enteras preparan su comida. Hay chavales jugando mientras sus padres charlan. Hay quinceañeras tonteando que se atribulan cuando les pides una foto. Hay filas de gente para coger agua de las fuentes. Hay olor a comida. Por haber, hay hasta basura. Bastante.


Hay, ¡ay!, sacerdotes de lungui -o como se llame la falda de los hombres- de color negro, y adornos negros, y piel negra, y ojos negros, y pelo negro y… todo negro coño, menos los dientes, que relumbran; y que te miran con una intensidad que te hace tragar saliva pensando que no estás en el lugar correcto, o que has hecho una foto indebida, o que has pasado una línea que no has visto, o que llevas la bragueta abierta en un templo sagradísimo o ¡qué sé yo! El caso es que acojonan a la Legión. Y cuando ya te has cagado y se han congregado varios de ellos mirándote de una manera que tú juzgas feroz y bajas la cámara por si acaso, y echas un pasito para atrás, y miras alrededor a ver qué puñetas has hecho mal, y quieres no ser tan guiri y ser tragado por el suelo del puto-templo-quién-me-manda-hacer-fotos-joder-ya-verás-la-hostia… como con un resorte, todos sonríen al tiempo y te piden, ¡sí, te piden¡ hacerse fotos contigo. Que se las hagas, estupendo, pero sobre todo, que te las hagas con ellos y que te dejes tú hacer fotos que ellos quieren sacarte con los móviles que deben llevar adheridos al culo, porque si no, no sé de dónde los sacan. Y te rodean, y sales en sus fotos, y se cambian para salir unos y otros, y te abrazan y se ríen, y hablas con ellos, y son encantadores. En fin. Guiris por el mundo. 



Afortunado de mí, en Chidambaram me encontré, en medio de la explanada, una pequeña pulserita que parecía ser de oro. La llevé en la mano toda la visita y, al salir, juzgué de entre la gente que había allí pidiendo limosna a quién dársela rápida e inadvertidamente y seguir camino. Una mujer vieja, enjuta y desdentada, que casi no levantaba la vista del suelo y tenía delante una pequeña escudilla casi vacía se la encontraría envuelta en el billete pequeño que eché. Le hacía más falta que a mí. Por si el karma…


martes, 23 de diciembre de 2014

ROUMELI, DE LEIGH FERMOR

Roumeli es un relato de los viajes de este singular viajero británico por la zona norte de Grecia. Así como en Mani se adentraba en los dedos del Peloponeso en un viaje más definido a un territorio, en Roumeli, los límites son más vagos, ya que la idea misma de lo que es Roumeli varía en el espacio y la época histórica desde el norte de Grecia entrando bien profundo hacia Bulgaria para replegarse luego e incluir solo las zonas al sur de la llanura de Tesalia.

La verdad es que viajar como lo describe Leigh Fermor es más una investigación etnológica que un mero viaje, por profundamente que quiera conocerse el lugar visitado. Claro, eso y una erudición que asusta (y a veces pesa) hace que leerlo sea no solo “ver” los pueblos y lugares por los que pasa, sino, y sobretodo, enterarse de la historia profunda y antigua de esos sitios. Solo así cabe imaginar cómo nos habla de los antiguos nómadas sarakatsáni, de su cultura y costumbres, permitiéndose, en sus escasas relajaciones, citar el nada amistoso aroma que despiden gracias a sus trajes, encostrados y tiesos, llenos de tanto polvo como sudor. Menudo jumele.

Pero también redescubre uno que, aunque haya estado allí, la entrada antigua a los monasterios de Meteora no era tan cómoda como lo es ahora, pese a conllevar una buena dosis de escaleras. Y el ambiente opresivo, decaído y terminal de su comunidades, ya en la época en que Leigh las visitó. Meteora se merece una atención mayor, ya se la daremos.

