domingo, 1 de julio de 2018

LA SOLEDAD DEL PINGÜINO (DE COMODORO RIVADAVIA A LA RUTA 40)



Nos despertamos aún de madrugada. La noche ha sido corta, como lo son todas, fruto de las largas jornadas de carretera. He tenido un extraño sueño. Ayer visitamos las pingüineras de Punta Tombo. Caminar entre los pingüinos es una experiencia de las que uno no olvida. Y ver los nidos, las gigantescas colonias, los roquedales, las playas, las colinas llenas da una sensación de multitud, de masa, de hormiguero recrecido. Se hacen muchas fotos allí, se juega, aunque esté prohibido, con los que atraviesan las pasarelas. He soñado que uno de los pingüinos se había venido, inadvertidamente, con nosotros hasta Comodoro, había dormido en mi habitación y ahora esperaba fuera a seguir el viaje. No sé cómo sería posible, claro. Así son los sueños, ¿no?


Comodoro Rivadavia es una extraña ciudad, sin encanto para el viajero, pero indudablemente activa. Es la capital argentina del petróleo. Los camiones ya circulan, o tal vez no dejaron de hacerlo. El puerto, visible apenas en la penumbra, también ofrece movimiento. Ya hay mucha gente por las calles. Las aceras bullen. El hotel es triste, feo, de batalla. Apesta a pintura reciente, pero sigue pareciendo –siendo- viejo. Desayunamos apresuradamente unas empanadas de carne y verduras en la barra de la cafetería. Recalentadas y desabridas como todo el establecimiento, al menos están calientes, como el café.

Cuando llegan las tres combis, como llaman aquí a los minibuses, ya llevamos un buen rato esperándolos con el equipaje en la recepción y las cuentas resueltas. La mítica Ruta 40 nos espera, pero antes cruzaremos desde la costa este hacia el interior por la Ruta 26, y pararemos a visitar el Bosque petrificado de Sarmiento.

Hasta Comodoro vinimos en un autocar, pero las carreteras que nos esperan no admiten ese tamaño, como comprobaremos pronto. Apresuradamente y con toda intención, abordamos la más nueva. Las gomas dejarán entrar menos polvo y la suspensión será algo mejor, cabe esperar. El ripio amenaza. Como siempre, el cambio de vehículos genera carreras, reserva de sitios, gente al acecho de los asientos y algunos viajeros descolocados o rezagados que no encuentran dónde ubicarse a su gusto. Surgen las disputas por las plazas de delante, las ventanillas o el acomodo de grupos de amigos. Unos se ocupan del equipaje y otros de la captura del puesto ideal. Tras una porfía de media hora, aparentemente todos han encontrado su sitio, pero no todos están igual de satisfechos.

Una de las combis ostenta un orgulloso rótulo en una de las puertas traseras: Las Malvinas son argentinas. Los conductores nos observan, entre curiosos y displicentes. Solo somos un grupo de locos a los que hay que llevar hasta Calafate por carretera, en lugar de tomar un avión como hacen casi todos. Para ellos el trayecto es mero trabajo. Rutina.

Hacia la meseta interior, nos encontramos centenares de las icónicas bombas de petróleo de émbolo. Están por todas partes. Ocupan a veces pequeñas plataformas excavadas en las laderas; en los llanos, comparten espacio con el escaso ganado. En un intento por hacerlas alegres, las pintan de colores vivos, pero siempre combinados con negro: rojo sangre, verde pistacho, amarillo chillón.  Parecen gallinas picoteando sin parar. Recuerdo entonces a mi pingüino ¿Qué haría aquí? Pobre. 

La carretera atraviesa una cadena de colinas, con subidas y bajadas largas pero suaves. Pronto llegamos a la inmensa llanura. Transcurrida una hora, vislumbramos por un instante -maldigo por no llevar la cámara preparada- apenas al único gaucho aparentemente genuino que tendremos ocasión de admirar. Porque no volveremos a encontrarnos con aquella estampa en todo el viaje. Quiere decirse un hombre trabajando en el campo, no alguien vestido de gaucho que atiende al turista. Canónico él, lleva puesta su boina vasca, su pañuelo de cuello y va fumando, soltando sus vaharadas; le acompaña además la llamada “tropilla”, a saber, tres perros y su caballo. Cabalga lentamente, como dicen tangos, milongas y chamamés que ha de ser, y lo hace bordeando por dentro la alambrada que limita con la carretera; seguramente la está revisando. En absoluta soledad salvo por sus animales, está lejos de cualquier sitio. Es una postal, un folleto publicitario. Existen.

Cristóbal Repetto y su tema Puestero soy acuden inmediatamente a la memoria. De hecho, una nutrida banda sonora seleccionada para este viaje me hace compañía de vez en cuando en los auriculares:  Gardel, Goyeneche, Vitale, Gotan Project, Mulaya, Varela, Santaolalla, Repetto, Piazzola, Larralde y muchos más. Un pingüino en mi ascensor no entraba en los planes. 

