lunes, 2 de diciembre de 2019

JAPÓN Y LA CARNE DE BALLENA


La cultura ballenera japonesa es ancestral y se remonta más de mil años. La reciente decisión de volver a capturar ballenas suena extraña, innecesaria e incluso arbitraria a organizaciones internacionales de conservación y gobiernos, que se oponen a ello firmemente. Pero, en realidad, si se estudia un poco más en profundidad, la cultura ballenera japonesa incluye no solo la captura, el procesado y el consumo de los productos obtenidos de la ballena, sino también una sólida estructura social y cultural asociada a esta actividad, convirtiéndola en algo muy profundamente enraizado en el acervo cultural de los japoneses. Tradicionalmente, las ballenas eran tenidas como deidades (manifestaciones del dios Ebisu, que proporciona las riquezas del mar) y en muchos puertos balleneros existían tronos y altares dedicados a ellas (Kujira Jinja).

Los japoneses utilizan los productos de la ballena de una forma tan extensa y variada que se aleja en mucho de las tradiciones occidentales. En particular, la variedad de usos y presentaciones de las diferentes piezas de carne – y su empleo como obsequio-, el uso culinario de la grasa (mientras que en occidente este era prácticamente el único producto aprovechado, y no con fines alimentarios) e incluso la casquería, así como una cierta ritualidad en la práctica de la captura y el consumo, definen un panorama mucho más intricado y rico para la relación de los japoneses con las ballenas. Las empresas dedicadas a su aprovechamiento obtenían por tanto mucha mayor rentabilidad de cada animal. Obtenían productos de alto valor, en cantidad abundante y muy apreciados, en lugar de limitarse a producir aceite de uso industrial en fétidas factorías, cuyo valor nunca sería comparable al de un gigantesco suministro de caros platos de delicatesen. Por tanto, es esta refinada manera de cocinar la carne y otros productos de la ballena la que promueve la continuidad de esta discutida costumbre.


Las formas ancestrales de captura se llevaban a cabo principalmente en las zonas costeras del sur de Japón. Es particularmente famosa la localidad de Taji, en Wakayama, donde se creó la técnica de varias embarcaciones actuando en equipo, los arpones de mano y, finalmente, las redes similares a las almadrabas del atún.

Esta modalidad implicaba establecer atalayas de avistamiento en lo alto de los cabos de la costa, que se comunicaban mediante banderas u hogueras; donde no los había, destacaban barcos a modo de oteadores. Esto reduce las capturas a aquellos animales que viajan por aguas costeras. Una vez avistada la presa en las cercanías, la flota entera se ponía en marcha. Lo siguiente era arrinconar a la ballena hacia la costa con una flotilla unida por una red, y exigía una fuerte inversión en términos de número de barcos y marineros especializados. Implicaba, entre otras cosas, bucear bajo los animales para tender maromas que impidieran que se hundiese, que algún valiente se subiera al lomo para practicar un orificio junto al espiráculo y pasar una soga con la que remolcarla, y todo ello precedido de un apuntillamiento con una espada especialmente diseñada para ello.



Estas flotillas se desplazaban de una localidad a otra y pagaban a las comunidades donde operaban. El laborioso faenado del animal se hacía en sus puertos o playas, impidiendo otras actividades. Pero en realidad, era una bendición. Pagaban un tributo a los señores feudales locales o bien repartían parte de lo obtenido con la población local en forma de carne, aceite, etc. Pero, sobre todo, contrataban trabajadores locales para tejer redes nuevas (se hacían cada temporada), calafatear y reparar o sustituir algunos los barcos, necesitaban carpinteros, toneleros, herreros, carniceros, etc. Y traían a especialistas de otras partes. Se estima que más de 500 personas tomaban parte en cada base ballenera de este tipo en las distintas tareas. Además, compraban suministros (sal, madera, comida, alojamiento…). La actividad traía riqueza al lugar elegido para la temporada, que iba cambiando de año en año. Era un esfuerzo que excedía el ámbito local, de ahí el dicho de que “una ballena enriquece a siete pueblos”. En España existieron los “atalayeros” para la pesca de costa, al modo descrito. Recuérdese también la tradición de balleneros vascos en Terranova.