Uno de los núcleos del libro consiste en la distinción entre romaico y helénico, siendo la primera la parte del alma griega más rural y prosaica, lo que aquí llamaríamos la España profunda; la helénica es la parte heredera de los inalcanzables e irrepetibles clásicos, culta y elevada. ¿Nuestro siglo de oro? Pues puede, pero cuando se leen las tremendas y profundas reflexiones de Leigh sobre el alma griega, al españolito le resultan muy familiares muchas cosas. Y una  de las conclusiones que más me gustan (pág 147) es que, los pobres, nunca serán tan buenos como sus ancestros clásicos. Esa es una losa insalvable. A esa reflexión sigue otra buena parte destinada a explicar qué y cómo son los griegos, labor ardua en la que se mezclan en las debidas proporciones lo romaico y lo helénico. El cóctel es bueno, pero requiere finura en la elaboración.

Y en cuanto a los parecidos razonables entre griegos y españoles encontré tan maravillosa la reflexión del autor sobre los males del turismo que me la quedé, en parte porque coincido, claro. Describe descarnada y ajustadamente la evolución habida en las costas, desde los pueblecitos de pescadores, ignotos y anclados en la edad media, hacia los resorts y las tiendas de recuerdos. Impresionante. Verdad. Yo mantengo que las pequeñas carreteritas locales, tan incómodas y refractarias para el común de los domingueros son ya la única barrera que les queda a algunos pequeños pueblecitos para sucumbir al todo a cien, a los paletos urbanos endomingados de chándal para ir a la sierra (o al campo, en general), a las urbanizaciones ¡de adosados! en medio del monte y a perder definitivamente aquella panadería de horno de leña de verdad, aquellos bollitos, aquel pan o aquel embutido, presas todos del ansia de ampliar negocio, de vender más y de hacerlo rápido.

Bueno y de eso tenemos culpa todos los visitantes, que conste; todos queremos una caña o un vino sentaditos en una terraza, una buena comida o una compra de algo que “parezca” distinto a lo del hipermercado. Mea culpa.

En fin, regreso ya de mi particular digresión y retorno al maestro. Nos dice Leigh que el grito de guerra en las Termópilas venía a decir algo así como: “I tan i epi tas”, que viene a ser,  o tras los escudos o encima de ellos (a pie o muerto, vaya; ea, alegría). En la estatua de Leónidas que hay en el famoso paso (que es absolutamente decepcionante, como pocos sitios históricos que yo haya visitado) lo que dice es “Molon labe” que parece significar algo así como “ven y cógelas”, dirigido a Jerjes y refiriéndose a las armas. No sé si ambas son verdaderas o falsas. Bueno, pues Leigh gritaba eso con otros comensales mientras atacaban denodadamente una de esa comidas griegas que tanto atraen al que escribe: quesos de cabra, pasas, higos, aceitunas, uvas…. Productos de tierra pobre. Incluido el paximadia, que en La Mancha cambiarían probablemente por lo que llaman “la reseca”. Paximadia es un pan cocido dos veces que levaban los pastores y que para comerlo procuraban rehidratarlo un poco para hacerlo comestible. Y si no, masticar despacio y saliva. En fin, son muchas las curiosidades y rarezas que este libro nos descubre de los griegos, actuales y pasados, y no es cosa de contarlas todas, sino de leer a Leigh.


Ah, una última curiosidad, esta para sinestésicos: en griego demótico, los olores se perciben acústicamente. Dicen: “Akou tin miroudiá”, ¡Escucha este olor!

