martes, 18 de junio de 2013

VISITANDO AL SEÑOR DE SIPÁN. CHICLAYO VALE LA PENA


Tras cruzarse uno el Atlántico y el continente hasta la costa del Pacífico, lo que quiere uno es un poco de paz. Pero el programa – y los días disponibles- marcan la vida del turista a fuego. Otro buen madrugón que añadir a la larga lista y nuevo vuelo hacia el norte. A Lambayeque y de ahí a Chiclayo.
Un aeropuerto con una sola cinta para recoger el equipaje y en el que ves cómo bajan las maletas, las cargan en una camioneta y las sueltan en el sinfín te da doble sensación: qué bien, poco visitante; qué mal, vaya guarrazo que se acaba de llevar mi maleta. Entretanto, uno se informa de que “En Lambayeque, 8 de cada 10 celulares son Movistar”. Pues qué bien. Como en casa.
Allí nos aguarda un autobús inolvidable, con unos asientos gigantescos, un pasillo por el que se podían cruzar dos personas, con reposapiés escamoteable, con espacio entre asientos que te permitía reclinar el respaldo sin molestar a nadie… y con ventanillas practicables. El sueño de un guiri curioso.

El trayecto discurre bordeando campos de maíz en distintas fases de madurez o ya recolectados, con ese aire de “después de la batalla” que incluye tierra removida, restos de ceniza de hogueras y montoneras de desechos aquí y allí, así como alguna que otra mazorca, cuando no la planta completa, escapada de la maquinaria y caída en medio del campo. Por haber había hasta bandadas de aves que a modo de las carroñeras, se enzarzaban precisamente con las mazorcas y pequeños montoncitos de grano dispersos.

Llegamos por fin a Huaca Rajada.   Huaca es un término que significa algo así como “todo lo religioso”. Cabe casi cualquier cosa en el concepto, y en este caso concreto, el motivo de que estuviera rajada parece atribuirse a algún intento de los españoles por extraer los posibles tesoros. Lo cierto es que las Huacas, entendidas de la manera más común, esto es, pirámides de adobe con funciones ceremoniales, se ofrecen al ojo inexperto como colinas de apariencia natural. La lluvia y la erosión de todo tipo, así como la extracción de material, las ha convertido, en apariencia, en elevaciones raras. Una vez dentro, la cosa cambia pero mucho.

Las profundas fosas a las que hay que bajar para ver dónde estaban las tumbas no son nada despreciables, y los ajuares, de los que allí se exponen réplicas, dan una extraña impresión. Las tumbas con grandes ajuares funerarios, sean estas, o cualquiera otras dan una sensación de aplastamiento. El palurdo que uno lleva dentro espera encontrar, a tenor de lo que los guías te han venido explicando, y de lo que has ido leyendo preparando el viaje, un cuerpo con collares. Y lo que encuentras es, obviamente, un lenguado rodeado de cuentas. Todo es plano.
Los collares no existen, las cuentas se han colado donde hubo un cuerpo y aparecen en el omoplato o han rodado más allá del hombro. Las narigueras y los pendientes están, las unas entre mandíbula y paladar, y los otros, caídos a los lados de la cabeza; los anillos, hechos un montoncito con las falanges, así como las pulseras, fueran de muñeca o de tobillo, en el mismo montoncito que los huesos de uno y otro lado; las coronas, plumas, y cualquier adorno de cabeza, suele estar en la nuca, arrugado, vencido y descolocado. Las lentejuelas del vestido y los pectorales, sobre las vértebras junto con las costillas (cuanto mayor el pectoral, mayor impresión de aplastamiento), los cinturones, desaparecidos y con la hebilla clavada en el coxis. Lo dicho, un lenguado con su guarnición.

Y la del señor de Sipán, por ser un personaje sumamente importante, poderoso y rico, hacía que del esqueleto caso sólo pudieran apreciarse un trozo del cráneo, las manos y un pequeño tramo de cada brazo y los pies. Todo lo demás quedaba laminado. Hasta tenía unas bolas en las cuencas de los ojos y una nariguera que se había mantenido en su sitio, por no hablar  del  complejísimo juego de adornos que incluía una especie de mandil de concha marina, un pectoral en forma de brazos cruzados, una especie de espinilleras o grebas, tropecientos collares y orejeras, varios frontales… Si alguna vez hicieron un ensayo del funeral, murió de asfixia, seguro.


Y alrededor, las ofrendas en sus vasijas, las osamentas de llamas, y las de los esclavos y sus esposas… Un entierro como debe ser, a la antigua usanza, vaya. El remate, no obstante, estaba en un individuo enterrado en una especie de hornacina, un par de metros por encima del resto de contertulios, en cuclillas, y al que llaman “el vigilante”. “Claro, controlando la fiestuqui” no pude evitarlo. El guía me miró mal.


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