miércoles, 13 de abril de 2016

OCÉANOS DE TIEMPO EN SAN TELMO

Empiezo este escrito en el café Plaza Dorrego. Sitio tanguero, antiguo, serio, decorado a base de rayajos y grafiti de los clientes que cubren las antiguas maderas de mesas, sillas, paredes, columnas, mostrador y cualquier superficie de ese material. Nombres, fechas, comentarios, corazoncitos, de todo.

Al entrar, suena Gardel. Maravilloso inicio. Pero de repente, zas, ocurre lo imprevisto (y eso que en realidad era bien previsible, esto es Buenos Aires, ¿no?) y se te amontonan las sensaciones. Manda huevos. Suena "Por una cabeza". No me jodas, hombre. Estoy asomado a la plaza, ahora tranquila pero que se atesta de gente y antigüedades por las tardes y los fines de semana.   Hay una sombrerería y quiero entrar. Pero vengo a pie y hay que dosificarse. Tiempo para un café que Gardel y su tango hacen nostálgico. Más aún tras lo de anoche.

 


Me acosté agotado tras un día de trabajo intenso y una larga caminata vespertina con fase nocturna que pretendió ser reconfortante pero lo fue solo en lo espiritual; los pies no lo entendían así.  Mis pasos me llevaron por Recoleta, el barrio de porteros uniformados y porteros automáticos de latón bruñido, de embajadas y bufetes de postín y de jardines esmerados. Allí, al final de la Avenida Alvear y sus tiendas y casas de lujo, llegué a su cementerio, donde visité a Bioy Casares, y eso que me costó encontrarlo. También a Evita, pero esa era fácil, no había más que seguir a la gente. Las tumbas y panteones ofrecen toda la panoplia de acabados, originalidad, horterada, pretenciosidad o delicadeza, así como estados de conservación dispares. Me llamó la atención que en algunos, los féretros están al aire, sin más que un altar encima.



Luego pasé ante la casa donde pretendidamente vivió Bustos Domecq; allí una placa con los nombres del propio Bioy y de Jorge Luis Borges así lo atestiguan. La placa contiene además una frase de reconocimiento de JLB a su amigo y maestro. Llegué luego hasta la plaza San Martín, con su preciosa torre y las vistas. De allí bajé por Florida y sus tiendas, sin perderme las Galerías Florida ni el antiguo edificio de Harrods; tampoco las parejas de bailarines callejeros que ofrecen tango humilde. Torcí por Corrientes y sus teatros rutilantes y concurridos y concluí con una cena tardía en Terraza, esquina con 9 de Julio, junto al Obelisco. Terminé charlando con el de la mesa de al lado, tipo locuaz. Devastado, llegué finalmente al hotel y ya en la cama, casi inconsciente, leí con los ojos entreabiertos una frase admonitoria en los subtítulos de una película de vampiros: "he cruzado océanos de tiempo hasta encontrarte". Ignoraba el origen de la expresión, para mí tan íntima, pero además yo la conocía en tiempo futuro. Cruzaré. Lo archivé en algún rincón de la mente y caí dormido.


Y hoy, después de los océanos de tiempo, Gardel y Por una cabeza. Demasiadas coincidencias. Hay cosas que regresan cuando menos se espera y te atrapan bajo de defensas. Cansado física y mentalmente, un golpe en la memoria te sacude y te embarga. Ya suena otro tango pero la atmósfera que me envuelve sugerente me mantiene, como una bailarina férrea y suave, en la evocación. Bandoneones, acento porteño en el camarero y el dueño, tiendas de antigüedades que ofrecen baúles de Louis Vuitton junto a zapatos de baile, materas en la mano y termos bajo el brazo, dulce de leche, alfajores, gaseosas... Suena Adiós muchachos. Tengo que irme o esto irá a peor. Quiero ir a Boca, una vez vista la maravillosa plaza de San Telmo y su mercado, la calle Defensa y sus almonedas. Eso después de haber bajado Bolívar y ver San Ignacio y la Manzana de las luces, que no valen mucho pero hay que verlas. Ahora saldré, pero no sin hacer mi grafiti: Cruzaré océanos de tiempo. Hala, a caminar.