miércoles, 12 de noviembre de 2014

DESAYUNAR EN RONCESVALLES: DE LES TOASTS A LA ROLAND

Carlomagno no fue derrotado por los árabes, ni por los guerreros navarros. Ni siquiera creo que fuese vencido en los llanos de Roncesvalles ni en el paso de Ibañeta o en los alrededores de Valcarlos. La verdad histórica me ha sido revelada en directo. Carlomagno y Roldán pasaban por allí con sus tropas a la hora del desayuno. Y la cagaron.
Despertar en Roncesvalles es un privilegio. Bueno, según cómo de cerca tengas el campanario, porque si te alojas en la segunda planta de la hostería, la campana puede darte en la boca a poco que te asomes por el velux del techo. Pero las vistas son excelentes, eso sí. Los peregrinos pueden tener en este punto algo más de suerte, ya que el albergue queda debajo. Si te acercas sin ser peregrino, dos holandeses muy amables te explicarán que no es un lugar visitable, pero ya llegará el día en que me aloje allí.
Pasados los campanazos, el sufrido viajero se apresta  a buscar dónde desayunar. El hotel es una posibilidad, pero se nos antoja caro. Probemos otro sitio… ¿Otro sitio? Bueno, hay dos locales más abiertos al público, así que hay incluso dónde elegir.
En el primero donde entramos a preguntar la cosa se hizo sencilla aparentemente. Ni un cliente. En la barra, el dueño o alguien con nociones mínimas de atención al público.
- Buenos días.
- Buenos días.
-¿Puede prepararnos desayuno para ocho?
- Sí, claro.
Nos ha jodido, mejor algún cliente que ninguno, ¿no?
-¿Qué puede ser? ¿Tostadas? ¿Bollos?
- De todo.
- Ah, estupendo. Voy a avisar a los demás.
Acto seguido, y en todo momento sin otros clientes que el grupito anunciado, desembarcamos y tomamos posesión solemne del local, donde empezamos a pedirle algunas cosas:
- ¿Zumo de naranja natural?
- No, no tengo.
- Vaya… bueno, ¿y tiene leche de soja?
- No, no tengo.
Vale, exotismos no. Comprendido.
- Eh… bien, bueno, ¿unas tostadas?
Sí, ¿cuántas? ¿Mantequilla y mermelada?
- Para ocho (a ver si no somos adaptables y facilones), ¿pueden ser con tomate y aceite? (no va a ser todo fácil)
- Eh… sí, claro (ya dubitativo).
Bueno pues ocho tostadas con tomate y aceite parecían sencillas de hacer. Pero resulta que no es lo que allí se estila, y va y nos trae unas tostadas quemadas y con un chorro de tomate triturado por todo aliño. Claro, ya ves que aquello no pinta bien y le pides tomate natural. Y sin despeinarse, porque el que te las trae estaba calvo como una bombilla aunque lucía patillas de hacha, te casca medio tomate y un cuchillo para cada uno. Allá te lo prepares tú como mejor te guste. Ea. Maneras de vivir. En fin… las cosas de salir de casa. Resignadamente, nos hacemos cada uno nuestro apaño lo mejor posible y tiramos millas. Vaya decepción.
Bueno, pero como en la mili, siempre se puede estar peor. Dos noches en Roncesvalles permiten una segunda opción. A la mañana siguiente, empeñados en no hacer uso del desayuno del hotel (¡pero qué gilipollas!) tomamos la sabia decisión de probar en el otro bar. Nuevo descubrimiento de la tipología lugareña:  al patillas se suma el “melapela”.
Bar vacío. Tipo en la barra. Nosdías, nosdías.
- Queríamos desayunar.
Le subieron las pulsaciones a 40 por lo menos.
- No, no se puede. No tengo pan.
Las ocho y media de la mañana. Un bar. Lo que viene siendo hostelería. Y no sirven desayunos. Porque no, y punto, sin explicaciones. Pero, a todo esto, sin despeinarse tampoco (este tenía pelo) y sin mayores complicaciones conceptuales. No sirvo desayunos. Abro el bar a las 8 porque soy así de chulo, hostia. No es por dinero. Yo abro, otra cosa es atender al cliente, eso a mí…
¿Dónde pues? ¿Otra vez donde ayer? Ya sabemos cómo funciona, ¿no? El truco es no crear confusión, consumir sólo y únicamente lo que tiene que ofrecerte, olvídate de tus gustos o preferencias, señorito de mierda.
- Buenos días.
- Buenos días.
- Queríamos ocho desayunos. Otra vez.
- Muy bien, ¿tostadas?
- Sí.
Pues tienen que esperar, porque no me queda pan.
LA HOSTIA, ¿OFRECES TOSTADAS Y NO TIENES PAN?
Ahora mismo me lo traen. Y coge el tío y le encarga a un cliente – sería amigo, digo yo- que baje al pueblo de al lado (son 2 Km) a por seis barras de pan.
Nos miramos. ¿Esperamos? From lost to the river.
Aguardamos un rato – sentados afortunadamente- y, a no mucho tardar vemos llegar al del pan. Y cinco minutos después vuelve a  aparecer nuestro amigo el de las patillas para traernos la primeras tostadas.
- ¿Mantequilla y mermelada?
- ¿Puede ser tomate?
El tipo se desconcierta. Cruce de cables. Había dado por hecho que sólo mantequilla y mermelada cabía en nuestras estrechas mentes. Cuatro de nosotros levantamos la mano para el tomate. Nos mira. Resignado (u homicida, no sé), vuelve a la cocina. Al cabo, regresa con la puta mantequilla y la jodida mermelada para los elegidos y aceite, sal y medio tomate a repartir entre los cuatro sediciosos. Os jodáis, viene a decir.
Ya descojonados, nos miramos, nos reímos y cortamos el tomate cuidadosamente, como al microtomo y nos tomamos nuestras tostadas conveniente requemadas, aceitadas al gusto y aromatizadas exquisitamente con unas finas, qué digo, transparentes lasquitas de tomate: “De les toasts a la Roland”. Nouvelle cuisine pura y dura.