Desde la aparición de los barcos de vapor y los cañones arponeros, a finales del XIX, cambió radicalmente este sistema “reactivo” por otros más activos, tanto de alta mar como de cabotaje. Se buscaba a las ballenas, no se las esperaba. La escala se hizo muy superior, con tándems formados por ágiles barcos cañoneros y enormes barcos factoría en los que se procesaba íntegramente el animal. En otras ocasiones el cañonero faenaba de manera sucinta al animal los productos (carne, piel, huesos, grasa) se manipulaban en otras embarcaciones especializadas, que lo transportaban hasta puerto o bien lo procesaban in situ (barcos dotados con hervidores, hornos, salmuera, congeladores, etc.).



Esta industrialización supuso un aumento drástico en la capacidad de captura. A finales de la Segunda Guerra Mundial, la tremenda escasez alimentaria que golpeó al Japón derrotado determinó que las autoridades americanas impulsaran el aumento de las capturas para proveer de proteína barata y accesible a una gran población. Hasta mediados de la década de 1950, en torno al 45% de la proteína de la dieta japonesa era de ballena. El pico de consumo se alcanzó en 1962, con 226000 toneladas de carne que suponían aproximadamente el 30% de la ingesta proteica (ese año se estima que se capturaron 66000 ballenas en todo el mundo). Después, la cantidad fue mermando por cuestiones culturales y, especialmente, al verse reemplazada por otras carnes importadas al aumentar la capacidad adquisitiva japonesa. Para cuando en 1986 se instauró la moratoria a nivel mundial, Japón “solo” consumía unas 15000 toneladas.

Como anécdota, los japoneses pensaban que la intención del comodoro Perry cuando atracó en la bahía de Tokio (entonces Edo) era en realidad establecer una base ballenera americana.

TODO EXCEPTO SU VOZ

Hay un proverbio que dice algo así como que “nada se desaprovecha de una ballena excepto su voz”, lo que nos resultará familiar respecto al cerdo, del que “se aprovecha todo menos los andares”.

Tradicionalmente, la carne se separaba del hueso, se cortaba en bloques y se enfriaba tan rápidamente como fuera posible -actualmente se congela- para ser consumida en fresco, o bien se fileteaban hasta grosores de unos 3 cm y se metían en salmuera (la piel se procesaba prácticamente igual). La carne de la cola (onomi) es especialmente apreciada, y se deshuesaba y se manejaba con un cuidado exquisito. Los huesos se cortaban (con motosierras cuando las hubo) y se trituraban para usarlos como fertilizante; a veces el tuétano se usaba igualmente como alimento o para obtener la grasa. Los tendones podían emplearse como cuerdas para instrumentos musicales, raquetas de tenis o, más antiguamente, para arcos y ballestas. Las ballenas se utilizaban en artesanía y sastrería como piezas para, por ejemplo, marionetas, plectros o para las famosas fajas y corsés. Las vísceras, como intestinos, corazón, hígado y riñones solían hervirse o salazonarse para consumo humano, pero si no había lugar a ello, acompañaban a los huesos para ser hervidos y convertirse en fertilizante. Finalmente, la grasa -casi el único aprovechamiento en occidente- se cortaba en bloques de unos 30 cm de grosor, se hervía y se utilizaba, entre otros muchos usos, para fabricar velas, como lubricante, como combustible, en la fabricación de pinturas e incluso como ¡insecticida!

La carne de ballena es muy alimenticia: para conseguir la misma cantidad de proteínas habría que consumir doble cantidad de carne de vaca, y casi tres veces la de cerdo; y el contenido graso es mucho más bajo. Incluso la leche, en japonés “yubarta”, es muy nutritiva, con el 50% de grasa y 13% de proteínas, comparada con la de vaca que contiene 4 % y 3 % respectivamente. En Japón la carne de ballena se llama “kujira” (antes se llamaba “isana” que significa “pez valiente”) y aún existen en Japón restaurantes dedicados, de forma exclusiva, a la venta de platos confeccionados con carne de ballena. Se puede consumir en “sashimi” o carpaccio: filetes de carne cruda aliñada al gusto, con aceite, ajo, con mayonesa, o lechuga. También se puede preparar al vapor, frita, a la parrilla, como “sushi” verduras y arroz; se vendía congelada o enlatada en los supermercados.



