Tras cruzarse uno el Atlántico y el continente hasta la
costa del Pacífico, lo que quiere uno es un poco de paz. Pero el programa – y
los días disponibles- marcan la vida del turista a fuego. Otro buen madrugón
que añadir a la larga lista y nuevo vuelo hacia el norte. A Lambayeque y de ahí
a Chiclayo.
Un aeropuerto con una sola cinta para recoger el equipaje y
en el que ves cómo bajan las maletas, las cargan en una camioneta y las sueltan
en el sinfín te da doble sensación: qué bien, poco visitante; qué mal, vaya
guarrazo que se acaba de llevar mi maleta. Entretanto, uno se informa de que
“En Lambayeque, 8 de cada 10 celulares son Movistar”. Pues qué bien. Como en
casa.
Allí nos aguarda un autobús inolvidable, con unos asientos
gigantescos, un pasillo por el que se podían cruzar dos personas, con
reposapiés escamoteable, con espacio entre asientos que te permitía reclinar el
respaldo sin molestar a nadie… y con ventanillas practicables. El sueño de un
guiri curioso.
El trayecto discurre bordeando campos de maíz en distintas
fases de madurez o ya recolectados, con ese aire de “después de la batalla” que
incluye tierra removida, restos de ceniza de hogueras y montoneras de desechos
aquí y allí, así como alguna que otra mazorca, cuando no la planta completa,
escapada de la maquinaria y caída en medio del campo. Por haber había hasta
bandadas de aves que a modo de las carroñeras, se enzarzaban precisamente con
las mazorcas y pequeños montoncitos de grano dispersos.
Llegamos por fin a Huaca Rajada. Huaca es un término que significa algo así
como “todo lo religioso”. Cabe casi cualquier cosa en el concepto, y en este
caso concreto, el motivo de que estuviera rajada parece atribuirse a algún
intento de los españoles por extraer los posibles tesoros. Lo cierto es que las
Huacas, entendidas de la manera más común, esto es, pirámides de adobe con
funciones ceremoniales, se ofrecen al ojo inexperto como colinas de apariencia
natural. La lluvia y la erosión de todo tipo, así como la extracción de
material, las ha convertido, en apariencia, en elevaciones raras. Una vez
dentro, la cosa cambia pero mucho.
Las profundas fosas a las que hay que bajar para ver dónde
estaban las tumbas no son nada despreciables, y los ajuares, de los que allí se
exponen réplicas, dan una extraña impresión. Las tumbas con grandes ajuares
funerarios, sean estas, o cualquiera otras dan una sensación de aplastamiento.
El palurdo que uno lleva dentro espera encontrar, a tenor de lo que los guías
te han venido explicando, y de lo que has ido leyendo preparando el viaje, un
cuerpo con collares. Y lo que encuentras es, obviamente, un lenguado rodeado de
cuentas. Todo es plano.
Los collares no existen, las cuentas se han colado donde
hubo un cuerpo y aparecen en el omoplato o han rodado más allá del hombro. Las
narigueras y los pendientes están, las unas entre mandíbula y paladar, y los
otros, caídos a los lados de la cabeza; los anillos, hechos un montoncito con
las falanges, así como las pulseras, fueran de muñeca o de tobillo, en el mismo
montoncito que los huesos de uno y otro lado; las coronas, plumas, y cualquier
adorno de cabeza, suele estar en la nuca, arrugado, vencido y descolocado. Las
lentejuelas del vestido y los pectorales, sobre las vértebras junto con las
costillas (cuanto mayor el pectoral, mayor impresión de aplastamiento), los
cinturones, desaparecidos y con la hebilla clavada en el coxis. Lo dicho, un
lenguado con su guarnición.
Y la del señor de Sipán, por ser un personaje sumamente
importante, poderoso y rico, hacía que del esqueleto caso sólo pudieran
apreciarse un trozo del cráneo, las manos y un pequeño tramo de cada brazo y
los pies. Todo lo demás quedaba laminado. Hasta tenía unas bolas en las cuencas
de los ojos y una nariguera que se había mantenido en su sitio, por no
hablar del complejísimo juego de adornos que incluía una
especie de mandil de concha marina, un pectoral en forma de brazos cruzados,
una especie de espinilleras o grebas, tropecientos collares y orejeras, varios
frontales… Si alguna vez hicieron un ensayo del funeral, murió de asfixia,
seguro.
Y alrededor, las ofrendas en sus vasijas, las osamentas de
llamas, y las de los esclavos y sus esposas… Un entierro como debe ser, a la
antigua usanza, vaya. El remate, no obstante, estaba en un individuo enterrado en
una especie de hornacina, un par de metros por encima del resto de contertulios,
en cuclillas, y al que llaman “el vigilante”. “Claro, controlando la fiestuqui”
no pude evitarlo. El guía me miró mal.
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