Si vais a Roncesvalles, no os equivoquéis, el desayuno del hotel no puede ser tan malo. Y si lo es, no es el peor, seguro.

lunes, 3 de noviembre de 2014

TULSA, SI PASAS POR ALLÍ...

Si vas a Calatayud… ya se sabe. Pero, ¿y si vas a Tulsa? Un momento, un momento. ¡Un-mo-men-to! ¿A qué has ido tú a Tulsa?

Tulsa es la segunda ciudad de Oklahoma, lo cual viene a equivaler a la segunda ciudad de uno de los estados marginales del “Bible belt”, el cinturón de la biblia, el centro-este del sur. Vacas, petróleo y sus bombas extractoras, cereal, reservas indias, llanuras onduladas, praderas inmensas, caballos, algunas llamas y bisontes.

Viviendo en Stillwater, que está a un tiro de piedra por el Cimarron Turnpike, a unas 70 millas, lo suyo es ir a verlo un fin de semana. Además, así conocías las riberas del río Arkansas, que no todos los días circulas con el Arkansas a tu lado, e incluso  puedes rebasar Tulsa y adentrarte un poquito en los montes Ozarks, tan bonitos. Otra vez los sobrepasamos hacia Missouri, pero eso será otra historia.

Así que fuimos varias veces. Los museos Gilcrease y Philbrook serán lo mejor de la ciudad con largura, pero con dos enanos y su parafernalia circundante (potitos, pañales, cochecitos, cambiador, biberones, empapadores, babero, mudas, la madre…) no estás para disfrutarlo, I guarantee. El “Hall of Fame” del Oeste, con sus retratos del afamado Will Rogers o los cuadros de ambiente de película, llenos de caballos, diligencias, jinetes, búfalos, coyotes, indios, casetas en medio de la nada y vastas llanuras de pradera o de roquedal son todos  realistas como un cromo, y aunque algunos son verdaderamente espectaculares e incluso admirables, todo respira el aire inconfundible de la historia de la conquista: todo lo que tiene más de cien años es historia, con mayúsculas. Valga un ardite o no. Aquello son fotos. Fotos al óleo. Muy buenas algunas, pero son un documento, más que una obra de arte. Mi modesta opinión es esta.
El Philbrook es una preciosa villa italiana perfectamente reproducida, con unos jardines que recuerdo borrosamente y con colecciones sin duda excelentes de las que casi no tengo recuerdo, probablemente debido a una mala coincidencia de arte con pañales y/o potitos. En otra vida será.
Dejados los museos, paseas el centro una vez aparcado el coche cerca del BOK Tower, una réplica pequeñita de las torres gemelas de Nueva York. Un downtown puro y duro, con decenas de oficinistas comiendo al aire libre aprovechando lo bueno del clima oklahomero y solazándose con pantagruélicos sándwiches y noodles sentados en el alcorque de un árbol para volver a sus empresas petroleras a seguir dándole al ordenata. Que tristeza de vida.
Y visitas los centros comerciales, entre ellos uno de vida al aire libre que abarca todo lo imaginable, desde alpinismo extremo hasta, cómo no, armas. Puedes preguntar, probarla, comprarla, alquilarla para probarla, te asesoran sobre munición, accesorios, maletines de transporte, armarios, engrase, leasing, lo que quieras. Y eso que Oklahoma es un sitio donde no hay tantas armas como en otros sitios. O eso nos decían. En fin.

