viernes, 21 de marzo de 2014

BAHÍA DE HA LONG


El camino de Hanói hasta la bahía de Ha Long no es muy largo, unos trescientos kilómetros, pero cunde mucho si llevas el ojo abierto: pasas ante las sucursales de Vietcombank (tela) con sus cajeros automáticos bajo un gran cartel de “ATM”, la manera americana de llamarlos (¿contradicciones?); cementerios de hornacinas azulejadas entreverados entre los campos de arroz; carteles de corte soviético llenos de obreros, campesinos y estudiantes mirando al frente y sonrientes, con las fábricas humeantes a su espalda; tiendas de ataúdes (solo tiendas, sí); inefables karaokes con chicas espectaculares y nada asiáticas en sus reclamos; barberías en plena calle cuyo suelo, evidentemente, nadie barre (o sí, había una en un puente, mucho más higiénico, vaya el pelo al agua); vendedores ambulantes de patatas, pollos, chucherías o lo que se tercie; campos de arroz infinitos y huertas que parecen jardincitos; tiendas de motos (ver Las motos de Vietnam) y, como colofón, algún que otro restaurante que ofrece perro. Una ruta presuntamente anodina que no lo es si no se quiere.

Y llega uno a Ha Long y se embarca en una pequeña chalupa que le acerca al barco en el que pasará un par de días. Vaya barco. Parece un galeón recrecido. Dos filas de camarotes, una cubierta arriba que claramente debe ser el comedor y, por encima, otra cubierta “descubierta” con tumbonas y mesas. Una popa a modo de grupa gigantesca y tres mástiles de mera apariencia. Blanco. No pinta mal.

El motor hace vibrar todo aquello y tú, una vez tomado el camarote y soltados los trastos, te subes a la cubierta superior a ver. A eso has venido, a ver. Lo primero, el enorme puente de Ha Long, pero, de allí, te alejas entre bruma y comienzan a aparecer, espectrales -de verdad-, los primeros salientes.

Parecía ser que en la primera travesía (singladura, ¿no?) nos iban a llevar hasta el punto donde atracaríamos para dormir, con un par de visitas que suponían otros tantos desembarcos. Mientras, no quedaba sino dejarse llevar y contemplar aquella belleza. Islotes verticales por doquier. Machaqué la batería de la cámara a base de hacer fotos y más fotos. Poco a poco se iba uno calmando y haciéndose, en lo posible, a que aquello dura, que no se acaba, que no hay que agobiarse por verlo todo, por retratarlo todo, hombre. Y una cervecita en cubierta ayudó a asentarse, a dejar de asombrarse, a acomodarse, a disfrutar en fin. A falta de una Bia Hoi, una Larue.  Ah, la cerveza.
- No estamos solos ¿eh?
En efecto, como el nuestro, decenas de otros barcos similares surcaban aquellas aguas cargados de extranjeros. En fin.

Al cabo de un par de horas a bordo, paramos y en la chalupa que iba al costado del barco, nos llevaron a visitar la islita de Titop, cuyo nombre, nos contaron, es el de un astronauta ruso que estuvo aquí con Ho ChiMinh. Cosas veredes mio Cid. La subida tiene su miga, o, mejor dicho, sus escalones. Si desde la calita en la que desembarcas hay bonitas vistas de la flota de barcos de turismo y de las islitas de alrededor, desde la cima son sobrecogedoras. Lástima – o no- que el día fuese tan brumoso. Valió la pena subir.


Tras la isla de Titop, seguimos en nuestro barco, asomados a la barandilla y disfrutando de aquel paisaje de otro mundo.
Siguió la cueva de Luon, a donde nos llevaron en unas barcazas con las que nos metimos por un túnel bajo la roca y alcanzamos así el interior de la islita, abrupto, con paredes casi verticales llenas de vegetación y sobrevoladas por un par de rapaces que daban vueltas sobre nuestras cabezas. Algunos kayaks pasaban a nuestro lado con gente sonriente. No es para menos, aquello debe ser mucho más espectacular a bordo de uno de esos, a tu ritmo, escogiendo los rinconcitos por los que escabullirte. Bueno, otra vez será.

