Los españoles lo llamaron “El capitán” según parece, pero de
los conquistadores quedan en Colorado sólo algunos topónimos, como el mismo
nombre del estado.
Fuimos a Pikes Peak por casualidad, porque estuvimos
alojados en Colorado Springs y vimos allí un prospecto publicitario.
Considerando que nos venía de camino, ¿quién podría resistirse? Además, el
desvío indicaba una subida de apenas unos 25 kilómetros o algo más. Y lo que se
ofrecía a cambio no era desdeñable: nada menos que subir por encima de los
14000 pies (cerca de 4500 metros) en coche. Vamos, como subirse al Teide
conduciendo.
Nada sabíamos nosotros entonces (lo descubrimos años
después) de que la subida a Pikes Peak es una de las pruebas clásicas del
automovilismo estadounidense e internacional. Internet me habla de una prueba
de veinte kilómetros, 156 curvas y casi mil quinientos metros de desnivel desde
el inicio, lo que da un promedio de aproximadamente un 7% -¡promedio!). Véase
el video de Vatanen, mítico, o cualquiera de los que encontraréis en youtube si
buscáis con la cadena Pikes Peak; si añadís el año en que nosotros lo subimos
(1996) veréis qué cacharros usaban los profesionales por comparación con mi
pobre coche, del que hablaremos en otro momento, pero que, a la sazón, era un
sedán vulgar y corriente. Y que llevaba a bordo a seis personas –cuatro adultos
y dos niños pequeños- y su correspondiente equipaje para viajar un mes. Tela.
Viendo ahora los vídeos de competición me doy cuenta - rememoro- lo intimidatorio de la subidita,
pero sobretodo, las vistas aéreas permiten verificar la impresión que tuvimos
de desolación absoluta en el tramo final y en la cumbre. Pero vamos a “nuestra”
subida.
Comenzamos con asfalto, pero pronto, muy pronto, el camino
se hizo de tierra, muy ancho eso sí. Aquí y allá había gente haciendo picnic en
la zona baja, arbolada y muy agradable. Los primeros kilómetros fueron lo que
esperábamos, una subida a un puerto de montaña. Pues vale, pues bueno, pues
bien. Llevábamos ya unos cuantos días recorriendo las Rocosas y estábamos
hechos ya al lugar. Todo discurría normalmente hasta que las cuestas comenzaron
a hacerse más inclinadas. Mi coche, automático, tenía una posición específica
para subir cuestas y así lo puse. Pero rezongaba más de la cuenta. En un
momento dado, nos encontramos con el primer coche con el capó abierto y fue
entonces cuando presté algo de atención a la temperatura del radiador. Iba
subiendo, pero estábamos aún dentro de lo normal. Todo subía allí. Subía la
temperatura del radiador, subía la lentitud del coche que progresivamente iba
dando menos fuerza, subía la inclinación de las cuestas… y sobretodo, subía el
número de coches apartados a un lado con el capó abierto y con su gente – los
que la tenían- echándoles agua en el radiador.
La cosa empezó a inquietarnos cuando la aguja de nuestra
temperatura alcanzó el límite de la marca roja. Olvidé decirlo: no se podía
bajar por aquella rampa sin escolta. Sólo cuando la policía – cuando fuera que
pasase- determinara que tu coche no estaba en condiciones de seguir te
autorizaban – y escoltaban- la bajada. Para eso te habían dado prospectos a la
entrada que, obviamente, echamos a la guantera sin leerlos más que por encima.
- Oye, que vamos a parar un ratito a que se enfríe.
- Hombre no me digas que no puede subir.
- Pues hasta ahora sí, pero desde que me subí con el
histórico Talbot Horizon el Puerto de los Leones cargado hasta los topes no
había visto una aguja de temperatura tan alta nunca.
- ¿Cuánto falta?
- Pues unos 6 ó 7 kilómetros.
-Pero si eso es nada.
-Si, ya, díselo a los de la cuneta que hemos pasado. Hala
chicos, sacad la pelota y los juguetes, vamos a echar unas patadas.
- Mejor les damos de comer.
