domingo, 29 de diciembre de 2013

AQABA CON LA MACARENA Y SIN UVAS

Ha muerto hace poco Peter O’Toole. “No se puede tomar Áqaba por tierra” le advertía Sharif . Pero sí se podía, como demostró El Lawrence con solo cincuenta hombres, ya que los cañones apuntaban al mar y no esperarían un ataque desde el interior, por la espalda. Nada estaba escrito.
Teniendo en cuenta que la escena de la batalla se rodó en Carboneras, tendríamos que habérnoslo temido: Áqaba no tenía atractivo alguno.
Por suerte, llegar no nos costó tanto como a los sufridos beduinos en lucha con el ejército turco. Entonces, porque ahora creo que hay hasta una autopista, la carretera tenía su aquel, pero nada que arredrase a curtidos conductores. Épica, cero. Nuestro viejo Opel Astra bajó las fuertes y curvadas rampas desde la meseta donde habíamos visitado Wadi Rum sin esfuerzo, mientras nos cruzábamos, eso sí, con una interminable fila de camiones que transportaban hacia el norte, a Amman, todo lo que entra en Jordania desde su único puerto. Los enormes mastodontes, de doble caja, y de quinta mano, antiguos, con matrículas jordanas superpuestas a las belgas o alemanas que asomaban debajo, renqueaban, resoplaban a cada cambio de marchas, te asfixiaban en vaharadas de humo densas como chocolate… pero iban en sentido contrario. Ya nos los encontraríamos a la vuelta; por ahora, ¡A Áqaba!  No hay que explicar que el mero hecho de ir hacia allí ya era toda una ilusión. En un momento dado, paramos en la cuneta a la salida del encajonado valle por el que discurría la ruta: se veía el mar. El Mar Rojo. Y en la costa, desparramada en la llanura, la ciudad. Las primera veces son, eso, primeras veces.
Llegamos al atardecer, y, como a Lawrence, no nos esperaban, pero conseguir un buen hotel para las dos noches siguientes no fue nada complicado y eso que era 30 de Diciembre, como hoy. El cambio de año no parecía reunir allí grandes multitudes. Ni pequeñas tampoco. Hasta donde sé, ahora aquello es una verdadera central de submarinismo, y hay mucha demanda, pero no cuando nosotros la visitamos, hace ya quince años. 
Hasta ahí, todo bien. El mito cayó el día de nochevieja, por los suelos. Recorrimos de punta a punta aquella ciudad y sus alrededores, y nada. El puerto, en su zona accesible, feo y sucio, y las enormes instalaciones portuarias de carga, ya fuera de la ciudad, una valla larga como un día sin pan, a cuyo final llegamos a lo más excitante que encontramos en todo el día: la frontera con Arabia Saudí, donde nos miraron con una cara a medio camino entre la condescendencia y el “te meto” cuando cándidamente preguntamos si podíamos pasar al otro lado un rato, por aquello de haber cruzado al país vecino unos cientos de metros. Algo parecido nos sucedió al otro lado, frente a la ciudad espejo, competidora y mucho más rica y próspera de Eilat, ya en territorio israelí y sobre la que no había nada que preguntar porque era sencillamente imposible acercarse. No había frontera ni camino ¿Y entremedias? Pues una ciudad que respondía con plenitud al concepto de ciudad árabe fea. Igual que hay ciudades europeas o americanas feas, que tienen una fealdad propia. El único monumento o atractivo turístico era el castillo de los mamelucos, que albergaba un museo tristón y que estaba situado en unos jardines – los únicos- que bordeaban el desangelado paseo marítimo de cuyas farolas funcionaban sólo algunas. Fin del relato. Callejeamos todo lo que pudimos sin éxito alguno. Si tenía algo que ofrecer, nos lo ocultó.
La tarde cayó, y le siguió la noche, a la que llegamos cansados de caminar y conducir por una ciudad tan poco interesante. Pero era Nochevieja, así que nos arreglamos en lo posible para unos turistas de a pie y tomamos un menú un poco especial, pero sin grandes alharacas. Había una cena de gala, pero era prohibitiva. Los únicos que ocuparon las mesas reservadas fueron unos quince comensales, todos occidentales con un cierto aire de fiesta postiza, ya que no había ambiente festivo alguno.
Nosotros nos dispusimos a llegar a medianoche encargando una botella de champán sentados en la buena terraza, disfrutando al menos del clima y la tranquilidad. Preguntamos por unas uvas -patria ante todo-, pero nos miraron como los de la frontera, ¿serían familia?