En España, la única tradición de consumo de carne de ballena la encontramos en la costa cantábrica, donde se consumía fresca, se ahumaba, se adobaba, o se conservaba en salmuera (en este caso se llamaba “pasta” y había que desalarlo como el bacalao). Se dice que su sabor se parece al de hígado, pero más fuerte, con una textura de carne de vacuno nada tierna. Fue más apreciada por los franceses a donde se exportaba y de donde se conocen algunas recetas utilizadas en la embajada de Francia en Madrid a principios del siglo XX: aletas de ballena a la marinera, filetes de ballena estofados, a la veranda, fricandó de ballena, sesos de ballena en salsa o fiambre de ballena. En un libro de recetas de Bardají (La cocina de ellas, 1935) se avisa de que la carne de ballena es roja, oscura, fibrosa y con una grasa similar al tocino.

En cuanto a las enfermedades zoonóticas que las ballenas pueden transmitir, lo cierto es que hay muy pocas referencias y varias de ellas tiene como sesgo el referirse al consumo y manejo de ballenas varadas y, por tanto, probablemente enfermas: existe así la descripción de algún caso de botulismo. Desde el punto de vista de transmisión alimentaria a través de la carne de ballena, Trichinella spp., Toxoplasma gondii, Salmonella y Leptospira spp. son los patógenos más frecuentes. El faenado de las canales se ha asociado a infecciones por Mycoplasma spp. Parapoxvirus y Mycobacterium spp. Y, por último, el procesado de la carne presenta puntos críticos respecto a contaminaciones cruzadas
Pero, sobre todo, la patología humana más a menudo asociada con ballenas es una enfermedad profesional llamada en inglés “seal finger” o “whaler finger” consistente en una erisipela en la zona interdigital causada por Erysipelothrix rhusiopathiae.

VÍNCULOS SOCIALES

El uso integral de la ballena y el aprovechamiento completo de cuanto ofrece ha marcado tradicionalmente una gran diferencia entre las culturas balleneras japonesa y occidental. Entre otras muchas facetas, a los trabajadores especializados en el desollado y descuartizamiento se les tiene en muy alta estima, ya que de su habilidad depende el mayor valor de las piezas más apreciadas por los consumidores. Y, para reforzar esta precisión y exquisitez, ellos mismos eran remunerados en parte en especie. Esta carne “salarial” a su vez se convertía en elemento esencial de una fuerte estructura social mediante el regalo de porciones como muestra de afecto y respeto, que se extendía además fuera de la comunidad ballenera, reforzando los lazos con la población no dedicada a esta actividad. Estas tripulaciones (en los barcos) y cuadrillas (en las factorías de costa) altamente especializadas tienen además fuertes vínculos sociales y familiares ya que el reclutamiento tiene lugar por lo general en pueblos con larga tradición ballenera y hay familias y sagas completas dedicadas a tareas concretas dentro de la actividad ballenera. De hecho, en el pasado, el arponero era quien reclutaba familiares y pobladores de su propia villa, y aún hoy en día sigue habiendo cierto agrupamiento de carácter gremial. Trasladado a las modernas compañías que operan los barcos balleneros, se mantienen vínculos sociales y un fuerte sentimiento de pertenencia muy propios de la cultura japonesa, como asociaciones de antiguos trabajadores, boletines de noticias, talleres formativos, canciones, salas sociales y rituales “corporativos”. Como ejemplo, los trabajadores de cierta compañía acostumbraban a realizar una peregrinación en grupo por diversos templos y altares antes y después de una salida al mar. Durante ésta, sus esposas la repetían cada mes rogando por la integridad y el éxito de los marineros.

HOY

Parece lógico esperar entonces que en el Japón actual aún haya un gran consumo de carne de ballena. Pero dista mucho de ser así. El consumo de carne de ballena ronda los 40 gramos al año por persona. El equivalente a una loncha.

La carne de ballena aparece esporádicamente en los menús escolares, y la industria ha tratado de incentivar el consumo, especialmente entre los niños y, sobre todo, en la población de más edad. Los ancianos la perciben como el sabor de la carne de su infancia (tras la segunda guerra mundial era la principal), les recuerda su juventud y consideran comer carne de ballena como una tradición que ha de mantenerse. Las múltiples formas de presentación y preparación y el ritual que la rodean se mantienen más como un símbolo -especialmente en las zonas de actividad ballenera tradicional- que como una actividad económica amplia o rentable. Lo cierto es que apenas la consumen.

