sábado, 9 de noviembre de 2013

ATITLÁN: EL LAGO, SANTIAGO Y MAXIMÓN

Atitlán es precioso. Iba advertido, pero es cierto.
Llegar a Panajachel desde ciudad de Guatemala tiene su miga. Lo primero es salvar el tráfico de salida, lleno de viejos autobuses escolares norteamericanos convenientemente coloreados, dotados de luces y adornos que bastarían para montar una feria, atestados hasta el techo y que, renqueantes, dejan tras de si una humera de aquí te espero. Algunos, por el contrario, los mantienen – no sé la razón- casi tal cual, de forma que pueden verse los conocidos rótulos de No-sé-cual School, St. Louis, MO.
Se pasan de largo un par de poblaciones, una de ellas San Lucas Sacatepéquez, especializadas en fabricar ladrillos, cuya mercancía se expone en la cuneta, y se atraviesa una singular sierra en la que está Chimaltenango. Extraño paisaje alpino que uno no espera de Guatemala, con venta de quesos y casas estilo suizo incluidos. Sololá, ya de noche en la ribera del lago, se convirtió en una ratonera. Nada más llegar al pueblo, un policía se puso a abrir paso al autobús por calles de sentido contrario, haciendo parar, retroceder o apartarse a todo bicho viviente que venía por su sitio. Con un par. El conductor nos explicaba que aparentemente de esta manera evitarían un par de giros complicados de la ruta principal. Sí, pero no. Llegados a una plaza en la que obligatoriamente habíamos de girar, las calles eran tan estrechas que el autobús tuvo que hacer imposibles. Entretanto, el policía, cumplido lo que consideraba su deber, cansado ya de espantar a todo quisque viviente, o viendo la que se le venía encima, sencillamente desapareció; justo cuando más falta hacía. Con otro par (y lleva cuatro). Tras una dura pugna, finalmente el conductor tocó una cornisa y rompió una ventanilla, llenando de cristalitos el interior. El caso es que pasó y salimos de allí. Por suerte era de noche, porque la bajada por la carretera que une Sololá con Panajachel sólo nos fue revelada dos días después, al marcharnos, y era de quitar el hipo. Aquella noche sólo notamos la inclinación y las curvas, pero no veíamos el precipicio.
El amanecer fue memorable. Desde el hotel se veían los tres volcanes que rodean el lago: Atitlán, Tolimán y San Pedro. Un día claro, soleado, ideal. El de san Pedro, frente a nosotros, tenía encima una nube que era otro cono pero invertido. Foto foto foto (se me pusieron los ojos oblicuos y la piel amarillenta, es cierto, pero no podía dejar de darle al pulsador).
Barco hacia Santiago. La ribera estaba tachonada con unas casonas de aquí te espero, para las que el guía nos mencionó algunos nombres hollywoodenses. Para llegar a ellas hace falta un barco o un helicóptero, que es como llegan los ricos propietarios. Envidia, sí. Por lo demás, obviando las mansiones, la orilla, escarpada, es preciosa, verde, brutal. Hay pequeñas barquitas de pesca – canoas más bien- con un solo tipo que echa una minúscula red y la jala una y otra vez. Llegamos, tras un crucero que se hace corto, a Santiago de Atitlán. 
Hay que subir una buena cuesta llena de puestos. Hay mercado o es un mercado, no sé. Creo que lo segundo. Los vendedores se ponen un poco pesados a veces, pero es tolerable, sin agobios. Venden huipiles –las blusas bordadas tan típicas-, colgantes en forma de quetzales (con plumas que serán de cualquier otro ave, por descontado, pues no son escasos ni nada), pulseras, zapatos, faldas y telas. Miles de telas estampadas, increíblemente variadas, coloridas. Un imán para la vista. Sigues subiendo y llegas al mercado menos “para guiris” donde te ofrecen hortalizas y verduras pero sin ningún énfasis, sabedores de que no eres cliente potencial (no nos conocen, je). Ajos y cebollas predominan. Compraremos frijoles, pero más adelante. Ellos, los más viejos, levan unos pantalones curiosísimos, estampados, como largas bermudas, acompañados de una americana y un sombrero. Qué extraña combinación.  
Finalmente, la ascensión culmina en una amplia plaza donde se encuentran, de un lado, la iglesia objetivo de la subida, san Antonio, pero, a su lado, en la explanada, una feria que parece sacada de una película de los 60. Coches de choque, una noria, atracciones todas ellas de buen hierro oxidado, plenas de esas aristas que ahora no permiten nuestras avanzadas normas de seguridad, y con las que, no obstante jugábamos los de mi generación y hemos sobrevivido. En mi caso en mal estado, ya lo sé. Algún golpe en la cabeza que no recuerdo sin duda. Bueno, una feria del Cuéntame. Maravillosamente repintada, herrumbrosa, grasienta, tosca, demodé.
Dentro de la iglesia se cae, sin red alguna, en otro mundo. Esa especie de animismo en el que los santos se agrupan más o menos cerca del altar según sus capacidades milagreras (como en Cholupa). Y grupos de figuras de santos vestidos igual, como por gremios. Nos dicen que un grupo especialmente significado por lo muy florido del adorno son todo figuras de Santiago, que es patrón. Allí, ante la imagen del santo mas adorada, hay un hombrecillo de rodillas, con los zapatos agujereados, que “se está explicando” según me dice una señora a quien pregunto. Le está confesando a la imagen sus cuitas. Y la imagen es de por si, motivo de visita. Un Santiago a lomos de un caballo blanco – que más parece un borrico- con su espada blandida pero con el manto tapado a base de ¡corbatas! a modo de ofrenda. El suelo ante él lleno de velas y el olor a cera lo llena todo. Otra gente se acerca y le susurra cosas al oído al santo, una mujer le ofrece al niño que lleva en brazos, hay mujeres arrodilladas en otro rincón, gimoteando y salmodiando ante una imagen que parece un cisne (?)…
Salimos bajo los enormes crespones y cortinajes morados de la entrada de nuevo a la plaza donde la feria, inmóvil, aguarda, digo yo, a la tarde y a los niños. La siguiente visita es menos espectacular pero obligada: Maximón.
Nos llevan por estrechas callecitas bordeadas de casas hechas con bloque de cemento, hojalata y chapas de zinc. Tras esperar turno un buen rato, por fin entramos a una de ellas. Allí, en una pequeña salita encontramos a la imagen sentada como si tal, flanqueada por dos tipos, uno de los cuales recoge las ofrendas (“voluntariamente” ha de pagarse por entrar, otro poco por fotografiar y algo más por grabar vídeo). El tal Maximón o San Simón es un maniquí vestido con tropecientas corbatas (qué manía), sombrero, con un buen puro en la boca, que uno de los controladores mantiene encendido. También tiene a su alrededor docenas de pañuelos, botellas de licor, velas, barras de incienso – cuyo olor lo llena todo- y alimentos. Todo ello en un ambiente oscuro, enrarecido, a mi vista falsamente reverencioso. Una milonga del quince, vaya.
Mucho más auténtico y bello es el recorrido de vuelta al barco, recreándonos en los puestos de verduras, de sandalias, de huipiles, de telas… Qué telas. Ah, ya lo había dicho. Bueno, eso y una cerveza Gallo perfectamente fría mientras terminaban de llegar los rezagados antes de cruzar de nuevo hacia Panajachel.







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