lunes, 22 de abril de 2013

CHATWIN. LECTURA OBLIGADA



Chatwin no es un lugar, claro. Son muchos. Chatwin es –fue- un viajero.
Bruce Chatwin fue un tipo singular que contaba cosas acerca de los lugares visitados. De mayor, me gustaría llegar a ser como él, pero lo tengo complicado, murió a la edad que yo dejaré de tener mañana, así que…

Comencé por leer una reseña sobre un libro que recoge su epistolario: Bajo el sol. Y me sonó interesante. Lo compré. Lo devoré. Decenas de cartas enviadas desde lugares remotos o desde su casa, pero con la mochila siempre cargada. Un tipo capaz de combinar a la gente (tráeme las botas), a las cosas (vende la alfombra y con eso podrás pagarte un pasaje) y a las circunstancias (nosotros conduciremos y tú llegas por avión, nos reunimos allí y salimos hacia…) para poder sacar todo el jugo a cada viaje.  Eso si, pasaba por encima de casi cualquier cosa con tal de hacer lo que quería hacer. Problemático, pero no se puede juzgar la vida de alguien sólo por lo que escribe en sus cartas. Sin embargo donde no caben reparos es en su  obra literaria.

Era obligado leer a continuación sus relatos. Tengo los libros subrayados hasta aburrir. ¡Cuántas frases para enmarcar! En la Patagonia, Los trazos de la Canción, Qué hago yo aquí y Utz. Del tirón. La verdad es que tienen estos libros, especialmente los fragmentos dedicados o entroncados con el libro que nunca escribió acerca de los nómadas, una serie de reflexiones sobre el carácter esencialmente errante de las personas, que te enganchan sin remisión. Los conceptos de que todo el que se mueve tiene una vida más satisfactoria y que los grandes males de las sociedades surgen del asentamiento, la propiedad de la tierra, la religión, las jerarquías y el hacinamiento.

Su viaje por la Patagonia está en mi agenda para cuando pueda (sonrisa irónica), aunque hay demasiado protagonismo británico en un relato sobre una tierra en la que la densidad de hacendados de ese origen no parece ser tan alto según otras lecturas. Pero hacerse ese recorrido a pie y como lo hizo, es de quitarse forzosamente el sombrero. Las cartas que corresponden a la época en que hizo el viaje y que se recogen en el libro Bajo el sol son muy esclarecedoras de cómo vivió el viaje y ayudan mucho a entender mejor lo que luego escribió en En la Patagonia.

Los Trazos de la canción es un extraño y singular libro dedicado al estudio de los mitos de los aborígenes australianos que descubre a una gente cuya concepción del mundo se me hizo tan rara como ajena. Más interesante como curiosidad que digna de admiración en mi pobre opinión, pero tiene fragmentos maravillosos. Recomendable.

Qué hago yo aquí es un compendio afortunado de textos cortos y reportajes periodísticos de los que vivía junto con cierto chalaneo de obras de arte, tema en el que era un experto ya que llegó a  trabajar para Sotheby’s. En sus cartas se refiere cómo compraba piezas con las que luego mercadeaba para poder sufragarse las necesidades cotidianas. Entrevistó a Indira Gandhi, vivió con los aborígenes, exploró zonas de Afganistán en las que ahora nadie entraría, como otras muchas de Asia central, África, América… Vivió una temporada en Ronda, otra en China, otra en India...

Y un final duro y abrupto. Lo mató el SIDA con 49 años. Qué pena.

