lunes, 25 de marzo de 2013

LLEGADA A SIWA



Uno de los platos fuertes de un viaje siguiendo los pasos de Alejandro en Egipto es Siwa. En concreto, el oráculo de Amón.
Pero la llegada a la ciudad, si te hacen pasar por el centro al atardecer, tiene un aire nada alejandrino, ni tampoco amónico y mucho menos cuaternario. Tira al terciario más bien.
La fortaleza medieval, vista desde fuera (y luego desde dentro) es fantasmagórica, pero en la primera impresión es un tanto decepcionante, toda ella roída y desdentada, sirva el juego de palabras. Es una especie de “skyline” de muros medio derruidos, apuntalados aquí y allá, incrustados por algunos agujeros que fueron ventanas, puertas o terrazas. Supongo que la poca luz y el cansancio influían.

La plaza desde la que se puede entrar en la ciudadela, merece más la atención a primera vista. Es cuadrangular y tiene una zona central casi despejada excepto por unos pocos árboles raquíticos. A su alrededor, a la caída de la tarde, concita casi toda la vida que el lugar puede ofrecer. Hay más tiendas para turistas que artesanos de verdad, pero eso era de esperar; en las callejas inmediatas y en los extremos, la cosa es más como uno cree que serán estos sitios a tenor de lo que dicen las guías. Pero sí, hay aún cafetines de narguila, tiendecitas minúsculas con productos a granel, tabaco, fruta, dátiles…
Sin embargo, a la tarde al menos, lo que llama la atención son los numerosos todoterrenos allí aparcados y que se ofrecen en alquiler para dar una vuelta por el desierto al día siguiente. Con conductor, ojo. Conductores que tienen más aspecto de dominar un camello que un turbodiésel, pero así están las cosas. El romanticismo pasó ya. El aspecto es de camellero pero como veríamos más adelante, sacan aquellos bichos de cualquier sitio; o, mejor dicho, no los meten por donde no se debe. Allí pueden apalabrarse para las excursiones pero es además el taller de pequeños –o no tan pequeños, a juzgar por la mucha grasa de la acera- ajustes, intercambio ruedas, piezas, bidones. Allí también hay un considerable ruido de conversaciones, así que, como tantas plazas centrales, es igualmente el lugar del cambio de impresiones y hasta de clientes sin que estos se enteren de la misa la media probablemente.
En cuanto a los vehículos, todos ellos eran, sin excepción, japoneses veteranos (casi todos Toyotas) de más de diez años, largos, grandes, de poco plástico, menos llantas de aluminio y ningún navegador; y sí en cambio de mucha baca con más de una rueda de repuesto y bidones;  y sólidos parachoques de buen acero. Trasporte recio y serio para el desierto, nada de “parisdakares”. Los probaremos.

Caída la noche, y tomada posesión de la habitación del hotel, los paseantes suelen internarse por la ciudadela, que ahora es más impresionante que antes lo era lúgubre gracias a un alumbrado espectacular. La cosa cambia, verdad sea dicha. Es un bonito paseo culminado, eso sí, con una experiencia religiosa en forma de cerveza. La cerveza peor servida de mi vida, y es mucho decir, que llevo varias trasegadas. Hice hasta una foto para no olvidarla, cosa innecesaria porque es difícil hacerlo. Mal comienzo: cerveza sin alcohol. En Egipto hay alcohol allí donde hay guiris, pero no en Siwa. O nosotros no la encontramos. Sea, venga esa cerveza sin alcohol. Lo cierto es que el camarero no debía haber servido muchas porque la trajo del tiempo. Del tiempo de allí; como un caldo, vaya. De la prestigiosa marca Birell, nunca más vista a Dios gracias. Creo que era checa. El vaso era de esos que tienen unas florecitas decorando. Digno del Cuéntame. De aquellos, sí. Y, en el paroxismo final, el camarero tuvo la atención de regresar y, al tiempo que nos ofrecía un hielo que rechazamos entre condescendientes y consternados, depositó sendas pajitas de plástico en nuestros vasos. Un cuadro en vez de una caña, ea.


Al día siguiente veríamos muchas cosas, pero terminar el largo viaje hasta allí con aquella cerveza…

martes, 19 de marzo de 2013

HACIA SIWA. ALAMEIN Y MARSA MATRUH


Llegar hasta Siwa tiene su mérito. Vale la pena, aunque es larga. Es larga vayas desde donde vayas porque Siwa está a tomar viento (caliente, del desierto) de cualquier sitio habitado. Más de trescientos kilómetros desde Marsa Matruh al norte y por encima de cuatrocientos desde el oasis de Al Bahriya al oeste. Del sur ni hablamos. El resto del trayecto es, y está, desierto. Desierto del bueno. Pero antes, había que dejar atrás la civilización.

