viernes, 1 de marzo de 2024


LA FUENTE DE JOHN SNOW EN SOHO

Pasear Londres es muy entretenido y hacerlo bajo ciertos recorridos prefijados es muy frecuente. Hay rutas para amantes de ciertas películas allí localizadas, de lugares históricos, de hitos de la Segunda Guerra Mundial, de viviendas de famosos, de escenas de Harry Potter, de crímenes de Jack el destripador, de teatros, museos… a elegir. Sin rumbo también vale. Los que más me gustan. El Soho entra en cualquier paseo londinense, y tiene un encanto que no hace falta descubrir ahora.


Pero había un sitio que quería conocer y que no está en las guías: la fuente de John Snow. 
¿Que qué es esa fuente? Pues nada impresionante ni monumental. Una muy humilde bomba de mano que suministraba agua supuestamente potable al vecindario en una callecita llamada ahora Broadwick St. y, en tiempos de Snow, Broad St.
No parecía gran cosa sobre el papel. Ni lo es sobre el terreno. Tan poco, que se retiró ya terminada su utilidad. En su lugar quedó durante décadas una simple baldosa de granito rosa. En 2018 se repuso una réplica, que es la que ahora puede contemplarse. 



Y, sin embargo, no hay libro que contenga un capítulo sobre historia de la Epidemiología que no la mencione. El primer estudio epidemiológico de tipo científico se llevó a cabo alrededor de esta fuente en el verano de 1854.
No es cosa de entrar en profundidades, pero al menos una explicación es necesaria. En ese verano, un brote de cólera produjo centenares de muertos en el barrio del Soho. Entonces, el Soho era una barriada obrera y pobre, sin red de alcantarillado, con múltiples pozos negros, industrias generadoras de contaminación biótica (mataderos, procesamiento de grasas) y alta densidad humana y animal. Muy insalubre. Los puntos de agua estaban instalados por zonas y de ellos se servía la población circundante. Las acometidas y líneas de transporte no estaban correctamente aisladas y, con frecuencia, recibían contaminación procedente de vertidos, purines, pozos negros desbordados, filtraciones y escorrentías pluviales, etc. O la captación se hacía del mismo Támesis y con frecuencia río abajo de las emisiones de otros barrios, poblaciones o granjas. ¿Qué podía salir mal?


Snow trazó un mapa con los casos de cólera y detectó la agrupación de estos respecto a la fuente en cuestión. Allí estaba el origen. 

Parece obvio hoy. Pero no. Recordemos que en 1854 la teoría microbiana aún no estaba establecida, y el origen del cólera y otras enfermedades se asociaba con varias posibles causas, desde miasmas (aires viciados) hasta castigos divinos. Más aún, entre otros logros consiguió identificar el caso índice, un bebé cuyo pañal fue el contaminante para el resto. Puaj. Y desveló detalles muy elaborados, como los casos de viandantes que no vivían en la zona -y “estropeaban” el mapa- pero pasaban por la fuente a diario de camino al trabajo y allí bebieron, contagiándose.
Lo de Snow fue, sencillamente, genial. 


Descubrió además que los trabajadores de una cercana destilería y cervecería prácticamente no enfermaron. Sé lo que estáis pensando. Pero no. Tenían un pozo privado y no bebieron de la fuente de marras. Lástima, hubiera sido magnífico. Puede uno consolarse en el pub de la esquina, el John Snow. ¡Salud!


martes, 20 de febrero de 2024

QUEBEC, ¿ELDORADO BILINGÜE? JE NE SAIS PAS.


Visitar Quebec es, desde luego, un placer. La ciudad se sale de lo habitual en el norte de América, y tiene un indudable sabor francés, un tanto impostado a veces. Hasta los restaurantes y camareros con ínfulas pretenden ser a veces más papistas que el Papa, actuando como estrellas Michelin sin ser otra cosa que bistrós de barrio, dignos, pero sin más. Virtud y defecto al tiempo, el afrancesamiento deviene en un cierto aire de singularidad mal entendida, como todos los nacionalismos reivindicativos, nosotrosomosasísmos y sabeustedconquiénestáhablandoismos. Siendo una ciudad mucho más atractiva que Toronto o que la también francófona Montreal, Quebec rezuma la reivindicación tozuda que ondea en sus matrículas: Je me souviens (Me acuerdo). Ese provincianismo viciado, onfálico, ensimismado, me sobra e incomoda.


