sábado, 31 de enero de 2015

SHWEDAGON: LA PAGODA TOTAL

Amanecemos en Rangún (Yangon) en nuestro último día en Birmania. El programa contiene para hoy uno de los platos fuertes de cualquier viaje a estas tierras: la fabulosa pagoda de Shwedagon.

Lo cierto es que tras diez días recorriendo el país tenemos ya un cierto hartazgo y podemos contar por miles  - y no es una forma de hablar- las pagodas y los budas vistos (ya hablaremos de Bagán y de la cueva de Shwe Oo Min), así que nos mostramos un tanto escépticos, pero pronto se nos pasará.

Ayer por la tarde, sin tiempo para visitarla por dentro, acudimos a la puerta oeste para ver desde allí la puñetera puesta de sol. En Birmania, cualquier sitio es  pretendidamente especial para ver al sol caer, y esta sobreexplotación del artículo “ver la puesta de sol en…” llega al ridículo en mas de un caso. Aquí la excusa es poder ver los brillos ocres del crepúsculo sobre la dorada estupa. Vale, se acepta. Pero ocurrió que, como en tantas visitas, la estupa está, precisamente coincidiendo con la nuestra, en obras, reparación, mantenimiento… yo qué sé. El caso es que está casi completamente cubierta: hasta la mitad por unas esterillas a las que muy consideradamente han pintado de dorado; ya casi hasta la punta, por un andamiaje a base de bambú. Lo único visible libre, es el cuarto final. Así que reflejos dorados, algunos. Pero magia, lo que se dice magia, poca.
 
El andamio y el extremo de la estupa
Poca hasta que, casi a punto de tirar la toalla y conformarnos con admirar los dos leones/dragones (chinthe es el término exacto) de la entrada que miden casi nueve metros de alto, la magia apareció en el cielo. Una ingente nube de murciélagos, suponemos que procedentes de los árboles del parque cercano a la pagoda, comenzó a brotar como un chorro inagotable, sorteando a uno y otro lado la aguja de la entrada. Pasaban sobre nosotros y seguían hacia donde el sol acababa de esconderse, o más bien suponemos , hacia zonas de encharcamiento, a comer mosquitos o  donde haya árboles frutales. Tengo que confirmarlo, pero yo creo que los más comunes, los de nariz de cerdo, son insectívoros.
La columna de murciélagos y las rapaces acechando

La columna voladora fue recibida por el fuego graneado de las cámaras y las retinas, así como por una gran cantidad de bocas abiertas entre los guiris, no así, obviamente, por parte de los lugareños. Fui prudente y cerré la boca, pero aún así, lo que yo creí una cagadilla me dio en la cara. Mmm. En todo caso, no fueron las ráfagas de obturadores haciendo clac-clac-clac las que les hicieron algún daño, sino una pareja de lo que nos pareció algún tipo de halcón, así como un gran milano que nos solazaron con sus incursiones en el torrente a la caza de algún murciélago y su relativo éxito: pudimos ver (y oír) cómo el milano capturaba un murciélago con sus garras y se lo llevaba, así como alguna persecución de los halcones. Todo ello alrededor de las cabezas de los chinthe: un espectáculo inesperado y fascinante, a la luz del ocaso, con un aire magníficamente vampírico. La luz fue a menos, la bandada también, y los viajeros a otra cosa, que el día había sido muy largo. Buen final.

Pero claro, aún no habíamos visto la pagoda, por eso esta mañana teníamos una visita obligada. Entrar en Shwedagon es cruzar a otro mundo. Es obvio que Pierre Loti o Blasco Ibáñez lo relatan mucho mejor que yo en Pagodas de oro o en La vuelta al mundo de un novelista respectivamente. Dice Loti: “Bajo las bóvedas inimaginables de riquezas, entre esas columnas cinceladas con paciencia china, en esos interiores que no son más que oro y pedrerías, se los ve, se ven los budas, de tamaño sobrehumano, sentados en cenáculo, al abrigo de parasoles bordados y rebordados de oro; ante ellos, urnas de oro para los inciensos que humean, floreros de oro para las gardenias y los nardos que les traen cada tarde, y candelabros de oro que, antes del crepúsculo, acaban ya de encenderse”. Habrá que verlo ¿no? Hasta Kipling la nombraba.

El andamio entrevisto a la luz del atardecer anterior se hace ahora principal, condicionándolo todo. Pero, la verdad, tiene su gracia ver la gigantesca (casi 100 meteros de altura) forma de campana estuchada en una cubierta de bambú y cuerda. De los distintos estratos que forman la estupa (terrazas, turbante, pétalos de loto, plátano, corona, veleta y remate si no olvido ninguno) sólo son visibles los últimos, dorados y brillantes como cabía esperar. El resto, visto con buen ánimo, semeja una enigmática redecilla cubriendo un tesoro que reluce semioculto. En fin, veámoslo con misterio porque si no, es para cabrearse. Encaramada al armazón se ve gente. Con la cámara y el zoom alcanzo a verles la cara, la gorra de béisbol, las gafas de sol, el longy o los pantalones… y los pies descalzos. ¿Arneses? ¡Qué va! Con un par. Allí subidos como Pedro por su casa. Y a su lado, las chapas de oro, perfectamente reconocibles. Qué contraste.
 
