Abrió la puerta, que pesaba, como siempre, una barbaridad. Ajustó
la tarjeta en la ranura y la luz del pequeño recibidor se encendió. La soltó
aliviada y encendió el cuarto de baño. Echó un vistazo rápido. Le gustó. La
ducha era amplia y tenía una mampara muy grande, lo que permitiría regalarse un
agradable rato bajo un buen chorro sin llenar el suelo de agua; el lavabo era
también grande, con suficiente encimera; un gran espejo ocupaba todo el frente,
las toallas estaban primorosamente dobladas en un soporte de acero y había
jabones y geles en una cestita. Había incluso dos albornoces.
- Buena pinta – se dijo a si misma.
Se dio cuenta entonces de que aún arrastraba la maleta de cabina y
el bolso todavía colgaba de su hombro, así que se dirigió hacia
la cama, lanzó el bolso y dejó la maleta de pie en el suelo. Se quitó la
chaqueta y se asomó entonces por el enorme ventanal que iba del suelo al techo. Tenía
una hoja central que podía abrirse un resquicio de unos veinte centímetros, así
que lo hizo. Le agradaba poder abrir la ventana, respirar el aire de la calle y
recibir los olores del lugar, algo que se había convertido en misión imposible
en los grandes hoteles urbanos. Podía ver la vía desde allí: estaban
junto a la Friedrichstrasse y su famosa estación de tren. Justo en ese momento,
pasó uno. Ella esperaba que hiciera más ruido del que realmente
produjo, así que suspiró aliviada.
El subió diez minutos después, tras haberse informado de las
combinaciones de transporte, distancias a pie, horarios y entradas para los
museos, en especial el que era motivo del viaje.
- Oye, qué buena habitación.
Ella asintió, mientras él se desembarazaba de la cazadora y de su
propio maleta y su pequeña mochila de cuero que a ella tanto le disgustaba y
su maleta.
- Bueno, ha sido un día largo, ¿no te parece?
- Y tanto. Además es tarde, ¿has preguntado dónde podríamos tomar algo a estas horas? ¿O quieres que nos
acerquemos al puesto de salchichas del pasadizo bajo las vías?
- Pues no, no he preguntado, porque creo que lo del perrito
caliente va a ser lo mejor. Yo estoy molido y mira qué horas llevamos. Mañana
convendría salir pronto.
- Entonces me refresco un poco y nos vamos.
Sacó su neceser de la maleta y se fue hacia el baño. Él comprobó
que la cámara estuviera en condiciones para el día siguiente y se sentó mirando
hacia la vía del tren y el edificio que tenía enfrente.
- Aquí delante hay una biblioteca.
Ella no respondió. En cambio, salió del baño y señaló la puerta
con la cabeza.
- ¿Vamos?
A escasos cien metros, volvieron a meterse bajo el puente
ferroviario encima del cual estaba la estación del U-Bahn y se acercaron al
puesto de perritos calientes. Estaba concurrido. La clientela la formaban
algunos taxistas, un par de chicos jóvenes y un mendigo que dormía bajo unos cartones en un rincón
del túnel y que se había acercado con
algo de dinero. Ellos cruzaron una mirada de inteligencia. Viajeros avezados,
esta vez tocaba así; en otra ocasión la cena sería mejor. La camarera, una
rubia poderosa empezando a perder brillo, los miró displicente. Qué-hacéis-vosotros-aquí. Pidieron dos curry wurst al modo berlinés que la
rubia les sirvió sin ceremonias. Puestas las salchichas en sus respectivos
platos de plástico, las troceó y las acompañó con patatas fritas; después
fueron vigorosamente espolvoreadas con curry, cubiertas con kétchup y acompañadas de sendas cervezas.
Se apoyaron en una barra lateral y las comieron sin mucha
charla. Los taxistas, en la barra de fuera, conversaban en cambio animadamente;
los jóvenes cogieron sus pedidos y siguieron caminando; el mendigo se les
acercó. Hablaba español. Mientras atacaba su segunda cerveza, les contó una
extraña historia de persecución política en Rumanía, de donde provenía, de
deudas en Alemania, donde vivía ahora, y una larga lista de lugares en los que
había vivido antes, incluidas Sevilla y Barcelona. Ellos le siguieron la
conversación sin entusiasmo, cansados como estaban. Aun así estuvieron
charlando un buen rato, en el que se interesaron cortésmente por sus andanzas,
sus conocimientos de música – era violinista, les dijo-, las razones de su
persecución en Rumanía en la época de Ceaucescu, su estancia en España, la
paella, la buena gente que él recordaba de aquella época, el calor del sur y el
frío de Berlín, el dinero que le debía el gobierno alemán y su protesta
consecuente, mantenida a base de permanecer en sus cartones bajo la mismísima
estación de Friedrichstrasse.
- Y eso, ¿le funciona? – inquirió ella.
- Pues no, pero no tengo otra cosa que hacer.
La pareja asintió y, sutilmente, comenzaron a recoger sus platos y
botellas para, finalmente, salir de allí antes de que el hombre llegara a ponerse pesado. Estaban demasiado fatigados para concederle más tiempo. Ni
a él ni a nadie, en realidad. Se despidieron amistosamente y volvieron al
hotel. Ya en la habitación, ella se metió en el cuarto de baño. Él en
cambio, hojeaba la documentación mientras esperaba a tener vía libre.
- ¿Sabes que es el centenario de las excavaciones en Tel elAmarna?
- ¿Y?
-Pues que hay una exposición sobre ellas, justo en las salas de
abajo del museo.
- Ya pues la veremos también ¿no? Desde luego, es curioso, en
veinticuatro horas habremos combinado curry
wurst, un puesto callejero, un mendigo rumano, Nefertiti, Berlín, un hotel
estupendo, caminata, tren, avión, metro… y nos falta por saber qué nuevos
ingredientes del cóctel aparecerán mañana.
- Bueno, sí, hay que saber mezclar. Mañana Nefertiti removida, no agitada.
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