Si en el resto de Canadá encontramos todo en dos idiomas, y hasta en la muy norteamericana -entiéndase cuasi estadounidense- y cosmopolita Toronto, la duplicidad se incrusta no sin retorcimientos en cada rótulo, en Quebec el inglés se ve, se quiere hacer ver, residual.

Esto es la francofonía, mon amie parecen querer decirnos por doquier; y sin complejos. Al turista, que evidentemente lo es tan pronto cruza la puerta del restaurante, museo o tienda, se le tolera el inglés, aunque no si un cierto mirar oblicuo y ceja arqueada. Identificados los clientes potenciales como españoles, las tres palabritas en castellano y una simpatía a veces condescendiente te acogen sin mayores problemas. Bueno, y si chapurreas algo en francés hasta te sonríen. Otra cosa es vivir allí, según nos dicen unos y otros, incluidos los muy integrados. Ahí no hay medias tintas. El inglés no es bienvenido de un canadiense o un residente; se espera, se exige el francés.

Claro, en Canadá es innegable la existencia de dos grandes comunidades cuyos orígenes generaron guerras y separación cultural desde el momento mismo en que ingleses y franceses encontraron, buscando el paso del noroeste, el río san Lorenzo y sus amplias derivadas lacustres. Francia e Inglaterra -y sus respectivos descendientes- se retorcieron el brazo hasta no hace tanto. Y ninguno ha sido muy considerado con “el otro” nunca. Canadá es un invento muy moderno, incompleto, de hecho. 

La visita es muy agradable, porque el centro de la vieja ciudad y su puerto es desde luego, como estar en una ciudad del Atlantico francés del norte -Normandía o Bretaña pongo por caso-. Tienen dimensiones muy asequibles y están contenidas en un recinto amurallado. No hay pérdida. La puerta de Saint-Jean permite atravesar su conservada muralla. Una vez dentro, a la sucesión de locales tradicionales (Anciennes canadiens es un famoso restaurante donde tomar la clásica poutine) le sigue la resolución en la Place Royal y la enorme balconada -la promenade des Governeurs- sobre el río y viejo puerto justo debajo. Puede visitarse la catedral católica de Notre Dame de Quebec, que ejerce, a la vez, de mausoleo de San Francisco de Laval, cuya Universidad al lado es gigantesca y recuerda a El Escorial. Pero la vista se va sola hacia el tremendo Chateau Frontenac, que nunca fue castillo y sí es un hotel impresionante cuyo recibidor y bar lo son igualmente. Uno puede bajar al viejo puerto – el barrio de Petit Champlain- y cenar por allí en alguna tasca especializada en galettes que en poco envidian a las normandas, o descubrir el juego de su decoración moderna y brillante sobre las casas tradicionales.

Saliendo del recinto amurallado, se puede admirar el parlamento, enorme reivindicación del poderío y el ascendiente francés con su fachada iluminada con derroche y colmada de filas de estatuas de insignes franco-canadienses, la mayoría de los cuales se las vio con los ingleses por tierra y mar. Tampoco hay que dejar de llegar a los nada bíblicos campos de Abraham, donde los ingleses derrotaron a los franceses poniendo fin a su presencia como potencia colonial y administrativa, pero nunca como cultura predominante. Debió ser de aúpa vivir en las épocas de administración muy británica y recién impuesta sobre ciudadanos muy franceses de toda la vie. Mon dieu, my god. Rediós.


