sábado, 22 de octubre de 2022

ISLANDIA EN CORTO

 

Mi primera impresión de Islandia fue consecuencia de la llegada a las cinco de la mañana a Reikiavik. Soledad. No iba mal encaminado. Y que me placía, por cierto. Islandia tiene una variedad corta y unos nombres largos.

La ciudad, porque solo ella puede calificarse como tal, tiene un agradable y breve recorrido. Más allá de esas pretensiones del “mejor perrito caliente del mundo”, y de las sopas de pescado o el fish and chips a la islandesa – caros-, la oferta culinaria es, o inalcanzable o repetitiva. Ahumados de salmón o arenque, patatas y buffet turístico pollopastarevueltoverduras. Cervezas como Viking, Gull o Boli, a un precio alto, ayudan a paliar esta sabrosa monotonía. Y lo de los perritos calientes, creo que son famosos por ser asequibles, porque no tienen nada de especial.


Reikiavik (“bahía humeante”) poco ofrece de monumental, si exceptuamos la impresionante iglesia de Hallgrímskirkja, inspirada en las columnas de basalto.  Y la gran sala de conciertos y centro de conferencias Harpa, un verdadero prisma múltiple donde la luz juega y sorprende. Más comedida es la estilizadísima estatua de la nave vikinga Sólfar, al viajero del sol. La casa donde se reunieron Reagan y Gorbachov se anuncia siempre como un elemento curioso, pero en absoluto llamativo. También tiene su paseo agradable por los lagos y la Plaza del Parlamento. El Museo Nacional, muy vanguardista en su manera de presentar los objetos (donde hay dinero se nota), no es mucho más que un museo etnográfico. Un “museo de cacharritos” como diría nuestro añorado compañero de viaje Emilio. Más tarde, en el área de Borgarnes, visitaríamos el museo sobre la historia de la colonización de Islandia y la época de las sagas, una extraña y complicada exhibición que quiere tener un aire medieval pero se queda más entre lo infantil y el bricolaje más tosco.



El atractivo oficial del país son las cascadas, (-fossar), los volcanes (-jökull), las coladas de lava inabarcables y cubiertas de musgo, los glaciares inmensos, las penínsulas, las enormes praderas, las playas generalmente negras, las ensenadas o fiordos (-vik) y las lejanas montañas centrales. De cuando en cuando aparece una minúscula iglesita -las más de las veces pintada de negro- y ¿lo harán adrede? aislada de la ya de por si aislada población más cercana. Sus interiores son de una austeridad luterana, como corresponde.

De los atractivos recogidos en las guías, se llega a generar un pequeño… ¿hastío? ¿Otra cascada? ¿otro volcán? No todas son iguales, pero muchas sí. Snaefellsjökul, al menos, es el volcán empleado por los aventureros de Julio Verne en su viaje al centro de la tierra. O las cascadas de Gullfoss, que cae en dos gigantescos niveles; y la de Svartifoss, la “catarata negra”, encajonada por geométricas columnas negras de basalto, ambas tienen personalidad. Pero otras son una caída a veces estrecha, a plomo, simplona, reiterativa.



Bueno, y hay ovejas para aburrir, así como miles de los pequeños caballos característicos del país. Ah, y no olvidéis perseguir al ineludible frailecillo; un sitio donde poder verlos razonablemente bien es el promontorio de Dyrholaey, junto a la playa de Reynisfjara. A los islandeses les hace gracia el ansia del turista por ver y fotografiar a estas aves que para ellos son totalmente irrelevantes.

Verdaderamente singulares son tres de las visitas habituales: el Parque Nacional Thingvellir, Geysir y la gran playa de diamantes de iceberg.

En cuanto al primero, es el lugar de mayor importancia histórica de Islandia, porque en este estrecho cañón los vikingos establecieron lo que los modernos islandeses consideran el primer parlamento democrático del mundo, el Althingi, en 930. Lo sea o no, lo rodea un sobrecogedor entorno geológico. Aquí se encuentran las placas tectónicas norteamericana y euroasiática, formando un singular valle en el que abundan ríos y cascadas, por el que puede pasearse y que sorprende a cualquiera.

Geysir es, quizá, menos de lo que uno espera. El geiser que da nombre a esta manifestación geológica tiene un surtidor que a los recién llegados impresiona, pero que parece estar lejos de sus mejores momentos de fuerza. Será la edad.

La playa de los diamantes es de grava y arena negras, volcánicas. En ella recalan fragmentos de hielo -icebergs del tamaño de un coche o un camión- procedentes del cercano glaciar de Breidamerkurjökull y que las mareas depositan allí. El contraste del hielo azul sobre ese fondo es muy llamativo y puedes tocarlos, subirte a ellos, jugar. 

Otra playa singular es la de Reynisfjara, por sus marcadas columnas de basalto negro y gris. Tiene un aire extraterrenal, casi tétrico, ambiente al que contribuye la simpática cartelería que anuncia de la muerte de turistas por las llamadas olas asesinas, que te envuelven incluso en días de mar calmo y te arrastran. No llevéis bañador.

Así que no, no hay hastío. Entreverados con estos hitos, formidables, el resto son paisajes desolados y otros muy desolados. Hay que buscarlos. Esos mares de lava musgosa -malpaís- permiten perder la vista sin hallar nada que la altere. Especialmente grato fue también un tramo por un camino sin asfaltar hacia el interior, disfrutando de un verdadero y muy solitario páramo que recordaba Patagonia. En invierno es intransitable. Las praderas, a veces desiertas de ganado, se suman a esta lista de lugares solitarios. Pero ¡qué desolación tan bella! Éremos es desierto (o soledad) en griego antiguo. ¿Existirá la eremofilia? ¿Seré eremofílico?








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