Tras la cena, había baile para aquellos pocos extranjeros entre los que nos encontrábamos. Cada cual se divertía dentro de las limitadas posibilidades que aquel lugar ofrecía. En un momento dado un empleado del hotel se nos acercó y nos preguntó si éramos españoles. Y, como lo éramos, nos prometió algo especial para celebrar el nuevo año. Imaginamos… una botella de parte de la casa, unas flores para ellas, unos bombones, tabaco, té… pero no. La siguiente canción estuvo dedicada “a nuestros distinguidos huéspedes españoles. Para todos ustedes, Ay Macarena”. Dale a tu cuerpo alegría ¡en Áqaba! ¿Y para esto nos cruzamos el Yunque de fuego?

viernes, 13 de diciembre de 2013

MUSEO DE LOS HORRORES (CRÍMENES) DE LA GUERRA. SAIGÓN/CIUDAD HO CHI MINH

Anoche volvió a abducirme Coppola con su Apocalypse now. “No hay nada como el olor a napalm por las mañanas, hijo”, le dice el mayor sudista y surfista al capitán que tiene el encargo de remontar el río en búsqueda de Marlon Brando endiosado. Desde luego, como escribí en los túneles de Cu Chi, es increíble lo que gastaron los americanos en aquella guerra. En gente, en medios, en horror.
El museo de Ciudad Ho Chi Minh, que yo siempre llamaré Saigón, lo siento, se llamaba en origen “museo de los crímenes de guerra”. Los crímenes americanos, claro. Si no recuerdo mal, incluso algo había algo allí acerca de la guerra contra los franceses. La batalla de Dien Bien Phu es casi tan famosa como la ofensiva del Tet. Hace poco ha muerto, ya muy mayor, el mítico general Võ Nguyên Giáp, artífice de ambas y héroe nacional, claro.
Bueno, pero el  museo está dedicado a las acciones de los norteamericanos. La entrada es más bien clásica, con carros (M41, M48) aviones (A5 Northrop, A47) y, sobretodo los helicópteros que todos recordamos de las películas, muy especialmente la que ha dado pie a este texto: los Huey y los gigantescos Chinook.
Están como para usarse, con los filtros, las trampillas, todo est"Puto trasto.rlos. carte a pedirros, las trampilas, todo en orden de uso.sola menciertogo con lo que comer, no dedicarte a pedirá casi en orden de combate. Sólo falta armarlos. Poned la cabalgata de las walkirias y estáis en ambiente. El olor a napalm es más complicado de lograr.
Sin embargo, cuando entras, la parte lúdica o el interés por los aparatos se resquebraja. Allí hay, desde luego, toda la parafernalia bélica que los americanos llevaban a cuestas, desde expositores con todos los modelos de granadas a los de ametralladoras, pero sobretodo, hay fotos. Hay fotos de niños muertos destrozados; primeros planos. De mujeres y ancianos en las cunetas. De hombres siendo ejecutados de un disparo a quemarropa en la sien o lanzados desde helicópteros en vuelo. Hay fosas comunes de civiles junto a las que un soldado fuma… Algunas fotos tienen en el pie el nombre del soldado americano que lo hace, porque se reconoce el distintivo de la unidad y el nombre. Terrible.
También hay una enorme sala dedicada al agente naranja. La putas dioxinas, ya se sabe. El agente naranja se utilizó masivamente como elemento defoliante para despejar las densas zonas boscosas, tan adecuadas para que “Charlie” se escondiera.  Claro, ya de por si es mala cosa, pero es que los residuos produjeron gravísimas deformaciones a los bebés nacidos de gestantes expuestas al agente naranja. Incluso, al parecer, ha habido cierta persistencia, de forma que aún hoy hay personas con deformidades derivadas del agente naranja nacidas años después de la guerra. Es horroroso. Vi una persona en la calle, no es una película ni una foto. Te los cruzas.
El olor a napalm le gustaría mucho al mayor de la película, pero la única persona que me pidió dinero en todo el viaje fue un hombre con la cara deformada por una quemadura brutal de quien el guía me explicó que estaba causada por napalm. Considerando la edad, era perfectamente creíble. No hay mendigos en Vietnam; culturalmente, no existe la mendicidad, debes procurarte algo con lo que comer, no dedicarte a pedirlo. De hecho, según nos decían, los únicos que recibían algún tipo de ayuda del estado como consecuencia de la guerra eran las víctimas, precisamente, del agente naranja así como aquellas mujeres cuyos hijos y maridos hubieran muerto en la contienda. No sé, como me lo contaron lo cuento.
Imaginad lo que deben sentir los americanos que visiten esto y vean, por casualidad, algo que les sea conocido. Y hay muchos, muchos veteranos de guerra visitando Vietnam ahora. Allí ellos son los villanos, algo a lo que no están acostumbrados a ver. Sus caras eran muy largas allí. Lo hicieron muy mal. Y encima perdieron. No, no están hechos a eso. Lo cierto es que, todo sea dicho, tampoco hay una sola mención a las represiones del otro bando, cuando, por ejemplo, en la ofensiva del Tet, masacraron en Hue a los oficios “proclives” a los occidentales: profesores, médicos, abogados, universitarios… Como aquí durante la guerra civil eran por definición sospechosos en uno u otro bando los maestros o los jueces.
Claro, el vencedor escribe la historia.
El público, aparte de los curiosos turistas, lo componen en gran medida colegiales. Muy probablemente, sea visita obligada. Si no fuera por la indudable carga doctrinal que deben llevar las charlas que les dan, a mi juicio entrar en un sitio así es una magnífica ocasión para odiar la guerra. Hay hasta un feto con malformaciones. Allí casi puedes tocar el desastre, no es una historia fascinante en una pantalla. No es interactivo, es abrumador. Se ven, sobretodo, los horrores de la guerra. El nombre del museo es correcto.

