Atitlán es precioso. Iba advertido, pero es cierto.
Llegar a Panajachel desde ciudad de Guatemala tiene su miga.
Lo primero es salvar el tráfico de salida, lleno de viejos autobuses escolares
norteamericanos convenientemente coloreados, dotados de luces y adornos que
bastarían para montar una feria, atestados hasta el techo y que, renqueantes,
dejan tras de si una humera de aquí te espero. Algunos, por el contrario, los
mantienen – no sé la razón- casi tal cual, de forma que pueden verse los
conocidos rótulos de No-sé-cual School, St. Louis, MO.
Se pasan de largo un par de poblaciones, una de ellas San
Lucas Sacatepéquez, especializadas en fabricar ladrillos, cuya mercancía se
expone en la cuneta, y se atraviesa una singular sierra en la que está
Chimaltenango. Extraño paisaje alpino que uno no espera de Guatemala, con venta
de quesos y casas estilo suizo incluidos. Sololá, ya de noche en la ribera del
lago, se convirtió en una ratonera. Nada más llegar al pueblo, un policía se
puso a abrir paso al autobús por calles de sentido contrario, haciendo parar,
retroceder o apartarse a todo bicho viviente que venía por su sitio. Con un
par. El conductor nos explicaba que aparentemente de esta manera evitarían un
par de giros complicados de la ruta principal. Sí, pero no. Llegados a una
plaza en la que obligatoriamente habíamos de girar, las calles eran tan
estrechas que el autobús tuvo que hacer imposibles. Entretanto, el policía,
cumplido lo que consideraba su deber, cansado ya de espantar a todo quisque
viviente, o viendo la que se le venía encima, sencillamente desapareció; justo
cuando más falta hacía. Con otro par (y lleva cuatro). Tras una dura pugna,
finalmente el conductor tocó una cornisa y rompió una ventanilla, llenando de
cristalitos el interior. El caso es que pasó y salimos de allí. Por suerte era
de noche, porque la bajada por la carretera que une Sololá con Panajachel sólo
nos fue revelada dos días después, al marcharnos, y era de quitar el hipo.
Aquella noche sólo notamos la inclinación y las curvas, pero no veíamos el
precipicio.
El amanecer fue memorable. Desde el hotel se veían los tres
volcanes que rodean el lago: Atitlán, Tolimán y San Pedro. Un día claro,
soleado, ideal. El de san Pedro, frente a nosotros, tenía encima una nube que
era otro cono pero invertido. Foto foto foto (se me pusieron los ojos oblicuos
y la piel amarillenta, es cierto, pero no podía dejar de darle al pulsador).
Barco hacia Santiago. La ribera estaba tachonada con unas
casonas de aquí te espero, para las que el guía nos mencionó algunos nombres
hollywoodenses. Para llegar a ellas hace falta un barco o un helicóptero, que
es como llegan los ricos propietarios. Envidia, sí. Por lo demás, obviando las
mansiones, la orilla, escarpada, es preciosa, verde, brutal. Hay pequeñas
barquitas de pesca – canoas más bien- con un solo tipo que echa una minúscula
red y la jala una y otra vez. Llegamos, tras un crucero que se hace corto, a
Santiago de Atitlán.
Hay que subir una buena cuesta llena de puestos. Hay
mercado o es un mercado, no sé. Creo que lo segundo. Los vendedores se ponen un
poco pesados a veces, pero es tolerable, sin agobios. Venden huipiles –las
blusas bordadas tan típicas-, colgantes en forma de quetzales (con plumas que
serán de cualquier otro ave, por descontado, pues no son escasos ni nada),
pulseras, zapatos, faldas y telas. Miles de telas estampadas, increíblemente
variadas, coloridas. Un imán para la vista. Sigues subiendo y llegas al mercado
menos “para guiris” donde te ofrecen hortalizas y verduras pero sin ningún
énfasis, sabedores de que no eres cliente potencial (no nos conocen, je). Ajos
y cebollas predominan. Compraremos frijoles, pero más adelante. Ellos, los más
viejos, levan unos pantalones curiosísimos, estampados, como largas bermudas,
acompañados de una americana y un sombrero. Qué extraña combinación.
Finalmente, la ascensión culmina en una
amplia plaza donde se encuentran, de un lado, la iglesia objetivo de la subida,
san Antonio, pero, a su lado, en la explanada, una feria que parece sacada de
una película de los 60. Coches de choque, una noria, atracciones todas ellas de
buen hierro oxidado, plenas de esas aristas que ahora no permiten nuestras
avanzadas normas de seguridad, y con las que, no obstante jugábamos los de mi
generación y hemos sobrevivido. En mi caso en mal estado, ya lo sé. Algún golpe
en la cabeza que no recuerdo sin duda. Bueno, una feria del Cuéntame.
Maravillosamente repintada, herrumbrosa, grasienta, tosca, demodé.
Dentro de la iglesia se cae, sin red alguna, en otro mundo.
Esa especie de animismo en el que los santos se agrupan más o menos cerca del
altar según sus capacidades milagreras (como en Cholupa). Y grupos de figuras
de santos vestidos igual, como por gremios. Nos dicen que un grupo especialmente
significado por lo muy florido del adorno son todo figuras de Santiago, que es
patrón. Allí, ante la imagen del santo mas adorada, hay un hombrecillo de
rodillas, con los zapatos agujereados, que “se está explicando” según me dice
una señora a quien pregunto. Le está confesando a la imagen sus cuitas. Y la
imagen es de por si, motivo de visita. Un Santiago a lomos de un caballo blanco
– que más parece un borrico- con su espada blandida pero con el manto tapado a
base de ¡corbatas! a modo de ofrenda. El suelo ante él lleno de velas y el olor
a cera lo llena todo. Otra gente se acerca y le susurra cosas al oído al santo,
una mujer le ofrece al niño que lleva en brazos, hay mujeres arrodilladas en
otro rincón, gimoteando y salmodiando ante una imagen que parece un cisne (?)…
Salimos bajo los enormes crespones y cortinajes morados de
la entrada de nuevo a la plaza donde la feria, inmóvil, aguarda, digo yo, a la
tarde y a los niños. La siguiente visita es menos espectacular pero obligada:
Maximón.
Nos llevan por estrechas callecitas bordeadas de casas
hechas con bloque de cemento, hojalata y chapas de zinc. Tras esperar turno un
buen rato, por fin entramos a una de ellas. Allí, en una pequeña salita
encontramos a la imagen sentada como si tal, flanqueada por dos tipos, uno de
los cuales recoge las ofrendas (“voluntariamente” ha de pagarse por entrar,
otro poco por fotografiar y algo más por grabar vídeo). El tal Maximón o San
Simón es un maniquí vestido con tropecientas corbatas (qué manía), sombrero,
con un buen puro en la boca, que uno de los controladores mantiene encendido.
También tiene a su alrededor docenas de pañuelos, botellas de licor, velas,
barras de incienso – cuyo olor lo llena todo- y alimentos. Todo ello en un
ambiente oscuro, enrarecido, a mi vista falsamente reverencioso. Una milonga
del quince, vaya.
Mucho más auténtico y bello es el recorrido de vuelta al
barco, recreándonos en los puestos de verduras, de sandalias, de huipiles, de
telas… Qué telas. Ah, ya lo había dicho. Bueno, eso y una cerveza Gallo
perfectamente fría mientras terminaban de llegar los rezagados antes de cruzar
de nuevo hacia Panajachel.
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