Aquel día, salvado el trafiquillo liviano de El Cairo, salimos y nos
despedimos de las pirámides y del gentío, enfilando, tras un buen rato de
suburbios progresivamente más desérticos en todos los sentidos, la carretera
que lleva al sur. Entre lo mejor de este día y de otros similares no sólo
fueron los lugares de destino, sino, una vez más, el trayecto: pasar por los
pueblos, carretear, ver la vida diaria, las tiendas, los vehículos, los mercados,
la gente, los campos, los animalillos... Mientras otros dormitaban, yo quemaba
mi cámara y las pestañas, luchando por no perderme nada.
Al cabo de una buen rato, alcanzamos la primera visita, las tumbas de
Beni Hassan, “tumbas rupestres de los nomarcas del nomo de la gacela (el 16º)”,
decía el programa. Al subir, encontramos a los primeros vigilantes de la ruina,
es decir, un par de vejetes con sus chilabas y su AK47, tan serios como
polvorientos e inútiles. Lo primero que llama la atención una vez subes la
cuesta, es la línea. La línea perfilada y nítida entre el verde y el ocre. La
vegetación de la ribera del Nilo y el desierto. Sin medias tintas.
Los jeroglíficos con imágenes de la vida diaria, las luchas, los
deportes... fueron muy interesantes. Había todo un repertorio de escenas de
lucha-pugilato, de acto sexual, “la prueba del pañuelo” (toma)... muy curioso. Buena visita.
Y un buen rato después, después de pasar junto a un inmenso cementerio
lleno de pequeñas cúpulas y cenotafios, llegamos a una lugar extraño donde los
haya: Tel el Amarna, es decir, Ajetatón (o Akhetatón), que significa “El
Horizonte de Atón”, la ciudad del pirado
de Akhenatón. Qué zumbado. Se fue a tomar viento (bueno, el sol en realidad) y
nunca mejor dicho. Estábamos allí nosotros y otros tres descarriados. Qué
soledad.
El horizonte de Atón es real: es una línea tensa y plana de montículos
al frente formando un valle casi circular alrededor de la ciudad (¿cuántas
veces nos lo repitió nuestro amigo Hisham, el guía?) La ciudad, porque debió
serlo, es como ir a Numancia: recitos inmensos en este caso pero que no suben
más de tres filas de piedra de las que debes creer que fueron un palacio, otras
tres un puente y otras tres un templo. Y dos columnas que no son originales, de
las cuales una, la única en pie y que sobresale de todo cuanto la rodea, llama
la atención enseguida. La otra sólo tiene la base del fuste. Y, cómo no, de
nuevo unos guardianes con su AK47 que parecían salidos de un comunicado de Al
Qaeda en su célula geriátrica. Lugar histórico, pero no monumental, desde
luego. Ahora, que impresiona. Mucho. Y aquí, precisamente aquí, en este erial
encontraron el busto de Nefertiti que los alemanes se llevaron y hay que ir a
Berlín a ver. En su día anoté: “ir a Berlín a saludar a Nefertiti. Guapa!!!!”
hace un mes lo cumplí. Y vale la pena. Además se cumplen cien años del
descubrimiento de la imagen y en Berlín pudimos rememorar esta visita gracias a
la exposición temporal que había. Volviendo a Akhetatón, el sitio era “especial”. Desangelado, aislado,
perdido, solitario polvoriento, achicharrado… pero algo tenía, sí: algún aura o
algo extraño. A mí me lo pareció. El horizonte aquel embrujaba. Dando la
espalda a lo que quedaba de la ciudad, uno veía aquella línea casi perfecta de
horizonte y claro que podía sentirse algo místico.
Terminada la visita, volvimos al siglo veintiuno, o quizás no. Bueno, hicimos
el cruce del Nilo en barcaza. Unas risas, con el comandante Al Cousteau al
mando y todos nosotros y los egipcios presentes opinando sobre cómo hacer el
embarque y el desembarque de los vehículos.
Dormimos en Asyut, ciudad viva ésta. Allí hicimos un brusco regreso a
la cotidianidad, y tras instalarnos en el hotel, del que la policía no quería
dejarnos salir, cómo sería la cosa, intentamos ver el partido del Madrid y el
Atlético. Con un par. Ciudad nada, pero nada turística, feudo del Peugeot 504 y
el Fiat 1400. Hasta vi un Seat 1500 circulando de taxi en 2010!!! Tras mucho
deambular, preguntar ser escrutados a conciencia por los viandantes, a quienes
debimos parecer marcianos, logramos encontrar un cafetucho mugriento y
asqueroso donde nos metimos a ver el partido. La escena era buena: un policía
fumando cachimba, un tiparraco gordote y
espeso con la chilaba con más lamparones que un mantel viejo, las paredes con
un zócalo roñoso hasta la altura justa de la clientela, seguida hacia arriba de
una pintura vieja y desconchada que debió ser blanca y ahora ofrecía un mucho
más cálido tono sepia (a la plancha); los vasos, en origen de vidrio
transparente, eran ahora traslúcidos y tanto
la silla como la mesa parecía recubiertas de Araldyt. Eso sí, tenían 400
canales en el satélite... excepto Al jazeera Sports, por el que se emitía el
partido. Cagüenla. No lo vimos, pero el chaval del chiringuito de al lado nos
cantó los goles. Cabrón. Mi amigo Pepe
se fumó la cachimba y nosotros nos tomamos una Pepsi para hacer gasto mientras
un menda intentaba sintonizar una y otra vez el puto partido y nos ofrecía en
su lugar uno de la liga inglesa. Nos marchamos, probamos en una tienducha de
mala muerte pero ya habían cerrado... nada. De vuelta, mientras Pepe trataba de
encontrar algo por su cuenta, mi hijo y yo encontramos un café de puta madre
donde lo proyectaban. Quedaban 10 minutos. Ya íbamos de mala leche, así que, al
hotel. Curioso paseo: una ciudad muy viva de noche; todo hombres, eso sí. Las
mujeres, en coche, y pocas. Pero mucha, mucha marcha. La gente paseaba por la
calzada. Nadie iba por las aceras. Qué cosa tan extraña. Cuando por fin entramos
de vuelta al hotel, un hotel para egipcios, nada acostumbrado a los guiris y
exento de lujos (y de casi todo) los policías de guardia nos miraron de reojo,
con cara de cabreo. Nefertiti los confunda.
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