En cambio, la presión externa para impedir la caza y, por tanto, el uso de la carne de ballena ha despertado un cierto espíritu de rebelión frente a lo que se toma como una injerencia extranjera en los modos y costumbres tradicionales. Un ataque a la cultura japonesa.  ¿Quiénes son estos extranjeros para decirnos lo que no debemos o podemos comer? En consecuencia, si bien el consumo real es mínimo, casi testimonial, más de dos tercios de los japoneses están a favor de la captura de ballenas. Es un asunto de prestigio y de orgullo.

De hecho, el consumo ritual, el turismo a antiguas atalayas de avistamiento (con hogueras y señales de humo incluidas) o a los templos y altares donde se reverencia a las ballenas capturadas o se pide protección, festivales, bailes y artesanía son costumbres aún presentes en las zonas tradicionales de cultura ballenera (Taiji y alrededores en la península de Kumodo). Pero no hay una proyección en la población general más allá de la reivindicación cultural.

Salvo que se produzca un drástico e improbable cambio en las políticas de conservación de la naturaleza, y de la protección a las ballenas en particular, parece que la cultura ballenera japonesa está abocada a ir desapareciendo paulatinamente, como ha ocurrido en otras zonas. Se convertirá, probablemente, en una actividad residual o en un recuerdo asociado al folklore, como ha sucedido en todo el mundo con otras tradiciones asociadas a la caza ritual o a los espectáculos con animales.

martes, 17 de septiembre de 2019

VASCO DE GAMA, DE SINES A COCHIN (¿Y LISBOA?)




Recomiendo mucho el fabuloso libro de Roger Crowley El mar sin fin, que recoge magistralmente los trabajos, personajes, actitudes y valor de los grandes navegantes portugueses del siglo XV e inicios del XVI, cuando Portugal y España (Castilla más bien) estaban a la cabeza de Europa y del Mundo.

Portugal, guiado por reyes cultos y de valía (Juan II, Manuel I), apostó por las ciencias y las artes, en particular por las de aplicación marinera, para competir con las todopoderosas ciudades-estado italianas, especialmente Génova y Venecia, que, con cierta connivencia con los reinos musulmanes (cosa harto prohibida por los Papas), monopolizaban el comercio de especias. Y decidieron buscar una ruta alternativa, buscando el misterioso e inexplorado confín sur de África para así llegar a las Indias. En todo esto compitieron con los españoles, que apostaron por la otra vía, la oeste, pero lo hicieron un tanto a remolque. Fueron los portugueses los primeros en adoptar como cuestión de estado la búsqueda de una ruta propia a las Indias. Ese comercio les haría poderosos.


De los grandes logros de los navegantes portugueses hay cumplidísima información y un relato vibrante en la líneas de Crowley, pero la lectura del libro en Sines y el recuerdo de los Jerónimos y de Cochín, me sirven para centrarme en Vasco de Gama. No es esto una biografía, que fue larga y densa, pero el resumen podría ser que el amigo era de armas tomar. La masacre del Miri, un barco sarraceno que hizo arder con sus ocupantes dentro, o sus cañoneos inmisericordes de plazas africanas e indias para infundir temor a sus gobernantes de cara a las negociaciones no fueron una broma. Los portugueses se ganaron fama de crueles a lo largo de la ruta. Ilustrativa es la tortura llamada “merdimboca” que no precisa aclaraciones. Vasco fue el primero en llegar a la India, en concreto a la antigua Calicut (hoy Khozikode, a donde yo llegué en uno de esos trenes indios...) y a Cochín (hoy Kochi). Los múltiples avatares, negociaciones, amenazas, luchas y acuerdos con los gobiernos locales merecen la lectura del libro. 


Pero sin haber prestado aún atención a la figura de de Gama, me llamó la atención, como siempre, encontrar en Cochin (ver Reliquias de Madrás y Goa) una iglesia plenamente portuguesa, como las que podemos encontrar en toda la península ibérica, pero a miles de kilómetros. De ella se dice que es probablemente la más antigua de Asia, en donde se encuentra la primera, y probablemente la única tumba auténtica de Vasco de Gama: una discretísima lápida, rodeada de una escueta cerca donde reposó el navegante, víctima aparente de la malaria. 