Y así fue. Los niños comieron sus potitos. Nosotros
estiramos las piernas, echamos también un bocado y el capó del coche abierto de
par en par, como todas sus puertas, nos introdujo en el club de los
recalentados de Pikes Peak. Después de una media hora o así admirando el
paisaje (aún había árboles a aquella altura y las vistas eran, hay que decirlo,
espléndidas, todo rodeado de árboles y montaña) decidimos continuar. El coche
no andaba nada. Pero nada. Después me enteré de que, en altura, los motores
atmosféricos (no los turboalimentados, o menos) pierden potencia como
consecuencia de la menor cantidad de oxígeno y presión del aire. He leído que
un 10% menos de potencia por cada mil metros sobre el nivel del mar. Claro, si
partimos de unos 2500 metros, ya vamos con un 25% menos, pero es que en los
3500 aproximadamente a los que nos encontrábamos, teníamos más de un tercio
menos de potencia. Íbamos a unos diez por hora. Se dice pronto.
Y unas rampas de aúpa que además poco después se
convirtieron en un erial, ya que la vegetación casi desapareció. Una cuesta
hacia la nada en medio de la nada; rodeada, eso sí, de unas vistas a lo lejos
de postal. El coche volvió a calentarse a los diez minutos.
- Pero si no hemos avanzado casi.
- Ya, pero me estoy empezando a preocupar. Se ha vuelto a
calentar en muy poco tiempo, no anda casi y cada vez hay menos gente, ¿no os
habéis dado cuenta?
Efectivamente, otros coches que iban subiendo y que veíamos
en la distancia desde alguna de las decenas de revueltas, unos delante y otros
detrás, ya no estaban. O se habían parado fuera de nuestra vista o habían
renunciado. O habían subido.
- Pero no hemos visto bajar a nadie.
Dicho y hecho, delante de nosotros pasó un pequeño convoy de
cuatro coches precedido por uno de la policía. Nos hicieron una seña hacia abajo
pero, gallardamente (inconscientemente) negamos con la cabeza, sonreímos abiertamente,
levantamos el pulgar y les saludamos al pasar. Quedaba poco y no nos íbamos a
rendir. Qué leches.
Otro buen rato después, que se nos hizo esta vez muy largo,
continuamos. Hacía frío a esa altura. La ascensión era angustiosa, iba más
pendiente de la aguja del radiador y de mantener el coche tan bajo de
revoluciones como fuera posible. Incluso pusimos la calefacción a tope en un
vano intento de quitarle algo de calor al motor; no hacía tanto frío como para
necesitarla nosotros, pero pensamos que así le restaríamos algún grado.
Ventanas abiertas del todo, niños ya potrosos, aguja en el límite, paso de
tartana… y llegamos. Por fin. ¡Llegamos!
Pero… pero… pero si esto está casi vacío.
Hacía un frío de narices, vimos el rótulo verde de Pikes
Peak, 14110 pies, la estación del trenecito turístico que sube hasta allí, los
cuatro coches contados que ocupaban el exiguo parking, nos hicimos una foto
apoyando la cámara en un piedra y alguna otra del panorama y nos fuimos más que
deprisa, aunque antes le dimos una vuelta rápida a la pequeña meseta donde hay
incluso un merendero o algo así. Nuestro tiempo no daba para más y faltaba la
bajada.
Joder, la bajada. Coche automático. No retiene. Poquito,
vamos. Con la misma relación con la que subes, has de bajar, pero además aquí
tirando de freno todo el rato. Tanto, que a media bajada, hay un puesto de policía.
-¿Y estos?
- No sé, espera a ver.
- Hi there officer, ¿any problem?
- Hi, just checking your brakes, sir.
¿Lo que? Pues que el tío, con una sonda, tomaba la
temperatura, esta vez de los discos de freno. Obligatorio. Si los encontraban
demasiado calientes, te hacían parar media hora.
-Ok, keep going.
-Thanks, bye.
- Have a nice day.
-You too.
La bajada la disfruté mucho. El coche bien, un paisaje
impresionante, vistas magníficas, la temperatura – ahora la ambiental-
subiendo, los niños dormidos, sol, las Rocosas. La felicidad existe. Es cuestión
de temperatura.