Mis hijos acababan de terminar el colegio. Un curso más (o
menos). Desde hacía un par de años tomamos la costumbre de aprovechar la última
semana de Junio para irnos de playa antes de que lo hicieran las hordas
urbanas. Buen clima ya, buenos precios todavía, calma, paz, todo abierto, todo
luminoso, todo de verano recién estrenado.
Carboneras fue una buen elección. Un hotel estupendo, con
una habitación inmensa en la que cabíamos todos y que miraba al mar de un lado
y a la magnífica piscina de otro. Y a tiro de piedra del centro, un pequeño
paseo de apenas cinco a diez minutos. La piscina se llevó gran parte de la
atención desde el primer momento. Y, siendo pequeños ellos, más tranquila que
el mar, al que, no obstante, también nos acercamos para probar el agua, la
arena, la sal… en fin todo el topicazo. Manguitos, palitas, cubitos, toallas,
gorras, crema por toneladas, parasol, chanclas… el equipo básico e
imprescindible que desloma a todo padre disfrutante feliz de las maravillas del
agua y la playa. Potitos ya no, ¿ves?. La evolución que uno cree merecer, va
llegando poco a poco. Pero surgen nuevas cuestiones: las preguntas inacabables,
las cosas que no convienen, el “no” conjugado en sus diversas formas…
Además, la comida era excelente, tanto allí, lugar de desayunos inolvidables, con su zumo de naranja y sus
tostadas con aceite mirando al mar, como los pesacaitos de la noche con su
vinito blanco… Más topicazos, cierto.
Pero en Carboneras descubrimos tres cosas que no son cosa de
todos los veranos de playa. Una fue la desaladora, cosa inmensa que solo
pudimos ver de lejos y que impresiona por su tamaño, pero que no era, a ojos
vistas, más que una inmensa fábrica junto al mar, algo que no me gusta, la
verdad. Será muy útil y todo lo que quieras, pero…
Otra fue la visita a la playa donde se rodó el asalto a
Aqaba de Lawrence de Arabia, acompañada de cierto regusto agridulce después de
haber estado efectivamente en la playa de Aqaba (que se merecerá su entrada
correspondiente). El el bar que allí había pudimos ver cantidad de fotos
relacionadas con el rodaje, algo digno de ver y que me gustó más que aquella
rambla pedregosa y desnuda que, sin beduinos, turcos y armas, es eso, una
rambla seca como otras cientos de ellas. Bueno, pero está vista y alojada en la
memoria.
Sin embargo, lo más bonito con mucho de aquella estancia en
Carbonera fue un descubrimiento inesperado. Fue la primera noche de san Juan
que mis hijos veían, con sus hogueras a lo largo de la inmensa playa, los
fuegos artificiales, la gente de fiesta… Estar en la playa de noche ya les
fascinó, porque para ellos playa significaba media mañana, sol y bañador, no
luna y un jersey; pero m
ás aún les dejó encantados poder
tirar algo de madera al fuego, algo que tampoco un urbanita asocia generalmente
al concepto playa, que sí se liga a la idea de demasiado calor como para pensar
en hacer arder nada.
Fue una noche clara, estrellada, iluminada por las fogatas,
por la luna, por los fuegos artificiales y por una ilusión maravillosa y
envidiable que, a sus papás, les hacía babear transidos. Hoy, la entonces niña
ojiplática, pasará esta noche lejos, con sus amigos, en una playa del norte,
entre surferos. Todo cambia, pero san Juan es san Juan. Ya se sabe, la hoguera tiene...¡qué sé yo! que sólo lo tiene la hoguera".
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