En fin, al menos hoy en día queda el recurso de perderse hacia Montcalm y trasegarse una de las enormes y variadísimas cervezas que sin duda ayudan a aplacar los duros inviernos. Porque dirán lo que quieran, serán muy franceses -más que los de verdad- pero aquello es muy frío. Mucho. Recuerden el audio del argentino recién llegado a Montreal. Pues la nieve en Quebec debe ser igual de jodida pero con un charme especial.












viernes, 19 de enero de 2024

CAPITOLE, EN TOULOUSE: TANGO Y PRINCIPITO


Toulouse no es uno de los grandes destinos turísticos que uno tiene en mente cuando viaja a Francia. Y, si se le tiene en cuenta, es más por la presencia de Airbus y el museo aeroespacial que por la ciudad vieja. Y, sin embargo, tiene una muy buena visita. Por motivos familiares la he repetido varias veces, lo que permite ese reposo del pasear sin rumbo. Deambular ajenos al itinerario prefigurado de las guías turísticas para el máximo aprovechamiento del tiempo disponible en vacaciones. Deriva urbana lo llaman los arquitectos. A ver si no es bonita la expresión.

Por mucho que derivemos urbanamente, es difícil que un paseo por el centro de Toulouse no pase forzosamente por Capitole, la plaza central. Rosa toda ella por el ladrillo y el enfoscado característico, que da el apodo de Ciudad Rosa. Y muy viva. Una larga fila de estupendas terrazas (el Florida, mi favorito), restaurantes excelentes (Le Bibent, maravilla), la visita al Ayuntamiento, los murales del soportal con la historia de la ciudad (incluido uno dedicado al exilio español, tan relevante aquí; la sede en el exilio del PSOE está en la cercana Rue de Taur), los helados de Amorino, la iluminación nocturna… muchos atractivos coinciden allí. Pero hay dos que me son especialmente gratos. 

El primero son los grupos de tangueros que se reúnen los fines de semana por la tarde y bailan muy seriamente por lo general. La tradición, que puede sonar extraña, es fácil de explicar si se tiene en cuenta que Gardel, Don Carlos Gardel, nació allí.  Cerca del Jardin japonés, en el número 4 de la Rue Canon D’Arcole, para ser exactos.

Los bailarines agrupan sus ropas y pertenencias en el centro, junto al equipo de música con altavoz, o en un pretil lateral. Ellas, algunas, llevan las largas faldas rajadas y los taconazos que la ortodoxia exige. Ellos por el contrario no suelen ser tan formales como sus contrapartes argentinos de la plaza Dorrego y tantos otros rincones de Buenos Aires. Esa dejadez tan francesa en el atuendo. Y aunque la estampa pierde caché por la parte masculina, es precioso ver a las parejas danzar cuando cae el sol y la iluminación de la plaza les confiere el aire entre místico y canalla propio del tango canónico. Puedo permanecer embobado contemplando sus movimientos un buen rato. No saber bailar solo me duele cuando veo a una mujer “tangueando altanera”. 





La otra singularidad que me resulta muy atractiva de Capitole está casi fuera del recinto. Y es menos vistosa. En una de las esquinas del rectángulo, la plaza no cierra por completo y hay un extraño chaflán que es la fachada de un hotel. El Hotel Grand Balcon, donde se alojaban los pilotos de la mítica línea Aeropóstale, que unía Toulouse nada menos que con Dakar, entonces colonia francesa. Con muchas escalas, entre otros lugares, en Barcelona y Alicante. Según creo, esta vinculación con la historia de la aviación es la base de que Airbus tenga aquí sede. El caso es que entre esos pilotos estaba Antoine de Saint-Exúpery.  El principito, uno de esos libros de culto que a mí se atragantó desde el principi(t)o. Saint-Exúpery tiene a su alrededor toda una aura misteriosa que sí me agrada, incluyendo su vida pionera y su trágica desaparición sobre el Mediterráneo en vuelo de combate durante la Segunda Guerra Mundial. El hotel -modernista y muy cuidado- ofrece una habitación, la número 32, que es la que él siempre ocupaba en sus descansos, amueblada de época y hasta asequible. Y cierro el círculo, porque al escritor/piloto parece que le gustaba divertirse, entre otras cosas, bailando tango.