En uno de los regresos de Tulsa a Stillwater, el coche comenzó a tironear malamente. Encontré una zona de descanso y me metí allí. El coche “murió”. No arrancaba ni a tiros. Entonces no había móviles, ni allí había un teléfono de emergencia. Paró un coche de la policía y nos vio allí con dos críos y se deshicieron en ayudarnos. Pronto vino una grúa. El alternador. Nada que hacer allí. Arriba con el coche y al mecánico, que por la mañana se haría cargo. Mike era el mecánico. Inevitable sonreír, Mike and the mechanics vino a mi mente de inmediato. Bueno, pues me subí con el de la grúa y fui charlando con él hasta Stillwater. Vaya acento, amigo. Eso sí que era el oeste profundo. Y qué aliento. Más profundo si cabe. Lo más gracioso fue cuando se enteró de que era español. “From Spain, in Europe, really?” Eeeeh, pues yes. Entusiasmo a raudales para él, cara de póker/gilipollas para mí. ¿Qué le pasa? Seguimos camino, agotados ya los pocos temas de conversación en los que el buen hombre se extendía más de dos frases, y cuando por fin dejamos el coche me señala las ruedas de su camión con gran énfasis. “Look, look at this!!!!” Unos Firestone que estaban en las puras lonas, más lisos que los de fórmula uno ocupaban la fila interior de la doble rueda. One half million miles and still working. I love them”.

Tanto Marca España y tanta leche y lleva descubierta 20 años. Ya no se hacen neumáticos como los de antes.



jueves, 23 de octubre de 2014

EL MERCADO DE FLORES DE MADRÁS (CHENNAI)

La primera vez es siempre la primera vez. Y mi primera ciudad india fue Madrás, a la que seguiré llamando así porque 1) soy un puñetero imperialista ó 2) soy un anticuado ó 3) me da la gana o bien 4) suena infinitamente más evocador y aventurero. Mézclese todo, removido, no agitado, y adelante. Y allí la primera visita fue el mercado de flores y frutas.
Madrás es un buen reflejo de lo poco que conozco de la India y de lo que parece ser: una mixtura de progreso, últimas tecnologías, centros docentes por doquier – especializados en todas las ingenierías que uno pueda imaginar- y vacas por las calles, mercados populares y populosos llenos de mugre, gente por los suelos… lo que sale en los documentales. Lo que no sale en los documentales son los olores, y ahí amigo, se marca la diferencia entre quien ha estado y quien “ha visto”. Olor a incienso, boñiga, cardamomo, plátanos putrefactos, flores pasadas y frescas, pimienta, canela, cúrcuma, currys (el curry no existe, existen los currys, son mezclas, cada uno de su padre y de su madre, desde casi dulces – casi- hasta flamígeros), humanidad, humo de diesel – negro, denso, pastoso –, humo de moto – blanco, aceitoso, ligero- y otros muchos.
Cuando nos llevaban hacia el mercado, pasamos ante las obras del metro, una obra gigantesca, casi tanto, imagino, ya que no pudimos verlo, como lo es la sede del parlamento regional. Creo que los Nuevos Ministerios de Madrid cabrían dentro holgadamente, tan descomunal es el tamaño. Todo ello rodeado de vallas que exhibían hasta el asco a dos personas, marido y mujer nos dijo el guía, que eran los Pujoles del lugar. El, ya muerto, aparecía invariablemente con una especie de fez y gafas oscuras: en las estatuas, en los carteles, en los murales… en todas partes. En muchas esquinas hay una estatua insuperablemente kitsch, dorada y pulida toda ella, refulgente, ornada con guirnaldas (lo que les gustan) y ramos de flores.
Circulas por allí entre los antiguos edificios de estilo “anglo-indio” o “anglo-sarraceno”, que significa básicamente una mezcla de la pretenciosa arquitectura victoriana con adornos de inspiración arabesca e hindú. Preciosos muchos de ellos, cierto, pero es un mezcla tan rara… ¿Cuántas veces he usado ya el término “mezcla”? Pues aún quedan…