Hay un solo pueblo entre Comodoro y Sarmiento. Cerro Dragón es en realidad una base petrolera. Aparte de los inmensos depósitos y el tráfico pesado que genera hacia la costa, nada ofrece de interés salvo un aire de pueblo límite, de frontera, de aluvión. El antiguo oeste en el siglo XXI. Los comercios son escasos, impersonales, insulsos.  Todo resulta triste y árido. Las calles están desiertas, son anchas y las bate el viento. Vivir aquí no parece tener grandes alicientes. Ni pequeños. En realidad, debe ser atroz.

Desde que lo dejamos atrás, el poco tráfico que traíamos desaparece. El camino es largo y monótono. Atravesamos la llanura por una carretera estrecha de grandes rectas. Solo de vez en cuando surgen algunas ondulaciones y curvas. Nos flanquean constantemente las cercas, tres hilos de alambre de espinos sujetas por estacas de madera.  El viento arrastra el polvo, que cruza la carretera y agita el parco matorral, que es bajo, ralo y grisáceo. Los coirenes se parecen al esparto, fibrosos y ásperos, como todo allí. Los guanacos son los únicos que comparten con nosotros la planicie desolada. Solo junto a los escasos cursos de agua hay algo de verdor y ganado. Vacas de raza Hereford, siempre vistosas, tan rojas y blancas; y algunas ovejas merinas, muy cargadas de lana. “No es sitio para un pingüino” me convenzo.

La población de Sarmiento surge finalmente ante nuestros ojos, aunque sólo paramos un momento para hacer uso del baño en una gasolinera. Los carteles del lugar anuncian Súper Choripán qué rico y una Gomería-Lubricentro. Es evidente que allí sí hay agua, porque los rebaños son grandes y el verde sustituye temporalmente al gris. Incluso hay árboles.

Hacia el Bosque petrificado, el asfalto acaba pronto. Llega el ripio, la grava. De momento solo nos acompañará en esta visita, pero cuando alcancemos la Ruta 40 será una constante. Hay quien se queja. A otros nos encanta. A esto veníamos. Una carretera sin nadie y un paisaje inabarcable durante horas. Pero no como figura retórica. La vista se pierde de nuevo, aunque el terreno es aquí más escarpado y el camino irregular. La grava y la estela de polvo obliga a las combis a espaciarse. Sortean los baches, eligen cuidadosamente el lado de la carretera menos pedregoso, y de vez en cuando, dan un tremendo frenazo para atravesar lo que llaman guardaganados, los pasos canadienses. La grava rebota constantemente en los bajos del vehículo, y solo entonces me doy cuenta de por qué casi todos llevan el parabrisas quebrado. A nuestros lados van surgiendo formaciones de estratos en las pequeñas lomas.



El camino al bosque es un terreno casi lunar, pero aún lo es más el propio yacimiento. Entre una nube, aparcamos. Un vídeo explicativo y un vistazo al pequeño museo sirven de aperitivo. Al entrar por fin, nos previenen muy sonrientes de que a la salida hay cacheos para evitar que salgan de allí piedras como recuerdos. Los viajeros nos miramos, escépticos y un punto divertidos. 



Hay que llamarlo bosque porque lo fue. Pero ya no hay ni un árbol. Apenas alguna planta. Lomas peladas, torrenteras secas y pedregosas, líneas de horizonte y franjas del terreno con los colores de la gama del albero, del ocre y del granate, piedras, vetas rotas, tierra pobre, eso es todo. Árido, seco, desnudo, muerto. Sobrecogedor. Recorremos la senda marcada, de la que no hay que salirse, y comienzan a aparecer los primeros ejemplares de troncos fosilizados. Al principio son escasos, luego se vuelven abrumadores y masivos. Decenas de árboles petrificados caídos por doquier. De las pequeñas colinas sobresalen tocones estériles. Y millones de fragmentos esparcidos por todas partes, guardando los colores de la antigua madera: pajizo, amarillo, dorado, ocre, teja, vino, sangre, tostado. Algunos sitios parecen el suelo de una serrería, lleno de virutas y serrín, pero son lajas y gravilla; fueron madera, son piedra.
El recorrido nos permite ver de cerca los Cerros colorados, en cuyos estratos algunos tonos rojizos parecen pintados a mano. Las cámaras de fotos no cesan de sonar, ni la gente de posar. Quien más quien menos, toca los árboles o recoge algunas virutas, y unas cuantas acaban en los bolsillos pese a las advertencias. Hace calor, el sol está en lo más alto y el viento de la carretera aquí no aparece por ningún sitio. Las gorras, los pantalones cortos, los pareos, las cremas solares, las gafas de sol, las botellitas de agua y hasta alguna sombrilla convierten la estampa en un prospecto turístico. “Visite el Bosque petrificado de Sarmiento”. Los más lentos van quedando atrás, y los guías les indican atajos para regresar. Me pierdo tan lejos como soy capaz sin perder de vista al resto, por si acaso. Sólo una mujer sigue mis pasos. Nos miramos con una sonrisa cómplice, pero cada uno sigue a lo suyo, con los sentidos enfocados al paisaje brutal, a la aridez violenta, a los mudos troncos clavados, a los colores feroces, al calor, a escuchar el silencio, a tomar fotos que atestigüen vanamente el asombro del momento. El viajero atento debe concentrarse en muchas cosas para construir sus recuerdos.




