Releo lo siguiente en la completa documentación que nuestro
buen amigo Pepe nos proporcionó para el viaje.
No sé de quién es la cita y no es completa, aunque sí textual, pero sólo
quiero las ideas. Dice: “Algunos sólo ven la pobreza, una India sin esperanza,
otros hablan de la sabiduría ancestral y pretenden sentar cátedra y hablar en
nombre de la India, finalmente hay quienes descubren a gentes a los que la
pobreza no ha privado de la felicidad y el disfrute de la vida… Hay quien habla
de la alegría de los niños y la dignidad de las mujeres […] No escuchéis a
ninguno. Id allí a descubrirla. Aventuraos en la India de cada día”.
Pues, sin ánimo de dármelas de enterado, es exactamente lo
mismo que me ha quedado en la mente a mi vuelta. Diez y siete días de Madrás
(lo siento, me suena mejor que Chennai, soy un antiguo, lo sé) a Goa pasando
por lugares de ensueño como Mahabalipuram, Kanchipuram, Tanjore (lo mismo que
Madrás, me gusta más que Thanjavur), Madurai, Kochi (Cochin, transijo, ay)
Mysore, Hampi, Belur… y varios más dan para mucho. Miles –y digo miles- de
fotos que ahora deberé depurar (es el único sitio que he visto hasta ahora en
el que si se te mete gente en la toma, la foto gana), horas y horas de
carreteras secundarias viendo de cerca y despacio el campo y los pueblos,
múltiples hoteles y restaurantes, largas explicaciones y lecturas de textos
relacionados con las visitas, templos, palacios, ruinas, cuevas, centros
históricos, antiguas mansiones, elefantes y ciervos, barcos, trenes, autobuses…
mucho.
Pero al final, con lo que más te quedas es con los paseos
por los mercados y por los templos activos, avasallado por la gente que te
sonríe encantadora a pesar de tu inconfundible aspecto y comportamiento de
“guiri”. Los niños se pelean por hacerse fotos contigo, no puedes decirles que
no; los adolescentes te fotografían, o te piden retratarse contigo con su
móvil, eres tú el exótico, amigo; los adultos te miran divertidos mientras tu
miras, divertido también pero más asombrado, a la puñetera vaca robando
plátanos en un puesto de verduras. Las siempre elegantes mujeres miran la ropa
de nuestras compañeras de viaje de reojo, embutidas ellas en saris preciosos, sean
de una lavandera o de alguien con escolta e ínfulas.
El claxon suena y suena, el tráfico es infernal, hay
vehículos por todas partes pero todo es fluido, no hay broncas, no hay piques,
no hay golpes, algo milagroso por otra parte. Un occidental conduciendo por
allí
provocaría de inmediato algún accidente. Desde los
colegios, los niños se desgañitan agitando las manos al ver pasar un autobús de
extranjeros. En una ocasión, las filas esforzadamente logradas por los
profesores se desbarataron entre saltos. La verdad es que te acongojan. Qué
gente.
Comes picante o, en su defecto, muy picante (mmm), y, si
eres arriesgado, pruebas cosas que no deberías por aquello de la prudencia.
Aprendes de Shiva, de Visnú, de Brahma, de Ganesha, de Gadura… y lo olvidas de
inmediato, tan rica y compleja es la caterva de dioses y sus formas. Menos mal
que la lingam, el yoni y los nandi me los he estudiado sin confusión posible. Ves
las rayas en la frente, te ponen el puntito en la tuya, hueles el incienso, ves
las ofrendas, sientes las llamas, te descalzas, escuchas las salmodias, los
sacerdotes te miran entre recelosos por tu incomprensión de lo que allí se hace
realmente – eres intruso- y ávidos de pasarte el plato para que dejes algo a
cambio de un tiznajo en la frente, los monos de los templos te siguen a ver si
hay suerte, los peregrinos que comen en el suelo de los pórticos de los templos
te miran sonriendo y a veces te ofrecen su arroz…
Y te olvidas de la suciedad, pero ¿por qué hay tanta? No lo entiendo.
Lo poquito que he visto de la
India es fascinante. Pero da igual lo que yo os cuente. Es verdad: hay que verla.
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