jueves, 23 de octubre de 2014

EL MERCADO DE FLORES DE MADRÁS (CHENNAI)

La primera vez es siempre la primera vez. Y mi primera ciudad india fue Madrás, a la que seguiré llamando así porque 1) soy un puñetero imperialista ó 2) soy un anticuado ó 3) me da la gana o bien 4) suena infinitamente más evocador y aventurero. Mézclese todo, removido, no agitado, y adelante. Y allí la primera visita fue el mercado de flores y frutas.
Madrás es un buen reflejo de lo poco que conozco de la India y de lo que parece ser: una mixtura de progreso, últimas tecnologías, centros docentes por doquier – especializados en todas las ingenierías que uno pueda imaginar- y vacas por las calles, mercados populares y populosos llenos de mugre, gente por los suelos… lo que sale en los documentales. Lo que no sale en los documentales son los olores, y ahí amigo, se marca la diferencia entre quien ha estado y quien “ha visto”. Olor a incienso, boñiga, cardamomo, plátanos putrefactos, flores pasadas y frescas, pimienta, canela, cúrcuma, currys (el curry no existe, existen los currys, son mezclas, cada uno de su padre y de su madre, desde casi dulces – casi- hasta flamígeros), humanidad, humo de diesel – negro, denso, pastoso –, humo de moto – blanco, aceitoso, ligero- y otros muchos.
Cuando nos llevaban hacia el mercado, pasamos ante las obras del metro, una obra gigantesca, casi tanto, imagino, ya que no pudimos verlo, como lo es la sede del parlamento regional. Creo que los Nuevos Ministerios de Madrid cabrían dentro holgadamente, tan descomunal es el tamaño. Todo ello rodeado de vallas que exhibían hasta el asco a dos personas, marido y mujer nos dijo el guía, que eran los Pujoles del lugar. El, ya muerto, aparecía invariablemente con una especie de fez y gafas oscuras: en las estatuas, en los carteles, en los murales… en todas partes. En muchas esquinas hay una estatua insuperablemente kitsch, dorada y pulida toda ella, refulgente, ornada con guirnaldas (lo que les gustan) y ramos de flores.
Circulas por allí entre los antiguos edificios de estilo “anglo-indio” o “anglo-sarraceno”, que significa básicamente una mezcla de la pretenciosa arquitectura victoriana con adornos de inspiración arabesca e hindú. Preciosos muchos de ellos, cierto, pero es un mezcla tan rara… ¿Cuántas veces he usado ya el término “mezcla”? Pues aún quedan…


Te sueltan en el mercado de flores y fruta y entonces es cuando empieza el verdadero espectáculo, más aún si, como ya he dicho, es tu primer baño en las multitudes indias. Las mujeres, siempre elegantes con sus saris multicolores, así que se caigan de viejas y desdentadas; y siempre sonrientes, también. Ellos también sonríen, sí, pero qué queréis que os diga, se me da una higa. Empiezas ya a ver los signos de tiza o lo que sea en sus frentes: marcas horizontales, verticales, en aspa, el punto. Cada una tiene un significado distinto como luego nos instruirían, pero allí y entonces no era más que una extraña señal. Eso sí, te adentras entre ellos sin reparo alguno. La verdad es que el ambiente es muy agradable, ninguna inquietud. Cada uno a lo suyo. Tú eres un guiri pálido, vestido raramente (para ellos, para allí), con una cámara en la mano, con gafas de sol, probablemente embadurnado en crema solar que te hace parecer una fachada a medio enjalbegar, y ellos pasan de ti o te sonríen. No hay otra. Ni una mala cara. Eso sí, las viejas te apartan vigorosa y decididamente para sobrepasarte o para cruzarse contigo sin el menor titubeo ni acritud tampoco. En semejante follón de gente con bolsas en la cabeza, cestos de fruta, bolsas inmensas, bicicletas cargadas hasta el techo si tuvieran, carros con borricos, y… de todo en un metro cuadrado, ¡coño¡, es la única manera. Te entrenas sobre la marcha y comienzas tú también a apartar simple, amable y firmemente a todo quisque que va más lento que tú o que se te cruza. O lo esquivas, pero eso es de cobardes.


Los puestos van variando según el área del mercado, pero en cada giro de la cabeza o  de los ojos te encuentras siempre una foto de premio en forma de bodegón. Bueno, más bien de naturaleza muerta y viva pero exuberante siempre. Colores y olores, eso es un mercado de frutas y verduras que se precie, y este es bueno bueno. Hay puestos con cestas llenas de pétalos, que se usan para confeccionar las guirnaldas que usan por cientos. El trabajazo que tienen deshojando cada flor y lo sonrientes que te miran cuando les haces un gesto pidiendo permiso para la foto. Y el gentío que hay en cada tienda de estas, cada uno con sus cestos delante con las flores para procesar y con los pétalos ya sueltos. Amarillos, rojos, fucsias, naranjas, azules, morados…todos, todos. Aquello era Badrian Street.


Un poco más adelante la cosa cambia: la fruta y la verdura ocupan ahora los puestos. Hay más suciedad, más rincones con la basura de las hojas pochas y los tallos recortados o las pieles de los plátanos. Hay puestos solo de betel, la hoja que tanto usaban antes (ahora ya solo la gente mayor) y que torna rojizos los dientes. No es tabaco, es betel. A veces la rellenan con la propia nuez. Además de los dientes, veréis escupitajos y manchas rojizas por las paredes y el suelo que son betel exprimido y escupido. Mmmm.


Hay puestos especializados en plátanos, hojas de plátano cortadas (las usan como plato), una sola verdura, o bien otros, mucho más vistosos, en los que se mezclan (¿cuántas van?) pepinos rarísimos, melones de formas desconocidas, naranjas, tomates, maíz, lyches y toda suerte de frutas que podría haber aprendido pero no lo hice. Ah, y los de la caña de azúcar, con su exprimidor de rodillos (como los escurridores de las lavadoras antiguas) que te preparan un vasito turbio y dulce que no me atreví a probar, la verdad. Demasiado azúcar y materia orgánica juntas. Soy atrevido, no loco. Picante, una jartá; dulces callejeros, no.



Y nada, vuelves a la Bose Road a esperar a tu transporte mientras te empujan las señoras, te pasa la vaca al lado y te empuja, pasa la moto y como te descuides, te empuja… en fin, que las flores y las frutas tienen un precio: recibir empujones. Pagadlo si podéis.