Al salir, miras los preciosos aparatos con otros ojos, acusadores. Putos trastos.


domingo, 1 de diciembre de 2013

EL TEATRO DE EPIDAURO, SEÑOR CONDE.

Tras ver Micenas, que habrá que contar en otro momento porque tiene mucha miga, marchamos hacia Nauplio, a cenar pescaíto, que es típico y no todo van a ser ruinas, leche. Nauplio es un muy bonito pueblo, a medias bizantino y veneciano. Buen lugar de vacaciones sin duda.

Pero en el camino hay una parada obligada: Epidauro.

Epidauro es una visita sencilla, pero sabrosa: un teatro griego. Solo que es gigantesco (cerca de 12000 localidades), el mayor de los que se conservan, y que tiene una acústica sideral. Puesto en el centro del escenario, puedes hablar un poquito alto y se te oye arriba del todo perfectamente.  Y arriba es muy arriba, porque tiene un graderío (que se llama “koilon”) de unas 50 filas. Tela. Hablando en voz normal se escucha perfectamente desde arriba. Comprobado.

Nuestra gente se dividió. Hubo quienes se subieron hasta arriba del todo para verificar si realmente era cierto que podía escucharse desde allá lo que se decía desde el punto central de la “orchestra” –esencialmente la gente joven-; los hubo también que tomaron asiento más prudentemente, es decir, en las primeras filas, y que fueron inmensa mayoría; y por fin, hubo quienes, la ocasión la pintan calva, se dispusieron a declamar en el teatro de Epidauro ante el respetable. Poesías españolas del siglo de oro de tema griego,  poesías griegas, una jota y alguna que otra canción de Teodorakis. Sí, claro, con más voluntad que acierto. El chaval más joven del grupo nos cantó el himno de su colegio, original de Lord Byron (eso es caché; bueno eso y vivir en la Gran Bretaña). Pero algunos incluso lanzaron un simple chiste o un ripio:

¿Qué queréis, Conde c’agamos
con los moros c’agarremos?
¡C’agaleras los pongáis!
Cuidado señor conde lo c’agais.
¡Sé lo c’ago! ¡Y c’ago bien!
Señor conde, asustado me’ais.