Seguimos nuestro periplo entre las farallones, cada vez más solos y con menos luz. Comenzaba a oscurecer y vimos, a lo lejos, un crucero inmenso, con todas sus luces entre la neblina, un verdadero monstruo. Me hizo pensar que, pese a que nuestro barco era “para guiris”, me gustaba mucho más. Allí íbamos unas cuarenta personas, así que la proporción era mucho mejor. No era un hotel flotante, a lo sumo una pensión (¿sumergible? glub).

Fondeamos en una cala con otros dos barcos a prudente distancia y rodeados todos por altas paredes excepto algunos estrechos pasos. Parecía un lugar mágico, desde luego. Aunque para magia, la de María José, que inteligentemente se había provisto en una de las paradas de unas botellas de vino. Vietnamita, sí, pero ¡vino! La barquita de la que la obtuvo era un pequeño supermercado que ofrecía a los barcos turísticas toda suerte de golosinas, chuches, bagatelas y bebidas, incluyendo vino, cerveza, agua y refrescos.  Inmediatamente hicimos un corro y todo el mundo comenzó a aportar de lo suyo. Aparecieron del fondo de las maletas almendras, cacahuetes, pistachos… ¡y hasta unos choricitos! Menudo aperitivos nos marcamos mecidos por el mar, contemplando la luna y escuchando la nada.  Bueno la nada no,  porque la conversación estuvo muy animada, miento. La nada la escuchamos después, cuando una vez cenados subimos a la cubierta de nuevo, esta vez ya sin vino y nos dedicamos sencillamente a disfrutar de la luz de la luna reflejándose en el agua y en los bordes del círculo de promontorios que nos rodeaba. También de la preciosa imagen de los barcos que nos acompañaban, que, cuajados de luces, parecían sacados de una película de época.

La mañana comenzó con una clase de Tai Chi para turistillas. Voluntaria, a Dios gracias. Lo cierto es que entretanto, el barco se puso en marcha y, otra cortesía para el (no) avisado viajero, desplegaron las velas.  Hombre, la cosa tuvo su gracia, indudablemente, pero el tufo del diesel le quitaba una poca, quieras que no.

Visita de la mañana: cueva de las sorpresas o Sung Sot. Pero antes, recibimos a las barquitas de los vendedores, todas empeñadas en la búsqueda de alguien que les comprase sus collares, pulseras, anillos, o algo del supermercado. No más vino, gracias, con el de anoche fue suficiente. Y en el camino pasamos por delante de uno de esos pueblitos flotantes tan peculiares, sustentados en bidones y cualquier cosa que los mantenga  a salvo y base de barcos de pesca ataviados con faroles y largos postes y mástiles, así como de los barcos-supermercado. Un lugar peculiar, colorido y a todas luces, frágil.

La cueva supuso una subida nada despreciable hecha un dolor por la progresiva acumulación de gente. Así como en Totip estuvimos casi solos, esto parecía una romería. Me desagrada. Finalmente logramos entrar a una cueva bonita y bien iluminada, con distintos juegos de luminaria para resaltar el relieve. La cueva toma su nombre de una roca en forma de falo bautizada como sorpresa por los franceses. Quelque charme. A la salida, el número de barquitos arracimados alrededor del muelle se había doblado, así que dentro de todo, teníamos suerte, lo fuerte venía detrás. Huyamos. Pero no sin antes atender a una curiosa señal que marcaba la salida hacia un lado y los servicios hacia otro. Cuestión de preferencias o de urgencias. Y sin dejar tampoco de quedarse embelesado con otra barquita-tienda, en esta ocasión pescadería, en la que una mujer disponía con sumo cuidado los cangrejos y almejas que ofrecía en barreños de colores. Qué foto si hubiera buen fotógrafo.


Camino de vuelta a toda máquina, jalonado por las últimas fotos a los barcos que tenían desplegadas sobre el agua una larguísimas pértigas. Y casi al llegar a Ha Long para desembarcar… la verdadera sorpresa.
- ¡Mira!

Ante nuestra narices teníamos (si no recuerdo mal el nombre) al Costa Victoria, si no gemelo, un primo cercano del aciago Costa Concordia. Mucho mejor nuestro barquito, dónde iba a parar. Y más seguro. Quita, quita.