viernes, 19 de abril de 2013

DE SIWA A AL BAHIRIYA



Inasequibles o inconscientes al espíritu de Cambises, madrugamos mucho para atravesar el desierto. Nos aguardan varias horas en los todoterrenos de los que ya hablamos antes. El sol aún no ha salido, el desayuno y la comida van metidos en unas bolsas de plástico negro que se parecen a las de llevarse el dinero ilegalmente. Cada uno, su bolsa. Cada cual, busque acomodo como mejor pueda en su vehículo. Olvidé decirlo, mucho son de chasis largo, sí, pero de dos puertas, como los Land Rover de siempre del campo español. Es decir que excepto el afortunado que viaja junto al conductor, los demás han de ir en las banquetas laterales, de asiento corto y nula sujeción; y subir y bajar por el portón trasero; y comerse el polvo que irá entrando por la junta de ese mismo portón, cuyo ajuste era, en nuestro caso, indiscutible. Vamos que no ajustaba, sin discusión.
“Joder, pero si lleva hasta leña” le señalo a mi hijo, apuntando a la bien provista baca, atestada ahora con varias ruedas de repuesto, bidones – agua, gasoil-, planchas metálicas, gato alto, palas… hasta mantas.  “Madre mía, parece que vamos a la guerra”.
- ¡Cómo mola, cómo mola!
-  Eh… sí… sí... mucho.
Volviéndome a mi mujer y por lo bajini, le hice un claro gesto hacia la baca: “tranquiliza saber que llevamos planchas para la arena y mucha agua, ¿eh?”. Me miró como esperaba que lo hiciera y nos reímos.
Así que, llenos de emoción – y prevención los más viejos- nos acomodamos en nuestro Toyota Land Cruiser para hacer land cruising extremo.
A poco de arrancar, descubrimos una primera cuestión que nos iba a acompañar todo el trayecto una vez desaparecido el asfalto, lo que ocurrió nada más salir del pueblo. En realidad casi no se notaba que el portón trasero no ajustara, ya que en la caravana, y con las ventanillas ansiosamente abiertas como agallas de pez recién sacado del agua tratando de captar algo de aire, el polvo entraba por todas partes y en cantidad suficiente. I swear. Una vía de entrada más… ¡qué más daba!
Otro acompañante iba a ser el calor. Joder. Perdón, quería decir caramba, cáspita y córcholis. Las ventanas iban abiertas del todo, despreciando el mucho polvo porque si no, moríamos asfixiados. La boca terrosa y la cabeza por fuera de las pequeñas ventanillas eran alternativas al sofoco. Es decir, o morías, o morías por el contrario. Por suerte, la distancia entre los vehículos se fue agrandando paulatinamente y algo menos de polvisco hizo posible mantenerlas abiertas sin tanto precio. Pero no bastaban. Sudábamos a chorro.
 Arena, desierto, llanura, desolación… (¡¡¡qué maravilla!!!)  y una pista que desaparecía de cuando en cuando. Donde había pista bien trazada y lisa, corrían lo suyo. El relato podría concluir con “diez horas así”. 
Pero hubo más. Hubo un trascendente puesto de control policial en medio de ningún sitio. Y aquello sí que era exactamente en medio de ningún sitio. Dos casetas, una a cada lado de una pista sin asfaltar y una barrera con el signo de stop en árabe. Barrera que no falte, aunque sea en medio del desierto. Pare usted. Y ahora que ha parado, siga. Sin más. Portentoso. Hubo una parada en un pozo de agua hirviente que casi nos escalda y en donde alguien perdió un zapato en las arenas movedizas. Existen, ¡las muy cabronas! También allí, fue la hora del rezo, astutamente llevado a cabo mirando hacia la Meca, pero a la sombra de los todoterrenos. Somos creyentes en la fe, sí, pero no idiotas torraos. Hubo más colinas de esas que llamo “mantecados", porque son clavaditas. Hubo calor y polvo… ah, que esto ya lo había dicho. Bueno, pues hubo muuuucho calor y polvo, quede claro.
Pero en lo que a mi hijo concierne, hubo un montón de averías pequeñas, recalentamientos y sobre todo, empanzadas. Transcurridas unas cinco horas de sufrimiento glúteo, de boca seco-pastoso-arenoso-agrietado-fangosa, entramos en zonas de arena suelta. Un sindiós. Cada conductor trataba de acometer aquellas zonas según su criterio. Los más veteranos, claramente, aguardaban a que otro fuera delante, pero claro, alguno debía ser el primero y en eso, cuando les tocaba, no rezongaban. Pero, de repente, uno se atascaba y los demás paraban de inmediato y se acercaban a ayudar. Los conductores iban a socorrer al compañero, los pasajeros del vehículo se bajaban para facilitar la tarea, y mi hijo corría de uno a otro para ver qué le había pasado a cada cual. Lo que pudo correr de un coche con el capó abierto al que rellenaban de agua a otro al que le ponían planchas o a otro que había pinchado. Yo creí que cascaba. No, él no, yo. Porque intentaba seguirle para controlar. A veces deshinchaban las ruedas para agarrar mejor en la arena, otras veces hacían un círculo con los morros de los coches juntos para arrancar a uno que se había calado y no tenía suficiente batería o ponían una larga fila de planchas para pasar un tramo complicado. La consigna clara era que nadie se quedaba solo. Nunca. Si había que retroceder, se hacía.