A la salida, nadie nos cachea, obviamente. Aguardamos a los rezagados charlando en el porche del pequeño museo. La encargada nos señala una vistosa planta que crece junto al edificio. Es un calafate, que tanto nos va a acompañar desde entonces. Una planta arisca, dura y bella, llena de pinchos, con hojas de un intenso verde y flores luminosamente amarillas, más todavía en medio de tanto color pardusco; el fruto parece un arándano, morado y esférico. Nos ofrece algunos y descubrimos su dulzura, pero también su capacidad de tinción. Nos enseñamos las lenguas azules, como los legionarios tramposos de Astérix. Las minúsculas semillas viajarán en mi maleta.

  - Dicen que quien come calafate volverá o se quedará en Patagonia -nos asegura la         mujer-. 
   - Amén – respondo en voz alta y casi todos ríen y asienten.

¿Comerán los frutos del calafate los pingüinos? Tendría que haberlo preguntado. El camino de vuelta nos adormece. El golpeteo de los guijarros en los bajos, el viento lateral, el calor en los vehículos y el traqueteo nos arrullan mientras bajamos hacia el valle. La mañana ha sido muy larga.

Comemos en Sarmiento, en un Restaurante-Parrilla, frente a la Veterinaria La Yunta y a la Gomería Avenida, de las que nos separa una calle tan amplia y vacía como el paisaje. Es un local pequeño, familiar, donde tardan mucho en servir. Allí no hay prisas, allí se para a descansar, a comer y a beber con calma. Un hule de espirales psicodélicas y una Quilmes helada acompañan la espera. Un pollo escaso, aunque gustoso, acompañado de verdura y de otra cerveza de nombre evocador -Otromundo- completan un magro menú. Antes de salir, las combis repostan en una gasolinera que ostenta un viejo rótulo: Estación Caminera de Sarmiento.

Un cartel junto a la oficina llama mi atención. “Sin casco no hay nafta”. Anuncia a los motoristas el uso obligatorio del casco. Parece eficaz, si es que se cumple. La población ofrece comercios sacados del siglo pasado, o de una película de carretera del Hollywood de los 50, salvo que los carteles están en español. Los ultramarinos son aquí multirrubros y venden, como ha de ser, de todo: té, yerba, mate, bombillas, termos, sombreros, diarios, helados... Alguno aparece más cerrado que abierto, otro impacta con su fachada amarillo chillón y los logotipos de las marcas pintadas a mano. Parece que tienen tiempo para entretenerse en ello. Hay más, un estilista unisex -fachada rosa-, un ciberkiosko con fotocopiadora -blanco y azul-, la regalería ofrece golosinas, jugos y bebidas –verde pistacho-, para culminar en el Pub y confitería Molino Rojo –obvio-. A su puerta, una camioneta Ford de los setenta, desvencijada, completa una foto excelente. Hay farmacia también, pero no aporta sabor al guiso. 

La tarde se anuncia semejante a la mañana. De Sarmiento a Perito Moreno, donde dormiremos, hay muchos kilómetros. Encontramos señales en forma de rombo amarillo con la silueta negra de un guanaco, advirtiendo. Recuerdo las que había en Punta Tombo, iguales, pero con un pingüino. ¿Qué habrá sido del nuestro? 

A ratos aburre y a ratos entusiasma estar, sentirse, exacta pero difusamente en ningún sitio. Casi todos dormitan. Yo sigo atento a la nada. Qué manías. Tras dos horas largas de ruta en las que solo nos cruzamos un viejo camión, llegamos por fin al cruce con la ansiada Ruta 40, en un extraño enlace con una isleta triangular, en cuyo centro están los rojos altarcitos ornados con banderines rojos y velas dedicados a la historia del gauchito Gil y la difunta Correa, que uno encuentra a lo largo de todas las carreteras argentinas. Aparte de aquello, el sitio es el paradigma de aquel paisaje. Deshabitado e inhabitable. Una encrucijada inhumana. Paramos no obstante para estirar las piernas. La guía reparte algunas botellas de un agua que nunca estuvo fría y nos anuncia que nos incorporamos allí por fin a la famosa Ruta 40. Al frente se adivinan los Andes. Apenas el tiempo de un cigarrillo para los fumadores y un mínimo paseo para los demás. Cada uno se desentumece como puede.

- Madre mía, esto sí que es soledad – reflexiona en voz alta la mujer con la que coincidí en el bosque petrificado.
-Desde luego. Si alguien la busca, este es un buen sitio.



Me sonríe. Nos subimos de nuevo urgidos por los conductores. Aún falta un buen trecho. Unos metros más allá, los vehículos se detienen obedientes ante la inútil señal que dice “Pare”, inexplicable en una desolación como aquella. Dejamos el asfalto y nos sumergimos sin remedio y para un par de días en el ripio, el polvo y el ruido con la Cueva de las manos como parada ineludible. 

De reojo, creo ver una figura blanca y negra que, bamboleándose, trata de caminar torpemente hacia nosotros, pero se queda atrás, en la isleta. A solas.

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