Cochin es famosa por haber sido un enorme centro comercial, ya desde antes de la llegada de los portugueses y que rivalizaba con Malaka, en la costa malaya, como uno de los principales puertos de las especias orientales. Allí quedan, como pálidas señas de aquella grandeza, las redes de pesca chinas, las casas de los comerciantes de origen chino, los edificios coloniales europeos (portugueses, holandeses, británicos) y hasta una preciosísima sinagoga. Y por haber albergado los restos de Vasco de Gama.




Pero un imperio que se precie no puede dejar a sus héroes por ahí enterrados (sonrisas). Los Jerónimos, en Lisboa, parecían lugar adecuado a tal personaje (no fueron tan considerados con el verdadero hacedor del imperio portugués, Alfonso de Albuquerque, que murió en Goa, pero esa es otra historia). Los Jerónimos albergan la tumba oficial, impresionante y refinada, al estilo manuelino que nada tiene de sobrio. Pero aunque hay dudas sobre si allí reposa verdaderamente Vasco de Gama, no es mi asunto. Visitarla es obligado y merece toda admiración como obra de arte, haya quien haya dentro.

Y por último, Sines, su pueblo. Un pueblo marinero que ha recibido la “bendición” de un gran puerto mercante, supongo que como un homenaje actualizado a nuestros tiempos dedicado al gran navegante. El puerto original, de hecho, apenas si se puede reconocer. Pero la zona vieja aún puede pasearse muy a gusto, con restaurantes donde comer muy bien, con un estupendo museo de arte contemporáneo y con una casita que presume en una placa de haber sido la vivienda de Vasco de Gama. El castillo ofrece una supuesta casa natal considerando que su padre fue alcaide de la fortaleza y, sobre todo, a su costado hay una impresionante estatua mirando hacia el mar, dando una potente estampa.






En fin, que Vasco de Gama costeó África occidental, dobló el Cabo de las Tormentas (Buena Esperanza, pero eso es posterior), recorrió la costa de África oriental pero, sobre todo, dio el salto, a expensas de los monzones, hasta la India. Y lo hizo el primero.

PS: es apócrifa probablemente (las fechas ofrecen dudas), pero hay una inscripción en el monte Popa de Birmania (ver) según la cual Vasco de Gama donó veinte dólares. 


viernes, 30 de agosto de 2019

EL PUERTO DE PELUSIO. PESTE, GATOS Y RATAS.



La actual Tel el Farama, es una ciudad anodina situada muy cerca del canal de Suez, que le da vida pero no belleza. El norte de la península del Sinaí es una zona deprimida y áspera, nada atractiva para el turista.

Sin embargo, en la antigüedad esta ciudad fue un importantísimo núcleo comercial y de comunicaciones, intersección de rutas terrestres y marítimas que enlazaban Egipto con Siria y con la costa oriental mediterránea. De entre sus varios nombres, el que más conocemos es el de Pelusio, Pelusium (latín) o Pelousion (griego), del que nos dicen que significa casi literalmente “la cenagosa”, ya que en tiempos históricos era el punto final de uno de los tres brazos principales del Nilo, generando una zona pantanosa y llena de lodos excelentes para la agricultura.


La visita de la antigua ciudad no es gran cosa, ya que las excavaciones no ofrecen atractivos comparables a otros lugares del norte de Egipto. Apenas los restos de un teatro romano y una gran área de muretes bajos que perfilan lo que fue la traza urbana. Y lo de ir escoltados ya casi se da por hecho y no impresiona. Llegar hasta allí desde el otro lado del canal es un camino largo, recto y aburrido. Entonces, ¿por qué visitarlo?


Pues porque fue muy importante. Aquí desembarcó, cerca del 333 a.C., el mismísimo Alejandro Magno en el inicio de su conquista de Egipto, y desde Pelusio inició el viaje que le llevó al oasis de Siwa a consultar el oráculo de Amón (y, ya de paso, a fundar Alejandría). Su cuerpo, parece ser, llegó también aquí doce años más tarde. Este es uno de los lugares donde aún se le busca.

Pero, en realidad, Pelusio es más conocida por dos sucesos asociados con los animales y cuyas fechas se parecen.