En fin, y mientras, la gente estiraba las piernas, se sentaba a la sombra de los coches  o despachaba lo que quedara del picnic que nos habían preparado, cuyo contenido estaba más derretido que otra cosa. Un plátano a 45 grados es una masa viscosa; y un zumo que quema es sólo un líquido que bebes por instinto, no por gusto. Ah, había hasta queso, reconvertido en tranchete fundida. Mmmm.
Transcurridas más diez horas y cuatrocientos kilómetros, alcanzamos por fin Al Bahiriya, donde a duras penas prestamos algo de atención al templo y sí a las botellas de agua fría.
¡Cambises! Pero ¿cómo se te ocurre? ¡Que te va a dar una terciana! Le avisaron, pero él erre que erre.

miércoles, 3 de abril de 2013

EL ORÁCULO DE AMON Y LA MONTAÑA DE LOS MUERTOS



Despertar en una espartana cabaña en un extremo de un motel a las afueras del pueblo, asomarse afuera y ver solo arena al otro lado de una exigua valla es muy agradable. Si te das la vuelta y descubres que el sol comienza a despuntar por encima de una palmera aún te hace sentir más a gusto en aquel sitio.
La piscina que la tarde anterior sirvió para que la juventud se desquitara de las horas a bordo está aún sin gente. Las chozas-habitaciones comienzan a dejar salir a sus ocupantes que se dirigen adormilados al comedor circular. Un desayuno mejorable y a la puerta. Hoy hay tralla.
Uno de los todoterrenos de la larga fila que aguarda a la entrada nos corresponde. El 19. Pues muy bien. Las siete y ya arrancando.
Primera parada, la montaña de los muertos en Gebel Al Mawta. Nos dejan abajo y hay que subir. Aquí hay dos cosas importantes, una son las propias tumbas, otra son las vistas. La colina está toda ella horadada y abombada aquí y allá; de algunos huecos asoman huesos, no sé si originales o reclamos, por otra parte innecesarios. Las tumbas más significativas son la de Si Amón, la del Cocodrilo (por la figura de Sobek), la de Nipertathot y la de Mesu-Isis, que tienen tienen varias salas, entradas esculpidas que son magníficas, rejas para protegerlas y unas pinturas espectaculares. Pero, además, hay un sinfín de pequeños huecos y bastantes entradas modestas (¿modestas o pretenciosas, un “quieroynopuedo”?) sin tanta profundidad ni cámaras laterales y sin ornamento alguno o muy sencillos. Decenas. Una colina entera agusanada (y nunca mejor dicho).
Vistas las tumbas principales y atendidas las explicaciones correspondientes,  curioseamos un buen rato las que son menos relevantes; mi gente y yo saltamos de lado a lado como cabras mientras la gente seria acompasa el prudente ritmo a las cuestas resbaladizas y arenosas.
- Subamos hasta allí.
- Vamos.
En lo más alto, a donde no todo el mundo puede subir por cuestiones físicas y probablemente reglamentarias – de hecho no estoy seguro de si no estaba prohibido- la vistas son magníficas. Una amplia extensión de palmeras se extiende alrededor en un primer círculo, pero en otras zonas hay casas de adobe entreveradas, cercados, un cuartel y, poco a poco, el adobe (y el maldito ladrillo blanco de hormigón, qué peste) gana la batalla al verde hasta que hacia un lado vemos la ciudad. Más allá de ese círculo, el verde sigue en algunas zonas hasta donde alcanza la vista, pero en otras, las más se ve agua, mucha agua, y unos pequeños montículos planos y estratificados que parecen hojaldres. No,. Mejor mantecados. El subconsciente me puede. Al tema: hago varias fotos hasta que en un cercado que queda muy próximo a nosotros y que es el aparcamiento de un cuartel, detengo la vista. Bueno, detengo el objetivo. Vehículos militares. Manías.
- Coño, un Pegaso. Y otro, y otro. Toda la fila. ¡Mira! ¿Ves esos camiones? Son españoles.
- Venga ya.
- Que sí, que sí, que son Pegaso.
- ¿Qué son “pegasos”?
- Una marca de camiones que se hacían en España. Ahora son Iveco. Joder si en uno como esos he ido yo.
- Venga ya, que no.
- Que sí te digo. Mira, acércate con el objetivo y dime si en el radiador tiene un caballo rodeado de un círculo.
- No, en el radiador no, en un lado. Cómo mola. Es verdad.
- Manda huevos, en alguno de esos he montado yo cuando hacía la mili.
- O sea que son viejos de narices – añadió mi hijo con sorna.
- Sí, lo son, cretino. Y yo también. Será imbécil la criatura. Bueno, y no os perdáis el círculo de agua alrededor del palmeral, y el desierto más allá y… ¿lo veis?



