Inasequibles o inconscientes al espíritu de Cambises,
madrugamos mucho para atravesar el desierto. Nos aguardan varias horas en los
todoterrenos de los que ya hablamos antes. El sol aún no ha salido, el desayuno
y la comida van metidos en unas bolsas de plástico negro que se parecen a las
de llevarse el dinero ilegalmente. Cada uno, su bolsa. Cada cual, busque
acomodo como mejor pueda en su vehículo. Olvidé decirlo, mucho son de chasis
largo, sí, pero de dos puertas, como los Land Rover de siempre del campo
español. Es decir que excepto el afortunado que viaja junto al conductor, los
demás han de ir en las banquetas laterales, de asiento corto y nula sujeción; y
subir y bajar por el portón trasero; y comerse el polvo que irá entrando por la
junta de ese mismo portón, cuyo ajuste era, en nuestro caso, indiscutible.
Vamos que no ajustaba, sin discusión.
“Joder, pero si lleva hasta leña” le señalo a mi hijo,
apuntando a la bien provista baca, atestada ahora con varias ruedas de repuesto,
bidones – agua, gasoil-, planchas metálicas, gato alto, palas… hasta mantas. “Madre mía, parece que vamos a la guerra”.
- ¡Cómo mola, cómo mola!
- Eh… sí… sí...
mucho.
Volviéndome a mi mujer y por lo bajini, le hice un claro
gesto hacia la baca: “tranquiliza saber que llevamos planchas para la arena y
mucha agua, ¿eh?”. Me miró como esperaba que lo hiciera y nos reímos.
Así que, llenos de emoción – y prevención los más viejos-
nos acomodamos en nuestro Toyota Land Cruiser para hacer land cruising extremo.
A poco de arrancar, descubrimos una primera cuestión que nos
iba a acompañar todo el trayecto una vez desaparecido el asfalto, lo que
ocurrió nada más salir del pueblo. En realidad casi no se notaba que el portón
trasero no ajustara, ya que en la caravana, y con las ventanillas ansiosamente
abiertas como agallas de pez recién sacado del agua tratando de captar algo de
aire, el polvo entraba por todas partes y en cantidad suficiente. I swear. Una
vía de entrada más… ¡qué más daba!
Otro acompañante iba a ser el calor. Joder. Perdón, quería
decir caramba, cáspita y córcholis. Las ventanas iban abiertas del todo, despreciando
el mucho polvo porque si no, moríamos asfixiados. La boca terrosa y la cabeza
por fuera de las pequeñas ventanillas eran alternativas al sofoco. Es decir, o
morías, o morías por el contrario. Por suerte, la distancia entre los vehículos
se fue agrandando paulatinamente y algo menos de polvisco hizo posible
mantenerlas abiertas sin tanto precio. Pero no bastaban. Sudábamos a chorro.
Arena, desierto,
llanura, desolación… (¡¡¡qué maravilla!!!) y una pista que desaparecía de cuando en
cuando. Donde había pista bien trazada y lisa, corrían lo suyo. El relato podría concluir con “diez horas así”.
Pero hubo más. Hubo
un trascendente puesto de control policial en medio de ningún sitio. Y aquello
sí que era exactamente en medio de ningún sitio. Dos casetas, una a cada lado
de una pista sin asfaltar y una barrera con el signo de stop en árabe. Barrera
que no falte, aunque sea en medio del desierto. Pare usted. Y ahora que ha
parado, siga. Sin más. Portentoso. Hubo una parada en un pozo de agua hirviente
que casi nos escalda y en donde alguien perdió un zapato en las arenas
movedizas. Existen, ¡las muy cabronas! También allí, fue la hora del rezo,
astutamente llevado a cabo mirando hacia la Meca, pero a la sombra de los
todoterrenos. Somos creyentes en la fe, sí, pero no idiotas torraos. Hubo más
colinas de esas que llamo “mantecados", porque son clavaditas. Hubo calor y
polvo… ah, que esto ya lo había dicho. Bueno, pues hubo muuuucho calor y polvo,
quede claro.
Pero en lo que a mi hijo concierne, hubo un montón de
averías pequeñas, recalentamientos y sobre todo, empanzadas. Transcurridas unas
cinco horas de sufrimiento glúteo, de boca seco-pastoso-arenoso-agrietado-fangosa, entramos en zonas de arena suelta. Un sindiós. Cada conductor trataba
de acometer aquellas zonas según su criterio. Los más veteranos, claramente, aguardaban
a que otro fuera delante, pero claro, alguno debía ser el primero y en eso,
cuando les tocaba, no rezongaban. Pero, de repente, uno se atascaba y los demás
paraban de inmediato y se acercaban a ayudar. Los conductores iban a socorrer
al compañero, los pasajeros del vehículo se bajaban para facilitar la tarea, y
mi hijo corría de uno a otro para ver qué le había pasado a cada cual. Lo que
pudo correr de un coche con el capó abierto al que rellenaban de agua a otro al
que le ponían planchas o a otro que había pinchado. Yo creí que cascaba. No, él
no, yo. Porque intentaba seguirle para controlar. A veces deshinchaban las
ruedas para agarrar mejor en la arena, otras veces hacían un círculo con los morros
de los coches juntos para arrancar a uno que se había calado y no tenía suficiente
batería o ponían una larga fila de planchas para pasar un tramo complicado. La consigna
clara era que nadie se quedaba solo. Nunca. Si había que retroceder, se hacía.
En fin, y mientras, la gente estiraba las piernas, se
sentaba a la sombra de los coches o
despachaba lo que quedara del picnic que nos habían preparado, cuyo contenido
estaba más derretido que otra cosa. Un plátano a 45 grados es una masa viscosa;
y un zumo que quema es sólo un líquido que bebes por instinto, no por gusto.
Ah, había hasta queso, reconvertido en tranchete fundida. Mmmm.
Transcurridas más diez horas y cuatrocientos kilómetros,
alcanzamos por fin Al Bahiriya, donde a duras penas prestamos algo de atención
al templo y sí a las botellas de agua fría.
¡Cambises! Pero ¿cómo se te ocurre? ¡Que te va a dar una
terciana! Le avisaron, pero él erre que erre.
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