La primera es la batalla que tuvo lugar aquí entre el faraón Psomético III y el rey persa Cambises II. Sí, el del ejército perdido precisamente cerca del oasis de Siwa, del que se dice -y se discute- que se han hallado algunos restos recientemente. Pelusio fue una batalla legendaria, porque cuentan que en ella se usaron los gatos como arma. No sería correcto llamarlo guerra biológica sino, mas bien, psicológica y hasta religiosa. En fin, suena a cuento, pero se dice que el persa, viendo difícil la toma de la ciudad, decidió usar a los gatos, animales sagrados para los egipcios, como escudos y como bombas. Las diosas Bastet y Sekhmet se representan con las dos caras felinas: la primera es el gato cariñoso; la segunda, una leona feroz. Los soldados difícilmente agredirían a la imagen de un gato y menos a un gato vivo. Al grano: Cambises pintó en las corazas y escudos de sus soldados imágenes de gatos, de tal forma que a los combatientes egipcios les creara un conflicto religioso y moral atacarlos. Incluso usó gatos vivos atados a las corazas. Además, perros, ibis y algunos otros animales considerados sagrados, fueron dispuestos en vanguardia para impedir que los arqueros egipcios se emplearan a fondo en la brega. Y, ya el colmo, como la muralla les era inaccesible pese a todas estas ingeniosas estratagemas, lanzó gatos con las catapultas para infundir terror en la tropa enemiga al ver a sus sacrosantos animalitos tan vapuleados. En fin, que los egipcios perdieron Pelusio en el 525 a.C., Cambises tomó luego Menfis y envió a su ejército hacia Siwa con un resultado menos exitoso. Suena todo a gato encerrado, pero es lo que puede leerse acerca de la batalla de Pelusio.

Menos conocida es la participación de Pelusio en la primera gran epidemia conocida de Peste bubónica: la plaga de Justiniano. Iniciada en torno al 540 d.C. en esta ciudad, luego alcanzaría casi todo el imperio y, especialmente, Constantinopla, donde hasta el emperador que le da nombre enfermó. Su mujer, la emperadora Teodora, le guardó el reino con mano de hierro hasta que milagrosamente, cómo si no, el emperador se recuperó. El famoso general Belisario fue uno de los represaliados por haber conspirado mientas Justiniano y media población lidiaban con las bubas, la fiebre y el pánico.

La peste bubónica -asiática ella en origen- se propagó al Mediterráneo desde Pelusio, que actuó como primer gran foco conocido, aunque se estima que llegó hasta allí desde Etiopía. Lo que sucede es que la Peste bubónica tiene como gran portador a la rata, animal que también llegó al mediterráneo desde Asia a través de los barcos y puertos asociados al comercio romano con la India, la fuente del pigmentum (pimienta) y otras especias valiosísimas. Un puerto como Pelusio, lleno de grano destinado a Roma y Constantinopla, era el sueño de una rata. Bueno, y de un millar, no vamos a ir al detalle.

De la plaga de Justiniano hay muchísima información, ya que devastó el imperio. Se dice que no había suficientes vivos para enterrar a los muertos. Pero no hay que olvidar que llegó desde un puerto insignificante en donde las ratas y los gatos fueron muy importantes. Las ratas, seguro; los gatos…

lunes, 3 de junio de 2019

PRESENTACIÓN DE CÓLQUIDA, DOCE DÍAS

El pasado día 29, en la Biblioteca Municipal de Pozuelo de Alarcón "Miguel de Cervantes", tuvo lugar la presentación de mi novela Cólquida, doce días.
Acudieron más de 120 personas, entre las que se encontraban compañeros de muchos viajes, de la Facultad de Veterinaria y del Centro de Vigilancia Sanitaria (VISAVET) de la Universidad Complutense de Madrid, del Centro de Investigación de Sanidad Animal del INIA, amigos, antiguos compañeros y familiares.
Elena Cánovas, profesora especialista en Cultura griega, gran viajera y oradora, tuvo la amabilidad de presentarme.
Hablamos de mitos, de argonautas, de autobuses, de hoteles, de yacimientos, de música (¡Ay, Repetto!), de literatura, de leyendas, de museos, de comida...

Pero sobre todo, hablamos de viajes, hechos y por hacer.

Agotamos las existencias de libros, pero no las de vino, así que no estuvo del todo mal.

Gracias a todos por venir.