Te sueltan en el mercado de flores y fruta y entonces es cuando empieza el verdadero espectáculo, más aún si, como ya he dicho, es tu primer baño en las multitudes indias. Las mujeres, siempre elegantes con sus saris multicolores, así que se caigan de viejas y desdentadas; y siempre sonrientes, también. Ellos también sonríen, sí, pero qué queréis que os diga, se me da una higa. Empiezas ya a ver los signos de tiza o lo que sea en sus frentes: marcas horizontales, verticales, en aspa, el punto. Cada una tiene un significado distinto como luego nos instruirían, pero allí y entonces no era más que una extraña señal. Eso sí, te adentras entre ellos sin reparo alguno. La verdad es que el ambiente es muy agradable, ninguna inquietud. Cada uno a lo suyo. Tú eres un guiri pálido, vestido raramente (para ellos, para allí), con una cámara en la mano, con gafas de sol, probablemente embadurnado en crema solar que te hace parecer una fachada a medio enjalbegar, y ellos pasan de ti o te sonríen. No hay otra. Ni una mala cara. Eso sí, las viejas te apartan vigorosa y decididamente para sobrepasarte o para cruzarse contigo sin el menor titubeo ni acritud tampoco. En semejante follón de gente con bolsas en la cabeza, cestos de fruta, bolsas inmensas, bicicletas cargadas hasta el techo si tuvieran, carros con borricos, y… de todo en un metro cuadrado, ¡coño¡, es la única manera. Te entrenas sobre la marcha y comienzas tú también a apartar simple, amable y firmemente a todo quisque que va más lento que tú o que se te cruza. O lo esquivas, pero eso es de cobardes.


Los puestos van variando según el área del mercado, pero en cada giro de la cabeza o  de los ojos te encuentras siempre una foto de premio en forma de bodegón. Bueno, más bien de naturaleza muerta y viva pero exuberante siempre. Colores y olores, eso es un mercado de frutas y verduras que se precie, y este es bueno bueno. Hay puestos con cestas llenas de pétalos, que se usan para confeccionar las guirnaldas que usan por cientos. El trabajazo que tienen deshojando cada flor y lo sonrientes que te miran cuando les haces un gesto pidiendo permiso para la foto. Y el gentío que hay en cada tienda de estas, cada uno con sus cestos delante con las flores para procesar y con los pétalos ya sueltos. Amarillos, rojos, fucsias, naranjas, azules, morados…todos, todos. Aquello era Badrian Street.


Un poco más adelante la cosa cambia: la fruta y la verdura ocupan ahora los puestos. Hay más suciedad, más rincones con la basura de las hojas pochas y los tallos recortados o las pieles de los plátanos. Hay puestos solo de betel, la hoja que tanto usaban antes (ahora ya solo la gente mayor) y que torna rojizos los dientes. No es tabaco, es betel. A veces la rellenan con la propia nuez. Además de los dientes, veréis escupitajos y manchas rojizas por las paredes y el suelo que son betel exprimido y escupido. Mmmm.


Hay puestos especializados en plátanos, hojas de plátano cortadas (las usan como plato), una sola verdura, o bien otros, mucho más vistosos, en los que se mezclan (¿cuántas van?) pepinos rarísimos, melones de formas desconocidas, naranjas, tomates, maíz, lyches y toda suerte de frutas que podría haber aprendido pero no lo hice. Ah, y los de la caña de azúcar, con su exprimidor de rodillos (como los escurridores de las lavadoras antiguas) que te preparan un vasito turbio y dulce que no me atreví a probar, la verdad. Demasiado azúcar y materia orgánica juntas. Soy atrevido, no loco. Picante, una jartá; dulces callejeros, no.



Y nada, vuelves a la Bose Road a esperar a tu transporte mientras te empujan las señoras, te pasa la vaca al lado y te empuja, pasa la moto y como te descuides, te empuja… en fin, que las flores y las frutas tienen un precio: recibir empujones. Pagadlo si podéis.