lunes, 20 de noviembre de 2017

EN GLOBO SOBRE LOS TEMPLOS DE BAGAN


Ir a Birmania implica visitar Bagan, entre otras cosas (véase el final). Lo de llamarla “la ciudad de los cuatro millones de pagodas” es una hipérbole, obviamente. Pero hay muchísimas, dicen que más de cinco mil. Tampoco sé si es cierto, pero sí que es un inmenso llano jalonado por estupas, la mayoría de ladrillo rojo con doradas agujas apuntando al cielo. Solo algunas, como la de Ananda, son blancas. Probablemente la más famosa es la de Shwezigon, dorada y a la que se atribuye el privilegio de alojar una clavícula y un diente de Buda. Como en tantas ocasiones, si se juntaran todas las reliquias atribuidas al santo hombre, daría como para reconstruirlo varias veces.

Contemplar la puesta de sol desde una de estas estupas o pagodas completas forma parte del “qué hacer” en Bagán. En todo el mundo, las puestas de sol son una oferta turística masiva que las desvirtúa y encanalla. Admirar una puesta de sol es una cosa, y si es en medio de un bosque de estupas, desde una pirámide maya, junto al oasis de Siwa o asomado a las terrazas de Santorini, mejor, pero de ahí a compartirlo – y discutirlo, y casi pelearlo- con cientos de otros ansiosos, la cosa pierde todo el encanto. Lo que no pierdes, a poco que tengas algún resto de sensibilidad, es la sensación de que no es eso, no es eso a lo que venías.

Lo cierto es que desde lo alto de las mayores pagodas de Bagán, la vista se pierde en la lejanía, la puesta de sol, es, pese a la nutrida vecindad, verdaderamente extraordinaria, y no puedes contar cuántas estupas asoman por encima de los bosquecillos. Si además prestas algo más de atención, puedes ver que las polvaredas entre los árboles resultan ser los rebaños de vacas y los carros de bueyes de vuelta al pueblo; es la hora de acabar la jornada.  



Pero no basta. Siempre queremos más. Y la oportunidad de ver aquello desde el aire, en un globo, era demasiado tentadora como para no aprovecharla. El madrugón es épico, pero te despiertas rápidamente cuando hace su aparición un pequeño y anciano autobús británico de principios de los 50 para recogerte. El morro chato, el motor junto al conductor, un enorme radiador, faros redondos, los asientos de madera, el volante debería ser de baquelita (al menos está a la derecha, obviamente), pero Mitsubishi parece haber proporcionado un sustituto al original, una palanca de cambios larguísima y vibrante, decenas de ventanillas abatibles, cromados, gruesos repintados, algo de óxido, rojo carruaje combinado con blanco crema, y un sonido de motor cascado. Precioso.


Es de noche aún. El recorrido me recuerda al libro de Emma Larkin “Historias secretas de Birmania” y su visita a Katha buscando restos del paso de Orwell. Katha es la verdadera Kyauktada de “Los días de Birmania”, la primera novela del británico, basada en su experiencia como policía colonial. Es la vida real, lo puestos de los mercados están preparándose para cuando salga el sol, las esteras sacudiéndose, los fuegos reactivándose, algunas motos y furgonetas poniéndose en marcha… Un nuevo día comienza.

Llegamos al fin al punto de partida. Una explanada flanqueada por árboles y en la que a prudente distancia unos de otros, hay unos cuantos globos sobre el suelo, con las barquillas tumbadas de lado. Buscan quien pueda traducir las instrucciones al español –me toca-, y nos dan una breve charla de cinco minutos sobre las limitaciones para tomar parte –aparentemente, todos cumplimos- cómo comportarse para subir, navegar y, sobre todo, aterrizar, el momento verdaderamente delicado. Traduzco. Los quemadores se ponen en marcha mientras nos reparten un café caliente. Se agradece. Y acercarse al enorme Bunsen, también. El ruido es intimidatorio, transmite una tremenda sensación de fuerza. Y emite una llama que asusta. En quince minutos, los globos están verticales, como las cestas, que han sido amarradas a los distintos autobuses que nos han llevado hasta allí y a algún tractor, menos pintoresco.