Y, sí, lo veían, pero tenían más ganas de subirse de nuevo al todoterreno y traquetear un poco que de oír batallitas de la mili. Normal. Bajamos de la colina y nos llevaron entonces a ver el oráculo de Amón, que era el motivo principal de llegar hasta allí. Un breve trayecto correctamente bacheado nos desguarnilla un tanto la espalda a modo de aviso para el día siguiente.

Media hora después estamos subiendo una nueva colina a las afueras de Siwa, en una zona llamada Aghurmi. Arriba, lo que fue el oráculo de Amón. Allí nos explican detalladamente la importancia de que Alejandro Magno se sometiera a este oráculo, lo que le confirió la legitimidad para ser considerado faraón, eso a pesar de (o precisamente basada en) un presunto error de interpretación alrededor del la palabra griega “Paidós” cuyo detalle no recuerdo pero sé a quién preguntar – y lo haré-. Eso fue en el 331 a.C., pero así como este oráculo era ya famoso en época de Heródoto, griegos y romanos lo hicieron más aún. El edificio, cuadrado y muy deteriorado, es aún imponente, como lo son las salas y debió serlo mucho la escalera por la que debían ascender solemnemente los consultantes hacia el oráculo en lo alto. La liturgia es lo que tiene, su teatro. La Pitia, la primera vedette.

Decía al principio lo de amónico, porque parece ser que el término amoniaco y sus derivados vienen de los destilados obtenidas a partir de las cuernas de los carneros sacrificados a Amón. Ese líquido, de fuerte olor, parece ser que impregnaba este y otros sitios parecidos, le daba un aire -¿captan el sutil juego de palabras?- místico y además era útil contra las miasmas. Supongo que eso si la pituitaria sobrevivía. Debían salir emocionados de la presencia divina, con los ojos llorosos y la garganta reseca. Qué espiritual todo. También como consecuencia de esta visita de Alejandro al oráculo de Amón en Siwa, se le representa con dos cuernos de carnero.
Lo cierto es que es un edificio en ruinas, cuya importancia fue decayendo como en tantos otros casos, hasta quedar olvidado. Por cierto que este oráculo tenía al parecer vínculos con los de Dodona y Delfos, pero esos ya los veremos en su momento.

El día termina con una visita obligada al baño de Cleopatra, maravillosa piscina – alberca dirían algunos acertadamente- en el sentido clásico de la palabra, de aguas de un verde transparente maravilloso. En ella, mis chicas se remangaron los pantalones para no ser menos que la nariguda esa y remojarse en aquel agua preciosa. Eso sí, no sin concitar un nutrido grupo de ojeadores atentos sin duda a la belleza del fondo y los matices del agua. Y por último, una puesta de sol en el agua del oasis, a las afueras de la población, a donde hay que ir con tiempo si quieres estar bien situado. ¿Por qué seremos tan cerriles, con la de oasis que hay que todos tuviéramos que estar en el mismo sitio? Lo cierto es que no había escapatoria, porque aquello era una isla o algo así, de tal manera que llegados a la playa que daba al oeste, no había alternativas excepto meterte un poco dentro del agua o saltar sobre los troncos caídos.
Aceptado el sitio, te concentras en los colores, y entonces lo entiendes todo: el cobre se come al azul sobre una base negra mientras el disco naranja desaparece.  No hay palabras, hay que verlo. Como para perdérselo.