Con dos cojones. Esculapio, cuyo templo está unos metros más allá y en cuyo honor se levantó el teatro para celebrar las fiestas llamadas “Asclepeia” sea misericordioso. Mucho.



domingo, 24 de noviembre de 2013

OPORTO. EL VINO, EL PUENTE , LA RIBEIRA Y ANTUNES

Sé que me arrepentiré de esto, pero Oporto, además de una visita muy agradable que ofrece lugares preciosos, guarda algunos secretos que justifican el viaje por si solos. Antunes es uno de ellos.

Lo mejor, lo que hicimos, es llegar en coche por la N-222. Una de las carreteras que se te quedan en la memoria, ya que si se cruza la frontera por Ciudad Rodrigo y subes hacia el norte, puedes visitar la preciosa ciudadela de Castelo Rodrigo para luego entroncar con la 222, que bordea la ribera del Duero. Desde lo alto de las lomas vas bajando hasta circular junto al agua. Así pasas por Pinhao con su estación plagada de maravillosos azulejos; ves los barquitos, ves la viñas…ves. Por ver puedes ver hasta un incendio y los avioncitos luchando contra él yendo y viniendo a por agua a alguno de los ensanchamientos del río, haciendo verdaderas acrobacias. Esos sí que son héroes.

Bueno, y llegas a Oporto “por abajo”, sin autopistas, carreteando por secundarias y entrando por calles, no por avenidas, y al entrar te das de bruces con el puente de Dom Luis, no sin antes ver el otro, que es, si no recuerdo mal, el que de verdad tuvo a Eiffel como protagonista, mientras que el famoso es de un discípulo. Bueno, pero no le quita mérito. Es maravilloso, y punto.

Como todas las ciudades, Oporto tiene su recorrido “de guía turística” y el de gastar calcetín callejeando sin rumbo ni sentido. Ambos apetecen; siempre. El jardín de la Cordoaria, por ejemplo, tiene una gradas de bronce con las figuras de unos chinos descacharrados de risa que no logré encontrar en guía alguna pero que son muy graciosas, y que nos hicieron reír lo nuestro. Por no hablar del sinfín de fachadas hermosas, de las que las de la Ribeira son, justamente, las más famosas, pero de las que encuentras representantes muy dignas por plazas y calles poco transitadas. Oporto tiene ese aire decadente que a mí me gusta. Cuando regresas al camino transitado, no puede evitarse el tranvía, “el eletrico”. Vale la pena sucumbir y tomar el que te lleva hasta el Castelo de San Francisco Javier, fuera ya de la ciudad. Esto no es una guía, ya se sabe, pero la torre de los clérigos, san Bento, las bodegas, la ribeira, las bodegas, la casa de la Música o la Bolsa están muy bien, pero la librería de Lello e Irmao, propia y verdadera de las pelis de Harry Potter, necesitan una visita. Algunas son maravillosas, y otras… no tanto. La librería es un frustrante ir y venir de guiris apretujados, mirando la librería bajo los gritos constantes de “no pictures” que deberían cambiar por “fotos no, por favor” ya que la inmensa mayoría son españoles. Españoles que, además, en esa su inmensa mayoría, pasan de largo los anaqueles sin leer un solo lomo, y menos un solo tomo, más pendientes de pegársela a los cabreados dependientes y sacar la puñetera, mala y jodida foto que de ver, vivir y disfrutar la librería. Presumamos, pues: yo entré con la cámara apagada y guardada, y me recorrí la librería a la búsqueda de libros en español para darme el gusto de comprar uno allí mientras me asombraba de la preciosidad que adornaba cada rincón. Tengo que volver, pero no en verano, vive Dios. Me costó, pero lo logré: A la sombra de la memoria, de Eugenio de Andrade. Ea.