Nos dan la orden de abordaje (siempre he querido decir esto) y nos encaramamos por las ranuras de la barquilla, situándonos en los alveolos que tiene la cesta para el pasaje. Cuatro por cuadrante más el piloto, un inglés llamado John, locuaz y simpático. Alguno tiene problemas al subir, aquello es estrecho. Risas nerviosas, miradas hacia los otros globos, llamaradas intermitentes y mucha expectación. La tripulación de tierra nos despide al fin y, por estricto orden, los globos parten uno tras otro.



El ruido del quemador ya es rutina y no se percibe como sensación relevante. El despegue es suave, ni una sacudida, nada. Solo notas que los árboles van quedando a la altura de tus ojos primero, y abajo después. Pero es que entonces puedes alargar la mirada más allá de aquellos. Y es fascinante.

 


Una densa bruma lo cubre casi todo, mezcla de humo que no consigue remontar, procedente de las innumerables hogueras esparcidas en cada casa y algo de niebla matutina, ya que hace frío pero hay una alta humedad. Entremedias asoman los árboles más altos y las puntas de las estupas más próximas. La escuadrilla de globos (unos veinte) a distintas alturas, pero aún bastante bajos todos, empieza a recibir una tenue luz. El sol ya comienza a lucir.



Los clics de las cámaras no cesan. Algunos globos se acercan demasiado a otros, a juicio de una pasajera. El piloto se ríe cuando se lo traduzco. “Oh, bueno, tenemos un seguro, ¿sabes?” Bondad graciosa, es una respuesta verdaderamente británica. Qué grande el tipo. Nos miramos, pícaros, cuando le cuento su respuesta a la compañera inquieta, que rebufa.




Las fumatas suben hasta cierta altura y allí el humo se hace horizontal. Nosotros, poco a poco, superamos esa cota y vislumbramos más allá aún. Cada vez vemos más templos en la lejanía. Los globos se espacian poco a poco. El sol cobra más fuerza. Comienzan las fotos en la propia barquilla. Otras se fijan en la formación, unos globos son amarillos, otros verdes, otros rojos. El cielo ha pasado de gris a cobre y dorado, pero estos comienzan a ceder ante el azul. No se sabe a qué atender. Uno llega a bloquearse.



Salimos de zona habitada, lo cual nos proporciona al fin la vista diáfana del suelo, sus campos, sus casas, los animales, y los templos. El río Irawady también se nos hace visible. Sobrevolamos algunos de los templos principales, alguno destaca al ser todo blanco, con su enorme cúpula dorada rodeada por otras cuatro rojas. Pero es que todo está tachonado de estupas, templos y pagodas de distintos tamaños, casi todos de ladrillo, pero con algunos destellos dorados y blancos que atraen la vista sin remedio. Es abrumador.


Llega un punto en el que comienza a repetirse un tanto el escenario, y aunque impresionante, la novedad ha pasado. Finalmente, pasamos sobre nuestro hotel. Es la señal de que vamos a aterrizar. Se guardan las cámaras, se encoge uno, se agarra y se prepara para un posible impacto. Pero es poca cosa. Hasta en eso tenemos suerte.



Y la traca final vale también la pena. El “desayuno del globero” es algo que aprendimos en otro vuelo, frustrado, pero que parece ser internacional. Aquel tuvo ibéricos extremeños y este champán, croissants y fruta con chocolate. Este tuvo, además, la satisfacción de un vuelo excelente, y de un regreso en el viejo autobús, a plena luz, levantando polvo entre las pagodas. Solo faltó que me hubieran dejado conducirlo.

domingo, 24 de septiembre de 2017

SUZDAL. PAULUS, CAMPANAS, FRESCOS, MONASTERIOS, KREMLIN Y CHOCOLATE



A 250 kilómetros de Moscú, y pasado Vladimir, se llega a esta pequeña ciudad. En su día fue muy importante, y capital de un Principado hasta quedar bajo el dominio de Moscú.



La plaza porticada donde se disponen las tiendas es enorme y sosa. Al fondo, la iglesia de la Resurrección está sola e imponente. En cambio, los pórticos, típicos de la zona, albergan distintos comercios que son un perfecto retrato del cambio. Interesantísimo recorrerlos. Restaurantes muy afrancesados y con un toque chic, comparten pared con tiendas totalmente soviéticas. En unos, la decoración pretende conjuntar un comedor provenzal con una agradable dacha; en las otras, los escaparates parecen salidos de un museo o de la versión rusa del “Cuéntame”. Fundas de ganchillo, batas guateadas, cojines de enormes flores y vestidos de película de la Segunda Guerra Mundial. Y mientras otros locales están cerrados a cal y canto, señal de la poca vida que por ahora tiene aquello, otros están en obras o acaban de abrir, y son perfectamente equivalentes a los de cualquier centro comercial occidental. Todo se mueve.