Las chapas de oro, el andamio de bambú y el obrero descalzo
Abandonada la prosaica armadura nos sumergimos en la fascinación que tan floridamente nos anticipaba Loti. Y tiene razón. Ha de recorrerse en el sentido del reloj, otra cosa sería mal vista en Birmania, así que seguimos la corriente. No hay mucha gente, pero sí la suficiente como para poder aprender cómo hacen en cada sitio. Aquello no es una pagoda sin más, sino un gigantesco recinto plagado de kioskos, templetes, columnas, capillas, estrados, campanas, urnas, floreros, pebeteros, fuentes, cuencos y figuras de todo tipo. Por no hablar de los cajeros automáticos, que los hay, juro. Es una borrachera de dorados y blancos, algunos verdes, alguna incursión roja, y no recuerdo el azul, la verdad.


Caminas ajeno y curioso entre todo esto. Vas del buda de jade en su urna de vidrio a la campana Maha Tithadaganda del rey Tharrawaddy, tremenda con sus perfiles rojos, pasando por los grandes budas y no consigues cerrar la boca. La pagoda de Mahabodhi, inconfundiblemente de aires indios, se sale marcadamente del ambiente general. Los cuervos y las palomas se aprovechan de las ofrendas y llenan sus buches ante los fieles arrodillados e impertérritos. Las pagodas de los inmensos budas principales son auténticas catedrales doradas, recargadas, barrocas. Barrocas, sí, eso es.
 
El cuervo a lo suyo
Te paras delante de ellas, admirando en segundo plano, tras los fieles, las enormes figuras y tratando de ver el icono central y… Pero… pero, ¿a quién se le ocurre? Las figuras centrales, encerradas en primorosas vitrinas llenas de volutas y encajes, siempre enjaezadas con flores y guirnaldas y a veces cubiertas con lujosos paños lucen (las hemos visto en toda Birmania y también en otros sitios) una aureolas electrónicas a base de leds de colores. No es solo eso. Las luces, como en un árbol de navidad o más bien como en un reclamo publicitario o una marquesina de cine, van cambiando: se apagan, se encienden unos u otros colores, y forman círculos, radios, espirales, abanicos, parpadean pretendidamente gloriosas. Aquello queda entre puticlub e iglesia, en algún punto medio incoherente. Hay que decir que esto de las lucecitas en lugares religiosos ya lo hemos visto en alminares y en aureolas de santos más cercanos, así que debe ser una moda, un furor fluorescente y redentor. Lo que viene siendo un trending topic de mierda, vaya.
 
Los leds y los relojes. 
Pero aún hay más, como diría Super-ratón. En la elaboradísimas –eso, barrocas, repito- rejas que protegen el santo-sanctorum hay aún otro pecado capital cometido contra los guardianes de los pelos y los dientes de buda. Relojes de cocina. Hay allí un cierto número de relojes de cocina, incongruentes, colgados de la reja. Mi ignorancia (que crece y crece) me impide interpretarlos. ¿Qué sentido pueden tener? Supongo que alguno, si no, no estarían allí, pero, ¿no hay algo más acorde al lugar?, ¿menos cutre? No sé, no sé, pero el resultado viene a ser como colgarle a la Macarena el Casio de la cocina de tu tía y sacarla en procesión. El santo cristo y las pistolas pero oriental.
 
Más relojes y leds embelleciendo tremendamente
Te repones del cabreo estético y tratas de reconciliarte con el sitio continuando atónito tu visita cayendo en uno de los tópico ineludibles: buscas el buda del día en que naciste e ignorante una vez más del sentido real del rito, imitas a los de allí rociando agua por encima de las dos figuras sedentes, una dorada tras la otra blanca, y ambas delicadamente adornadas con flores.  Tantos cacillos como años tengas. Dejas un dinerillo como los demás y te vas de allí creyéndote un hombrecito. Sigues, sorprendes a unos jovencísimos monjes – unos chavales de quince- haciéndose fotos y autorretratos (vale, selfies, “pa” ti la perra gorda) ante una ofrenda floral, ves las palomas cebarse de arroz en el plato de uno de los muchos budas, ves un cartel ectópico y de nuevo incongruente, anunciándote que allí hay Wi-Fi gratis por cortesía de la empresa X, ves a un monje viejísimo y desdentado comiendo arroz en una de las pagodas mientras pasa el rosario con la otra mano, admiras las columnas chapadas con miles de teselas y espejitos de colores, te fascinan los dragones, los soportes de las campanas y gongs, las miles de velas y barras de incienso que se consumen y crean en ciertos sitios una densa humareda blanca y un aroma magnífico, los cientos de pagoditas y kioskos, las baldosas blancas de mármol, los lacados de los artesonados, la palmera, alta y sola junto al pabellón de “lavar el pelo” o así creo entender que se llama, las guirnaldas de flores frescas, las sombrillas de encaje (¿y seda como en la zarzuela? Seguramente, ¿no?), las banderas colgadas de largos tirantes que ascienden del suelo hasta las puntas de las pagodas ondean al viento y resuenan, te cruzas con una de las extrañas monjas birmanas: rasurada, vestida de rosa, rojo y marrón… Te pierdes, vamos.
 
!Di Mingalaba!
Y la monja con su rasurado
El monje con su rosario
La pagoda de Mahabodhi
La enorme Maha Titthadaganda
Terminas el giro, que repetirías otra vez pero no hay tiempo y finalmente sales de allí alucinado. Solo por esta pagoda, Birmania merece el viaje. Shwedagon no es una pagoda, es la pagoda total.