La carretera costera que sale de Alejandría pronto se convirtió en una larguísima fila de urbanizaciones de vacaciones a lo largo de toda la costa, todas ellas con su alminar bien alto y visible y su entrada con arco triunfal. Que se noten tanto la devoción como el poderío. No sé quiénes serán los usuarios, supongo que alejandrinos adinerados, aunque presumo que algún que otro nostálgico occidental debe poder comprarse un apartamento cercano a un escenario histórico; eso sí, dotado con comodidades y sol asegurado a muy buen precio y en una zona aún no masificada. Por poco tiempo me temo.

Cerca de Marsa Matruh, y para abrir boca en semejante viaje, un desvío señala El Alamein. Un paisaje desabrido aquel. Qué lugar tan poco apetecible. Algo más allá pueden visitarse los cementerios de la batalla. Uno de la Commonwealth, con la gente del Octavo Ejército de Montgomery, las ratas del desierto; otro con los muertos de los Cuerpos de Infantería italiana, en forma de torre; y la tercera, como un gran castillo octogonal, de los alemanes del Afrika Korps. La entrada del de la Commonwealth está cruzada por una fosa anti tanque que aún perdura. Larga, se pierde la vista a uno y otro lado. Los escépticos me decían que aquello no podía ser un foso anti-tanque. Menos mal que otro aficionado a los vestigios vino a ayudarme. “De libro, ¿eh?” dijo. Y lo era. Parte de ella estaba cavada en pura roca. Lo que debió costar hacerla.
Del cementerio de británicos, neozelandeses y australianos, decir que para quienes hayan estado en Normandía, la imagen es familiar, salvo que los verdes camposantos atlánticos con sus largas filas de estelas blancas dejan aquí sitio a lápidas parecidas pero separadas por arena y tierra, dando a todo el tono ocre y polvoriento del lugar, por más que los encargados de cuidarlo se esfuercen en tener algún que otro arriate que dé una pizca de otro color al sitio. Bueno, ese fue “su” terreno. Nombre, grado, fechas y símbolo religioso. Cruces, estrellas de David, incluso alguna media luna y muchas sin ninguna adscripción religiosa y el nombre más repetido entre los soldados caídos: Unknown.

Marsa Matruh es una ciudad desangelada con carros tirados por burros, callejuelas feúchas que vienen a dar a la avenida principal que es en realidad la carretera, y cuyos bordillos, pintados alternativamente en blanco y azulón quieren también, inútilmente, darle otro aire que el ceniciento del polvo y la arena. La entrada tiene un bulevar central con filas de adelfas y unas farolas recargadísimas – así como victorianas- que me parecieron fuera de lugar, y más combinadas como estaban con otras farolas de las de autopista pintadas del mismo azul que los bordillos. Aquí y allá, pequeños grupitos de dromedarios muy oscuros pastando en zonas que, inexplicablemente, tenían una hierbecita rala. Habría agua por allí, digo yo.

Todo tenía un aspecto como a medio hacer, con escombro aquí y allá, las casas hechas con bloques blanquecinos, más claros que el cemento y por supuesto raramente pintadas o enfoscadas. Como alternativas, algo de adobe viejo, claramente ya en desuso, o ladrillo. Piedra, menos. Ropa tendida de esa que presenta un tono amoratado general, rejas oxidadas y grupos de hombres sentados en las escasísimas sombras, viendo pasar el no menos escaso tráfico. Un sitio mortecino.

Desde la ciudad de Marsa Matruh, entonces tan esencial para el aprovisionamiento de tropas y que me resultó tan insulsa, giramos hacia el sur, adentrándonos en el desierto. Cruzamos una vía cuya rectitud se pierde a lo lejos (¿será también de cuando la guerra?) por la que circula un tren con vagones de plataforma. Unos kilómetros – pocos- más allá la carretera comienza a dejar de serlo para convertirse casi definitivamente en pista muy poco más adelante. Cada cruce con uno de los decididos camiones mercedes de color naranja que vienen cargados de grava parece un juego de “a ver quién se aparta antes”. Seguido además del no menos estimulante del “a ver quién ve algo” entre la monumental polvareda. Nuestro conductor no parece novato y mantiene la posición sin pestañear. Nosotros sí pestañeamos, y blanqueamos los nudillos, de hecho. Tragar, poco, todo está seco. Menos mal que la carretera es recta como una regla y que nadie circula justo detrás de otro porque moriría bajo (no, bajo, no; dentro) del polvazo. Pero no ver nada durante unos larguísimos segundos mientras el marcador señala más de cien por hora tiene su miga. Siempre consuela saber que el otro se ha llevado lo suyo también.


