Mistrás (o Mistras o Mistra) está a escasos ocho kilómetros de la actual Esparta, donde hay poco
que ver. Laconia, y su estricta frugalidad, hasta en palabras – lacónico-
hicieron de la antigua Esparta una ciudad de escasa monumentalidad. Ya de
antiguo se decía que, visitando sus ruinas, nadie sospecharía cuán poderosa
fue. La estatua de Leónidas (me gusta más la del decepcionante paso de las
Termópilas) y su mausoleo, así como un Museo Arqueológico digno, pero que
contiene más piezas romanas que griegas, es casi todo lo visitable. Por el
contrario, creada por decreto en tiempos del rey Otón, impuesto por los
occidentales para arrebatar Grecia al dominio otomano, la actual Esparta es una
ciudad singular en su urbanismo, ya que está trazada racionalmente, en
cuadrícula, y dotada de amplias avenidas y largas y rectas calles, algo
inusitado en el país.
Mistrás, en cambio, es formidable. La fortaleza fue creada por los francos
como punto de anclaje camino de las cruzadas y reactivada por los bizantinos. El
Déspota era hijo o hermano del rey. Tanta importancia tuvo, que fue el último bastión
de su poder tras la caída de Constantinopla, y se mantuvo como complejo monacal
y como sede del despotado de Morea. Creada la nueva Esparta, toda la población
fue obligada a abandonar Mistrás y a habitar la ciudad. Desde entonces, casi
nadie vive en Mistrás. Actualmente solo lo hace un pequeño núcleo de monjas en el convento de
Pantanassa.
Subir hasta lo más alto del castillo permite asomarse al Taigeto desde el
bastión. El Taigeto es el monte desde el que se supone que los espartanos
arrojaban a las criaturas que no les parecían suficientemente fuertes para
combatir, tras un baño ritual en vino. Desaparecido su poder hacía siglos, aún
los romanos valoraban en mucho la educación espartana, y se tomaban como modelo
de ciertas prácticas altamente pedagógicas, inclusivas y amables. En fin… O tempora, o mores.
Mistrás recibió atención durante el romanticismo, como sede que fue de
cierta escuela de pensamiento precursora del Renacimiento y como un elemento
muy adecuado para la mística romántica: ruinas y enredaderas, viejos edificios
que albergaban gente campesina de antiguas tradiciones –orientales en cierta medida-,
evocaciones bizantinas – aún se ven las águilas bicéfalas por algún lado-,
cruzados, y guerreros griegos. Era el momento de ensalzar lo griego –lo clásico-
como oposición al Imperio turco.
Pantanassa es poco más que una sucesión de celdas y una pequeña iglesia con
un amplio surtido de exvotos y unos frescos notables. Las monjas se muestran
esquivas, no así los abundantes gatos que se acercan mimosos a ver qué sacan al
incauto viajero. Todo está monacalmente limpio, ordenado, requetepintado, en chocante
contraste con el resto, casi todo hecho una ruina.
El palacio del Déspota –debe ser el único lugar donde a uno le agradaría
que se lo llamaran- estaba en obras cuando visitamos el complejo. Las iglesias,
San Teodoro, Afendiko, Santa Sofía y varias más, son bizantinas y no tienen
gran contenido, pero me son muy gratas con esos frescos tan recargados, en los
que no queda centímetro cuadrado libre. Bizancio y el abigarramiento sería un
buen título para un estudio de su arte. Todo el recinto destila calma. En
primavera, los espacios entre las ruinas se llenan de flores y los almendros
que hay por aquí y por allá, ofrecen algo de alegría entre tanta paz. Los gatos
te siguen, la hierba crece altísima. Si hay la ocasión de pararse y asomarse al
valle, se ven los innumerables olivos y un verdor que te hace recordar que
Arcadia a la que pertenece Laconia, es sinónimo de esto: fertilidad, exuberancia,
felicidad, calma.
Muy cerca, con uno de esos contrastes tan griegos, comienza Mani (léase a Leigh Fermor) y su agrio y agreste carácter: gente dura, como los espartanos, altas
torres guerreras y paisaje áspero. Pero esa es otra historia.
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