 

Hablando de Segunda Guerra Mundial, el Monasterio de San Eufemio Redentor formó parte del sistema Gulag. Nos dicen que hubo aquí un buen número de prisioneros italianos, y que, de hecho, hay muchas tumbas (unas 600 nos dicen, no las vimos) y un pequeño monumento. Quien estuvo aquí una temporada fue Friedrich (sin Von) Paulus, el mariscal que perdió con su Sexto Ejército en Stalingrado. Era general, pero cuando ya fue evidente que ni Goering con su Luftwaffe ni Von Kleist con sus panzer podrían salvarlos, Hitler lo nombró mariscal. No era una distinción. “Ningún mariscal alemán ha caído nunca prisionero” era el mensaje. Pero no se suicidó. Y de hecho, después de su cautiverio vivió en la República Democrática Alemana, con un cierto activismo. La guía nos explicó que en un grupo que visitaba los maravillosos frescos de la capilla, que en su día fue celda, un anciano alemán les contaba a sus compañeros cómo vivían allí los prisioneros: él lo había sido.




Hoy es una visita preciosa, con un campanero que nos deleitó tocando a las doce en punto desde un clavijero con el que manejaba con pies y manos no menos de 15 campanas. Los frescos, que Paulus y sus compañeros no debieron apreciar tanto como nosotros, son tremendos. Allí dentro, tres monjes cantan a capella para los visitantes y venden sus grabaciones. Una sonoridad excelente les ayuda mucho. Fuera, un jardín a base de plantas aromáticas y medicinales relaja y contrasta con las inmensas murallas que rodean el monasterio y que sin duda fue razón de su uso penitenciario. Como para saltárselas.

La iglesia de Boris y Gleb tiene un valor más histórico que monumental. Queda poco de lo original gracias a los mongoles, pero las bases de los muros corresponden a la época dorada de la zona. Aún tiene frescos del XII, algunos paños del muro de caliza de la iglesia primitiva y un “ónfalos”, piedra circular, achatada, desde la que el oficiante llevaba a cabo ciertas partes del rito. Bueno, y una cruz labrada en la piedra con una cara asomando por una especie de ojal que aparentemente es nada menos que Adán. Cosa extraña, Rusia.


El Kremlin, famoso, y con unas cúpulas azules que quitan el hipo, es otra de las visitas obligadas. La Iglesia de la Natividad de la Virgen tiene unas puertas de latón labrado y una imagen de Cristo en mica que no hay que perderse. Tampoco los radiadores, descomunales y abundantes, ni el suelo de piezas de hierro bajo las cuales había (o hay) un sistema de calefacción a base de tubos de agua caliente. No es para menos. A la salida, hay restaurantitos de caza al turista y no debe dejarse de lado el talud, el terraplén medieval que hace de muralla pobre, pero que permite buenas vistas del conjunto.

El museo de construcción en madera es un complejo muy curioso en el que han reunido varios edificios hechos entera y únicamente en madera – ni un clavo, nos aseguran-, procedentes de la zona. Hay iglesias, molinos, viviendas, tiendas, almacenes… es una visita muy entretenida, siempre que no coincidas con una horda de chinos. Para descansar, recomiendo hacerlo a la sombra de los abedules que hay en el jardín, algunos son dobles, dan suerte, o triples, mucha suerte. Elegimos uno triple. Y no hay que perderse los ventanales de algunas casas: madera labrada, visillo de ganchillo blanco, flores coloridas… un cuadro. A la salida encontraréis un mercadillo. Además de los profesionales, que ofrecen lo que en todas partes, encontraréis alguna mujer vestida de campesina rusa que ofrece hortalizas y las transporta en un cochecito de niño. De foto.

 
 



Además de probar el chocolate, del que en la zona había fábricas históricas y al parecer, famosas, sugiero subirse a la torre del campanario de la Iglesia de la Deposición del Manto de la Virgen (Jesús, qué nombres tienen). Cuesta subir, la escalera está descuidada (pero mucho), las palomas son encantadoras y su digestivo funciona, pero arriba hay premio. Puede contemplarse toda la ciudad, el río y un sinnúmero de cúpulas. De verdad, imposible contarlas.