La Boca. Caminito es una calle de turistas, llena de tiendas de souvenirs y restaurantes. Sus casas pintadas de colores chillones son la guinda colorida y contrapuesta a un camino que he hecho por Irala, junto a La Bombonera. Zona inquietante, pobre, arrabalera, de casas de chapa oxidada, talleres clausurados y locales cerrados, aceras irregulares y algún encuentro poco tranquilizador. Mucho perro suelto y mucho atado (todo Buenos Aires tiene muchos perros, de ambas clases). He dado con un paseador profesional que llevaba unos diez y le he preguntado qué cómo lo hace. "Yo soy el alfa, es fácil" responde con una sonrisa. 
 

Ya entiendo algunas cosas de barras bravas, aficiones separadas por clase social más que por equipos y otra serie de consideraciones. Es un barrio muy humilde. En La Boca, he comprado algún recuerdo y he preguntado por un lugar donde comer en el que yo fuera el único turista. Y me han indicado bien. Puerto Viejo se llama. Me ha recordado a Ponto Final en Lisboa. Hay que ser un poco aguerrido para llegar allí. Sales de Caminito y giras dejando el puerto a tu izquierda, cruzas una zona nada atractiva y despoblada, adoquinada de madera (nunca vi tal pavimento en otro sitio, ¿será teca?) y allí está. Me siento en la terraza, y, es verdad, no hay ni un turista, a pesar de que no estoy a más de 150 metros del batiburrillo. No es que yo sea más listo, pero indudablemente valoro algunas cosas de otra manera. Entraña y morrón (así llaman al pimiento rojo asado) con mucho ajo. Hoy no ligo, seguro.

 

Paseo de nuevo Caminito y Garibaldi, y, aparte de las casas pintadas de fulgor, bellas y peculiares, lo demás es atrezzo. Fotografío algunas ventanas. Parejas de danzantes de tango que cobran por una foto, o por hacértela con ella o con él según tú seas, sombreros como el de Gardel (he comprado uno, pero en una casa seria, en Dorrego) y todo el cuero y derivados que pueda uno imaginar, así como los imanes de la nevera, camisetas de Maradona y del Papa, de la selección y del Boca... En fin, visto y registrado.


Regreso por Almirante Brown y Parque Lezama. Barrio obrero, no hay duda. Gente recia cruza su mirada con el lechuguino trasplantado que camina con los ojos, oídos y ollares muy abiertos atento a todo.


Recalo para una cerveza reparadora de nuevo en Plaza Dorrego y me reciben incrédulos. Ocupo la misma mesa. Allí está mi grafiti.
- ¿Caminó hasta Boca?
- Así es. Ya sabe, los turistas somos bastante idiotas. Ayer estuve en Recoleta, visitando a Bioy Casares. Caminé desde el Obelisco. Y vi la Floralis generica.


El dueño ya se ríe de mí. Me indica una foto.
-    Acá estuvieron Borges y Sábato, ¿quiere tomarla?
-    ¡Claro!
Y fotografío la histórica foto.

Subo Defensa de nuevo, es tan bonita... Bueno, bonita no, pero sí interesante. Ahora está muy poblada y todo está abierto. Qué cambio. Qué de antigüedades, de tiendas de diseño, de centros culturales, la escuela de cine, qué de ambiente. Llego a Plaza de Mayo y, pasando de nuevo junto al campamento de los veteranos de la guerra de Las Malvinas, miro de reojo a la Casa Rosada una última vez y regreso hacia el Obelisco. Saludo al camarero del Terraza, pero no le aclaro que hoy no iré. Llego al hotel roto; casi veinte kilómetros caminados hoy. Avisan al remis (un taxi-furgoneta) que me llevará al aeropuerto con un tráfico atroz y de allí, tras trece horas de vuelo más sus esperas, regresaré al día a día.


Y el lunes, a trabajar, que llevo una semana fuera y parecerá que el paseo de dos tardes ganadas al sueño y un vuelo tardío para arañar alguna hora extra a costa de acortar el fin de semana han sido unas vacaciones tremendas. Un informe extenso e intenso tratará de hacer comprender lo contrario.