Pero en una visita seria no debe olvidarse la Fundación Serralves, museo contemporáneo impresionante, casa no menos espectacular y que esconde una granja que para mí quisiera. Y una historia de riqueza desmedida invertida en esa casa y un final mísero en una buhardilla: de película. Leed la historia del tal Serralves.
Bueno, y no dejéis de visitar el Majestic, un café de nouvelle epoque, donde me tomé un whisky de malta, como un campeón. Bueno, todo esto es de libro, o casi, pero, y ¿lo de Antunes?
Comer bien en Portugal es fácil. Facilísimo. Pero Antunes es un pequeño restaurante, perdido en medio de una de sus callejas más vulgares, fuera del circuito turístico, sin nada de atractivo exterior – ves la fachada y piensas en buscar otro sitio- pero que está siempre lleno. De portugueses. Hay que esperar. No reservan. Da igual. Todo, y digo, todo, es exquisito y abundantísimo. El plato estrella es el pernil de porco, que ha pasado  a formar parte de la historia familiar de manera indeleble. Pues no somos triperos ni ná. Pero, ¿y el bacalhau a Gomes? ¿Y los callos de porto (asombrosos, con comino)? ¿El polvo (pulpo, guarros) a bras? Y… No puedo seguir, no puedo, lloro mucho. La emoción. Y el triperío.