Al principio, un verdadero erial, feo y medio habitado, se ve salpicado de cuando en cuando por unas naves semicilíndricas a cuyos alrededores pacen (pero, si no se ve más que una pelusilla verde) rebaños de ovejas negruzcas y algún que otro dromedario. Hay unas pequeñas matitas aquí y allá que evidentemente no deben ser comestibles porque si no… ya no estarían allí. Algunas casitas en grupos de cuatro o cinco aparecen también en lontananza, así como torres de alta tensión.

Por fin, llega un momento en que ni eso, y salvo la pista/carretera y algún que otro control policial, no se ve animal o persona alguna. Y el tráfico casi cesa. Tres horas después de dejar Marsa Matruh, y dos en medio de la nada llegas a Siwa. La nada es la nada. Un desierto sin dunas ni altura alguna. Puro llano, más pedregoso que arenoso, removido aquí y allá en la cercanía de la carretera sin que pueda saber para qué. El resto, un horizonte ocre, lejano y plano. Que me place. Los pensamientos vuelan. Buen trayecto, pero será mejor el de vuelta.

viernes, 8 de marzo de 2013

TAORMINA



Taormina fue lo primero que vi de Sicilia. Y como primer plato, fue un entrante fuerte. Muy sustancioso.

Viajábamos en autobús, que no podía subir al centro de la ciudad y sus estrechas callecitas, por lo que nos tuvimos que repartir en unos minibuses – navetas- para acceder a la zona central desde la base del promontorio sobre el que está la ciudad. La subida, con unas revueltas que para qué, ya tuvo su miga. Pero cuando llegar arriba del todo y caminas, en primera instancia, hacia el teatro griego, aún no eres realmente consciente de lo que te aguarda. Hasta ahí ha sido un divertido vaivén en unos trastos incómodos.

La entrada al teatro es estupenda, cierto. Lo haces por un lateral, por lo que la orquesta, el proscenio y la escena propiamente dicha quedan a tu derecha. Desde allí ves también la grada que queda a tu izquierda y al frente. Bien. Pero un teatro griego. Habiendo visto algún otro o incluso alguno romano – los puristas me perdonen- tampoco es para tanto. Hasta que te fijas y ves que mucha gente sube la grada hasta arriba del todo y se quedan allí. Y hacen fotos. Allí hay algo que merece la pena, seguro. Y subes, no sin esfuerzo.

Si a medio camino te detienes y te vuelves, pues… ya está. Pero si no cedes a la tentación o a tus pulmones y rodillas, y llegas del tirón arriba del todo, darse la vuelta es un postal que se te queda grabada para siempre. Porque  tras la escena se abre la bahía (de ¿Noxos?) y, si tienes suerte y el día es claro, hacia tierra adentro se asoma el Etna. Según nos contaba gente que sabe, y que hemos ido viendo luego en sucesivos teatros griegos, la escenografía natural, el fondo del escenario paisajístico era del gusto griego clásico. Gracias a ello tienen unas vistas tan espectaculares muchos de ellos, y el de Taormina es uno de los más emblemáticos. Luego, los romanos, esos nuevos ricos del clasicismo, metieron la pared como fondo tal como puede verse en Mérida, pero antes, cuando los griegos marcaban los gustos, la vista alcanzaba el paisaje tras los actores.
Y este era un paisaje impresionante, la verdad. Toma foto y foto. Porque, además de la bahía, la ciudad misma de Taormina se ve desde allí arriba si te asomas desde el escenario o lo rodeas por detrás y alcanzas la balconada que queda justo por debajo. Y hablando de bajar, hay que hacerlo, y conocer la ciudad. Aparte de las muchas historias y visitantes ilustres de los que pueden encontrarse gran cantidad de referencias, el mero paseo por sus calles es precioso por si mismo. Hasta para un paleto desinformado, aquello tiene encanto. Lo de que el tren llegara hasta la orilla opuesta y convirtiera Taormina en la puerta de entrada a toda Sicilia, las celebridades que se alojaron en sus villas (hasta alguna cabeza coronada) y el ambiente tan “cool”, pleno de artistas y famosos no es de extrañar, pero eso no es lo que tú ves. Tú ves unas callecitas preciosas llenas de puestos de fruta que son verdaderos bodegones. ¡Qué limones, inmensos como un balón de rugby y amarillos que deslumbraban; y qué tomates, rojos como no he visto otros; y qué naranjas sanguinas, casi tan rojas como los tomates! 


Y de tiendas de antigüedades (y de “antigüedades”) ahora transmutadas en su mayor parte en tiendas para turista. Pero aún queda alguna en las callejuelas laterales en las que si entras el dueño te muge y resopla, más que darte la bienvenida, y en las que la capa de polvo del género permitiría datarlo, como hacía Sherlock Holmes.
También hay balcones llenos de tiestos rebosantes y maceteros por doquier. Flores, muchas flores. Y sus colores y sus olores. Y, para terminar con los colores, muchos puestos de helados.

Ah, y lo de las guías: palacios, iglesias, jardines. También interesantes, pero menos.