Ha muerto hace poco Peter O’Toole. “No se puede tomar Áqaba
por tierra” le advertía Sharif . Pero sí se podía, como demostró El Lawrence con solo cincuenta hombres,
ya que los cañones apuntaban al mar y no esperarían un ataque desde el
interior, por la espalda. Nada estaba escrito.
Teniendo en cuenta que la escena de la batalla se rodó en
Carboneras, tendríamos que habérnoslo temido: Áqaba no tenía atractivo alguno.
Por suerte, llegar no nos costó tanto como a los sufridos
beduinos en lucha con el ejército turco. Entonces, porque ahora creo que hay
hasta una autopista, la carretera tenía su aquel, pero nada que arredrase a
curtidos conductores. Épica, cero. Nuestro viejo Opel Astra bajó las fuertes y
curvadas rampas desde la meseta donde habíamos visitado Wadi Rum sin esfuerzo,
mientras nos cruzábamos, eso sí, con una interminable fila de camiones que
transportaban hacia el norte, a Amman, todo lo que entra en Jordania desde su único puerto. Los enormes mastodontes, de doble caja, y de quinta mano,
antiguos, con matrículas jordanas superpuestas a las belgas o alemanas que
asomaban debajo, renqueaban, resoplaban a cada cambio de marchas, te asfixiaban
en vaharadas de humo densas como chocolate… pero iban en sentido contrario. Ya
nos los encontraríamos a la vuelta; por ahora, ¡A Áqaba! No hay que explicar que el mero hecho de ir
hacia allí ya era toda una ilusión. En un momento dado, paramos en la cuneta a
la salida del encajonado valle por el que discurría la ruta: se veía el mar. El
Mar Rojo. Y en la costa, desparramada en la llanura, la ciudad. Las
primera veces son, eso, primeras veces.
Llegamos al atardecer, y, como a Lawrence, no
nos esperaban, pero conseguir un buen hotel para las dos noches siguientes no
fue nada complicado y eso que era 30 de Diciembre, como hoy. El cambio de año
no parecía reunir allí grandes multitudes. Ni pequeñas tampoco. Hasta donde sé,
ahora aquello es una verdadera central de submarinismo, y hay mucha demanda,
pero no cuando nosotros la visitamos, hace ya quince años.
Hasta ahí, todo bien. El mito cayó el día de nochevieja, por los suelos. Recorrimos de punta a punta aquella
ciudad y sus alrededores, y nada. El puerto, en su zona accesible, feo y sucio,
y las enormes instalaciones portuarias de carga, ya fuera de la ciudad, una
valla larga como un día sin pan, a cuyo final llegamos a lo más excitante que
encontramos en todo el día: la frontera con Arabia Saudí, donde nos miraron con
una cara a medio camino entre la condescendencia y el “te meto” cuando
cándidamente preguntamos si podíamos pasar al otro lado un rato, por aquello de
haber cruzado al país vecino unos cientos de metros. Algo parecido nos sucedió
al otro lado, frente a la ciudad espejo, competidora y mucho más rica y próspera
de Eilat, ya en territorio israelí y sobre la que no había nada que preguntar
porque era sencillamente imposible acercarse. No había frontera ni camino ¿Y
entremedias? Pues una ciudad que respondía con plenitud al concepto de ciudad
árabe fea. Igual que hay ciudades europeas o americanas feas, que tienen una
fealdad propia. El único monumento o atractivo turístico era el castillo de los
mamelucos, que albergaba un museo tristón y que estaba situado en unos jardines
– los únicos- que bordeaban el desangelado paseo marítimo de cuyas farolas
funcionaban sólo algunas. Fin del relato. Callejeamos todo lo que pudimos sin
éxito alguno. Si tenía algo que ofrecer, nos lo ocultó.
La tarde cayó, y le siguió la noche, a la que llegamos
cansados de caminar y conducir por una ciudad tan poco interesante. Pero era
Nochevieja, así que nos arreglamos en lo posible para unos turistas de a pie y tomamos
un menú un poco especial, pero sin grandes alharacas. Había una cena de gala,
pero era prohibitiva. Los únicos que ocuparon las mesas reservadas fueron unos
quince comensales, todos occidentales con un cierto aire de fiesta postiza, ya
que no había ambiente festivo alguno.
Nosotros nos dispusimos a llegar a medianoche encargando una botella de champán sentados en la buena terraza, disfrutando al
menos del clima y la tranquilidad. Preguntamos por unas uvas -patria ante
todo-, pero nos miraron como los de la frontera, ¿serían familia?
Tras la cena, había baile para aquellos pocos extranjeros
entre los que nos encontrábamos. Cada cual se divertía dentro de las limitadas
posibilidades que aquel lugar ofrecía. En un momento dado un empleado del hotel
se nos acercó y nos preguntó si éramos españoles. Y, como lo éramos, nos
prometió algo especial para celebrar el nuevo año. Imaginamos… una botella de
parte de la casa, unas flores para ellas, unos bombones, tabaco, té… pero no.
La siguiente canción estuvo dedicada “a nuestros distinguidos huéspedes
españoles. Para todos ustedes, Ay Macarena”. Dale a tu cuerpo alegría ¡en
Áqaba! ¿Y para esto nos cruzamos el Yunque de fuego?
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