sábado, 9 de noviembre de 2013

ATITLÁN: EL LAGO, SANTIAGO Y MAXIMÓN

Atitlán es precioso. Iba advertido, pero es cierto.
Llegar a Panajachel desde ciudad de Guatemala tiene su miga. Lo primero es salvar el tráfico de salida, lleno de viejos autobuses escolares norteamericanos convenientemente coloreados, dotados de luces y adornos que bastarían para montar una feria, atestados hasta el techo y que, renqueantes, dejan tras de si una humera de aquí te espero. Algunos, por el contrario, los mantienen – no sé la razón- casi tal cual, de forma que pueden verse los conocidos rótulos de No-sé-cual School, St. Louis, MO.
Se pasan de largo un par de poblaciones, una de ellas San Lucas Sacatepéquez, especializadas en fabricar ladrillos, cuya mercancía se expone en la cuneta, y se atraviesa una singular sierra en la que está Chimaltenango. Extraño paisaje alpino que uno no espera de Guatemala, con venta de quesos y casas estilo suizo incluidos. Sololá, ya de noche en la ribera del lago, se convirtió en una ratonera. Nada más llegar al pueblo, un policía se puso a abrir paso al autobús por calles de sentido contrario, haciendo parar, retroceder o apartarse a todo bicho viviente que venía por su sitio. Con un par. El conductor nos explicaba que aparentemente de esta manera evitarían un par de giros complicados de la ruta principal. Sí, pero no. Llegados a una plaza en la que obligatoriamente habíamos de girar, las calles eran tan estrechas que el autobús tuvo que hacer imposibles. Entretanto, el policía, cumplido lo que consideraba su deber, cansado ya de espantar a todo quisque viviente, o viendo la que se le venía encima, sencillamente desapareció; justo cuando más falta hacía. Con otro par (y lleva cuatro). Tras una dura pugna, finalmente el conductor tocó una cornisa y rompió una ventanilla, llenando de cristalitos el interior. El caso es que pasó y salimos de allí. Por suerte era de noche, porque la bajada por la carretera que une Sololá con Panajachel sólo nos fue revelada dos días después, al marcharnos, y era de quitar el hipo. Aquella noche sólo notamos la inclinación y las curvas, pero no veíamos el precipicio.
El amanecer fue memorable. Desde el hotel se veían los tres volcanes que rodean el lago: Atitlán, Tolimán y San Pedro. Un día claro, soleado, ideal. El de san Pedro, frente a nosotros, tenía encima una nube que era otro cono pero invertido. Foto foto foto (se me pusieron los ojos oblicuos y la piel amarillenta, es cierto, pero no podía dejar de darle al pulsador).
Barco hacia Santiago. La ribera estaba tachonada con unas casonas de aquí te espero, para las que el guía nos mencionó algunos nombres hollywoodenses. Para llegar a ellas hace falta un barco o un helicóptero, que es como llegan los ricos propietarios. Envidia, sí. Por lo demás, obviando las mansiones, la orilla, escarpada, es preciosa, verde, brutal. Hay pequeñas barquitas de pesca – canoas más bien- con un solo tipo que echa una minúscula red y la jala una y otra vez. Llegamos, tras un crucero que se hace corto, a Santiago de Atitlán. 
Hay que subir una buena cuesta llena de puestos. Hay mercado o es un mercado, no sé. Creo que lo segundo. Los vendedores se ponen un poco pesados a veces, pero es tolerable, sin agobios. Venden huipiles –las blusas bordadas tan típicas-, colgantes en forma de quetzales (con plumas que serán de cualquier otro ave, por descontado, pues no son escasos ni nada), pulseras, zapatos, faldas y telas. Miles de telas estampadas, increíblemente variadas, coloridas. Un imán para la vista. Sigues subiendo y llegas al mercado menos “para guiris” donde te ofrecen hortalizas y verduras pero sin ningún énfasis, sabedores de que no eres cliente potencial (no nos conocen, je). Ajos y cebollas predominan. Compraremos frijoles, pero más adelante. Ellos, los más viejos, levan unos pantalones curiosísimos, estampados, como largas bermudas, acompañados de una americana y un sombrero. Qué extraña combinación.  
Finalmente, la ascensión culmina en una amplia plaza donde se encuentran, de un lado, la iglesia objetivo de la subida, san Antonio, pero, a su lado, en la explanada, una feria que parece sacada de una película de los 60. Coches de choque, una noria, atracciones todas ellas de buen hierro oxidado, plenas de esas aristas que ahora no permiten nuestras avanzadas normas de seguridad, y con las que, no obstante jugábamos los de mi generación y hemos sobrevivido. En mi caso en mal estado, ya lo sé. Algún golpe en la cabeza que no recuerdo sin duda. Bueno, una feria del Cuéntame. Maravillosamente repintada, herrumbrosa, grasienta, tosca, demodé.
Dentro de la iglesia se cae, sin red alguna, en otro mundo. Esa especie de animismo en el que los santos se agrupan más o menos cerca del altar según sus capacidades milagreras (como en Cholupa). Y grupos de figuras de santos vestidos igual, como por gremios. Nos dicen que un grupo especialmente significado por lo muy florido del adorno son todo figuras de Santiago, que es patrón. Allí, ante la imagen del santo mas adorada, hay un hombrecillo de rodillas, con los zapatos agujereados, que “se está explicando” según me dice una señora a quien pregunto. Le está confesando a la imagen sus cuitas. Y la imagen es de por si, motivo de visita. Un Santiago a lomos de un caballo blanco – que más parece un borrico- con su espada blandida pero con el manto tapado a base de ¡corbatas! a modo de ofrenda. El suelo ante él lleno de velas y el olor a cera lo llena todo. Otra gente se acerca y le susurra cosas al oído al santo, una mujer le ofrece al niño que lleva en brazos, hay mujeres arrodilladas en otro rincón, gimoteando y salmodiando ante una imagen que parece un cisne (?)…
Salimos bajo los enormes crespones y cortinajes morados de la entrada de nuevo a la plaza donde la feria, inmóvil, aguarda, digo yo, a la tarde y a los niños. La siguiente visita es menos espectacular pero obligada: Maximón.
Nos llevan por estrechas callecitas bordeadas de casas hechas con bloque de cemento, hojalata y chapas de zinc. Tras esperar turno un buen rato, por fin entramos a una de ellas. Allí, en una pequeña salita encontramos a la imagen sentada como si tal, flanqueada por dos tipos, uno de los cuales recoge las ofrendas (“voluntariamente” ha de pagarse por entrar, otro poco por fotografiar y algo más por grabar vídeo). El tal Maximón o San Simón es un maniquí vestido con tropecientas corbatas (qué manía), sombrero, con un buen puro en la boca, que uno de los controladores mantiene encendido. También tiene a su alrededor docenas de pañuelos, botellas de licor, velas, barras de incienso – cuyo olor lo llena todo- y alimentos. Todo ello en un ambiente oscuro, enrarecido, a mi vista falsamente reverencioso. Una milonga del quince, vaya.
Mucho más auténtico y bello es el recorrido de vuelta al barco, recreándonos en los puestos de verduras, de sandalias, de huipiles, de telas… Qué telas. Ah, ya lo había dicho. Bueno, eso y una cerveza Gallo perfectamente fría mientras terminaban de llegar los rezagados antes de cruzar de nuevo hacia Panajachel.







