martes, 21 de agosto de 2018

ORDU, LA ANÁBASIS Y UNOS PISTACHOS




Ordu, en la costa norte turca, es una ciudad de paso,  a medio camino entre Samsun y Trebisonda. Pero, según nos cuentan quienes saben de esto, Ordu es el lugar donde se produjo un famosísimo hecho del relato de la Anábasis: la llegada al mar de los supervivientes del ejército de Jenofonte, tras una agotadora y épica marcha. Derrotados por el ejército persa, Los diez mil atravesaron toda la Anatolia desde las actuales Siria y Armenia buscando la salida al mar. Allí confiaban en ser recogidos por barcos griegos. La vista de la costa, tras innúmeras calamidades y sufrimientos, provocó el grito desgarrador, contagioso y liberador de ¡Thalassa, thalassa! ¡El mar, el mar!

El Mar Negro, el Pontos Euxinos


Todos los que han estudiado un poquito de griego clásico han tenido que traducir ese párrafo y, lo que es peor, interpretarlo. Porque claro, para los chavales de bachillerato, diccionario en mano, averiguar que Thalassa significa mar es fácil. Pero comprender todo lo que se resume en el grito de los soldados de Jenofonte al ver el mar, no está al alcance más que de unos pocos. Y menos aún la concepción de que aquella última etapa de la Anábasis es, metafóricamente, el final del viaje interior, que es lo que significa la palabreja.

Con semejante pasado parecería que Ordu pudiera ofrecer algo de interés, pero no es así. Restaurantes poco o nada adaptados a turistas, ofrecen los clásicos entrantes a base de karisik meze y haydari y poco más. En una parada "técnica" del largo camino, la única visita posible era la del mercado para estirar las piernas. ¡Ah, pero los mercados son ocasiones perfectas para conocer el país! Allí que vamos.

El mercado de Ordu es un edificio sin ningún atractivo, blancuzco y ramplón. Los puestos de alimentación quedan detrás de los de artesanía. Y en estos, los comerciantes son más incisivos que en otros sitios y ofrecen puñales con mango de presunto cuerno de cabra, figuritas de madera labrada o ajedreces formados por ejércitos variopintos. No hay nada atractivo en esa zona. Mucho más interesante era la dedicada a las hortalizas, la fruta y los pescados. Puestos exuberantes de cebollas, rábanos –espectaculares-, tomates, pepinos, pimientos, calabacines, lechugas, melocotones, ciruelas, cerezas, nueces, pistachos y avellanas te reciben acogedores. Los colores y las formas a veces son poco agraciados. Pero los olores y los sabores son excelentes, como puede comprobarse en los restaurantes. Y el conjunto es muy pinturero.

Los pistachos en verde y en rama son difíciles de reconocer, y encima tienen un tono rojizo que despista aún más. Hay que tratar de ver algunos abiertos y entonces se ve claramente el fruto.

- ¿Compramos unos pocos?
- Bueno, así los probamos, ¿no?

El vendedor, desprevenido, acercó el abollado platillo de la balanza y tomó cuatro medidas con un cacillo mellado y oxidado, puso el plato en una decrépita báscula y la equilibró. Redondeó a doscientos gramos. Los propietarios de los puestos próximos miraban entre sorprendidos, curiosos y expectantes. Algunos tenían una pequeña azada junto al carrito donde transportaban su mercancía, y sus manos denotaban claramente que no había intermediarios. Gente oscura, seria, trabajada y trabajadora.

El hombre escribió una cifra en el papel de un periódico para envolver y devolvió el resto de lápiz a su sitio en la exigua caja. Esperaba que lo hubiera puesto sobre la oreja. Pero no. Al cambio, el kilo estaba a unos dos euros y medio. Pero daba igual el precio,  ¿acaso no eran pistachos frescos comprados en Ordu, los mismos que comía Jenofonte mientras gritaba Thalassa, thalassa espurreando con la boca llena?

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