martes, 29 de octubre de 2013

HONFLEUR. PRECIOSO PUERTO

Visitando Normandía, una de esas paradas que marcan todas las guías es Honfleur. Y ciertamente que sólo el puerto merece detenerse un buen rato y recorrerlo todo alrededor. Una pequeña ensenada rodeada de casas altas y estrechas, muchas de ellas chapadas de pizarra y otras muchas mostrando su entramado de madera pintado en vivos colores. Preparadas para una postal, vaya. Eso y los mástiles de los numerosos veleros allí atracados le dan un aire a medias entre añejo y moderno: ya no hay tanta madera y sí mucha fibra de vidrio y resina, pero un puerto “habitado” (no esos horrendos y practiquísimos puertos deportivos) que parezca un bosque es difícil de ver. En realidad, lo que más despista (era Agosto) son los muchos toldos y sombrillas, que uno no asocia a un puerto del norte. Pero sí, porque esta es la costa de veraneo de los parisinos. Estamos a un paso de las míticas Deauville y Trouville. Vaya atasco que nos pilló entre uno y otro, pero eso es otra historia, ya la contaremos. También Honfleur fue lugar de veraneo, pero menos renombrado; aquí, remetido en la desembocadura del Sena, con aguas más turbias y frente por frente con Le Havre (ahora unidos por el famoso puente de Normandía). Aún así, varios impresionistas la pintaron; por algo sería.
El casco antiguo es una preciosidad, claro, y hay varios puntos ineludibles, como las galerías de arte, la iglesia de Santa Catalina, toda ella de madera, según se cuenta levantada por los marineros al modo de una barcaza invertida. En todo caso es una iglesia de madera muy grande, impresionante, y tiene otra particularidad que es el campanario exento, algo extraño pero bello.
Hay que pasearse por sus callejuelas con la debida precaución que requiere el adoquinado, y no perderse de vista las muchísimas casas de entramado de madera, los carteles colgados en las esquinas y los buenos restaurantes y pastelerías – se come muy bien aquí, especialmente pescado-, y varias pequeñas iglesias más. Una de las casas que más atención merece es la que declara ser la casa natal de Erik Satie. Curiosamente, meses después vimos la casa en la que vivió  su llegada a París, en Montmartre. Según parece es un museo, pero cuando estuvimos ante ella estaba completamente cerrada y de hecho éramos los únicos aparentemente interesados en aquella fachada de maderas rojas, ventanas y puerta verdes y paredes blancas (aaag). Pero hay que echarle valor y salir del casco urbano para subir a ver la curiosa iglesita de Nuestra Señora de Gracia.  Además, antes de salir se topa uno con dos casas que exhiben el rótulo característico de los lugares históricos. Uno dice: “El pintor Jongkind (1819-1891) habitó esta casa”; la otra, pared con pared, tiene el suyo: “El famoso pintor Le Guen (1926-?) habita aún esta casa”. Con un par.
Subida una considerable cuesta, la recompensa aguarda. La capilla de N.S. de Gracia está repleta de exvotos, algo por lo que siento siempre gran curiosidad, por lo florido de los agradecimientos a veces, por lo banal, por lo inocente o por lo trágico otras. Siempre hay muchos asociados a épocas de guerra. También hay un crucero en una maravillosa terraza sobre el Sena, desde donde las vistas son espectaculares: el puente de Normandía, el río, Le Havre, Honfleur, la campiña, los barcos, el puerto…todo a tus pies. Azul y verde. Gracias señora por la oportunidad recibida.



lunes, 21 de octubre de 2013

MANI. EL PELOPONESO SEGÚN LEIGH FERMOR

Un tipo que se cruza de Holanda hasta Estambul caminando, se hace héroe de guerra luchando en Creta -a la vez que se enamoraba de ella y de lo griego- y que ejerce de viajero-descriptor merece crédito.
En Mani nos relata el viaje por el extremo sur del Peloponeso, la agreste y descarnada región donde, cuentan, pudieron haberse refugiado los antiguos y últimos descendientes de los espartanos y desde donde hicieron frente, feroces, a cualquier intento de “civilización” y aún menos de conquista. Todo es relativo, claro, pero los turcos tomaron esta zona tal como los romanos Caledonia, los cruzados Tierra Santa o los árabes Asturias: no del todo. De ahí una cultura que el autor asocia a dialectos y restos de costumbres arcanas sólo presentes en las montañas de algunas islas helenas (Creta, Chipre). Y está escrita en 1958, así que imagino que repetir ahora este viaje pretendiendo vivirlo de forma parecida al original sería un desafuero y una frustración. Ya no será como la pinta él.

El monte Taigeto, mítica cordillera que conforma la península sur del Peloponeso (el pentadáctilo) es omnipresente en todo el trayecto, ya que, en realidad, salvo al principio, cuando se atraviesa con no pocas penalidades, el resto del viaje consiste en bordearlo por la costa, llegando en barca, mula, a pie o a rastras de un pueblecito a otro.

Se cuentan las constantes luchas de los habitantes de esta desabrida y pedregosa región con cualquier extranjero que tratase de hacerse con ellas (bizantinos, cruzados, otomanos y hasta griegos en tiempo de paz, cuando la unificación). Restos de fortalezas en puntos estratégicos de la costa, la isla de Kitera o el famoso cabo de Matapán (la batalla en la que los italianos perdieron el poco control que llegaron a tener sobre el mediterráneo oriental en la IIGM) jalonan el camino.

Pero, sobretodo, lo marcan los pueblecitos como Kita, Nomia y otros muchos, en los que las costumbres y comidas ancestrales mediterráneas –tan celebradas siempre por los ingleses- se mezclan con los relatos de las feroces riñas. Nos cuenta el atuendo y las armas de estos fieros laconios que construían torres cada vez más altas para, desde allí, un poco más alto, agredir en guerras de clanes al rival y vecino. La cosa estaba en elevar un poco más el bastión propio para tener al otro debajo, lo que resultaba en una albañilería de riesgo: levantar muros mientras te foguean resolvería sin duda la baja productividad pero no sé cómo incidiría sobre el absentismo. Resultado: torres altísimas que denotaban el poder del clan propietario, pueblos dotados de rascacielos en plena edad media y, ahora, al parecer, restos convertidos en atractivo turístico. No he visto esto, pero prometo ir. Me suena mucho a San Gimigiano o Volterra en la Toscana.

Menos mal que no todo es esto en el libro. También pisar uva con los pies sucios como medio de mejorar el vino, comer cereales y contar el origen de su nombre,  Deméter, hablar del queso, las aceitunas, los higos y en especial, del paximadia, una especie de bollo reseco que se humedece para recuperar una textura parecida al del pan y propio de los pastores de la Laconia. Daría algo por probarlo, cosas mías.

Pero, sobretodo, lo que distingue a Fermor es que, además de describir los sitios y lo que allí hay, lo relaciona, con tenues hilos invisibles, con su historia y con sus mitos; cuenta el porqué de ciertas costumbres, vocablos, toponímicos, rasgos, etnias. Y es portentoso. Enlaza como si tal cosa una siesta con el origen de gran parte del santoral: aparentemente, muchos de los santos no son sino dioses paganos travestidos, en los que se mantienen algunas de sus virtudes esenciales y, al cristianizarlos, se los convertía en nuevo reclamo para nuevos acólitos apegados antes a los viejos dioses. Ya había leído sobre esto, pero Fermor  es muy efectivo: de Dionisos a san Dionisio es muy fácil y directo, pero más elaborado es que Ártemis sea convertida en san Artemio, que es también hábil en la curación de niños enfermos, así como la diosa lo era de los hechizados por las ninfas… Y así unos cuantos. Ah, y una curiosidad más aprendida en este libro: san Modesto tiene poderes veterinarios. Por cierto que hay un capítulo dedicado a los animales, particularmente a los gatos, en el que se incluye un dicho marinero bien curioso: “conseguirse un gato” expresión que es sinónimo de asegurarse de algo doblemente para no fallar.

Las moiras, el amor de las nereidas -tan voluble, ay-, los centauros, la iglesia ortodoxa, la rosa de los vientos (con nombres tan actuales como tramontana o terral), la coloración de los templos… casi todo lo erudito y variadísimo cabe, con gracia, entre pueblo y pueblo, entre subidas y bajadas, entre piedras, cabras e higueras.

Ah, y en griego, extranjero y huésped son sinónimos. ¡A Grecia!


PS: Roumeli ya está en mi mesilla.