lunes, 24 de agosto de 2020

PANDEMIA: SIN VIAJES PERO CON LIBROS

La gripe de 1918 siempre me interesó. Una pandemia para alguien que investiga las enfermedades infecciosas –las zoonosis en concreto- es sin duda un hecho atractivo, siempre que sea como espectador, como objeto de estudio. Vivirla, si lo es en la misma condición –sin nadie cercano afectado seriamente-, está siendo igualmente apasionante.

Aprendes cada día, leyendo lo indecible, enterándote del trabajo de gente muy interesante que lleva a cabo investigación sobre zoonosis, epidemiología, inmunología, medicina comunitaria, vacunología, infectología, ensayos clínicos, nuevas terapias, o que trata de recuperar la sueroterapia mientras remedios más sofisticados se abren camino con esfuerzo y dinero. Y desenmascaras a la pléyade de expertos cuyo cuñadismo pseudocientífico te hace sonrojar a veces. Como los antivacunas o los negacionistas.

Conoces del trabajo (profesional o voluntario) en bancos de alimentos, en asistencia social, en ayuda a dependientes, en apoyo a familias. Descubres cierto periodismo de investigación, que se hacen un mini-máster para sacar adelante un artículo o una pieza de unas calidades y profundidades técnicas abrumadoras que te hacen comprender que los libelos y panfletos que solo nos cuentan la crónica rosa o la basura política los escribe otra raza de periodistas.

Asistes consternado al trabajo ímprobo del personal sanitario, a quienes los aplausos bienintencionados poco compensan del estrés y el cansancio infinitos, ni de la pobre respuesta institucional hacia sus demandas legítimas en pos de una sanidad pública de calidad. Aunque para consternación, la que generan los políticos que siguen a la greña con sus cosas insustanciales, lejos de las necesidades e inquietudes verdaderas de la gente; ellos a lo suyo, a guardarse el pesebre como sea.

Porque llega Septiembre y veremos dolor, si esto no cambia radicalmente. Y es que la segunda oleada ya está aquí, aunque la nieguen o la pinten de rebrotes. Ella y sus primeras consecuencias: colegios y universidades dudando si abrir y cómo; negocios, trabajos y economía en solfa, sin saber si se puede o no recuperar lo perdido; cultura, arte, museos sin público, condenados; vecinos, amigos y familiares que recelan unos de otros por si acaso; compañeros de trabajo que se aprovechan para no hacer su parte o que, lícitamente, temen reincorporarse, eso los que mantienen su empleo; más y más enfermos, ingresados y muertos.

Porque aún no dejas de compungirte al ver a la gente sin duelo, que perdió gente sin verlos, o ante enfermos cuya recuperación falta por completar. Ante ancianos aún confinados por si acaso, muriendo más de tristeza por falta de contacto y por visitas a distancia que de virus. Cuando aún no sabemos cuantificar la pérdida irreparable de vidas –que fueron muchas más de las que oficialmente se reconocen, de eso no hay duda-, vuelve la onda epidémica.

Y eso tras un verano raro y triste, donde los que desparramaron se han infectado, donde la oportunidad social y climática –vacaciones escolares y laborales, calor, rayos ultravioletas, sequedad, vida al aire libre, todo a favor de reducir contagios- se ha ido al garete en antros, terrazas y discotecas, en fiestas y aglomeraciones.

Un verano –lo que llevamos de año en realidad- sin viajes. Viajar para arriesgarse o para no disfrutarlo no me atrae. Y por eso he tratado de compensarlo leyendo como un descosido, entre artículo y artículo sobre coronavirus. Especialmente libros de viajes, claro.

Así que gracias a Antonio Penadés, cuyos libros Tras las huellas de Heródoto –relectura- seguido de Viaje a la Grecia clásica me servirán de guía para el que yo haga en el futuro, junto con el de Los griegos y nosotros, de Ricardo Moreno Castillo y La edad de la penumbra: cómo el cristianismo destruyó el mundo clásico, de Catherine Nixey.

Gracias también a Arturo Pérez Reverte por el camino del Cid en Sidi, que en parte ya conozco, a Antonio Pérez Henares por devolverme a Cabeza de Vaca, a quien tanto admiro y parte de cuyo camino transité hace muchos años. Y La canción del bisonte, otro viaje aún más antiguo e interior.

Y otros que no son literatura de viajes pero te transportan, como A sangre y fuego: héroes bestias y mártires de España, de mi admirado Manuel Chaves Nogales, cuyo prólogo debería ser de lectura obligatoria en todos los colegios y que es un viaje sobrecogedor y vívido por la Guerra Civil Española. La peste negra de Ole J. Benediktow, este muy profesional, pero con el que viajé con las ratas y la peste por toda Europa. El jinete pálido de Laura Spinney es otra lectura obligatoria que recorre el mundo persiguiendo los efectos de la gripe de 1918, tremendamente recomendable. El retorno del mundo de Marco Polo de Robert Kaplan te lleva por la Ruta de la seda y su geopolítica actual. Y, finalmente, no mintamos, La hija de Vercingetórix, el último aparecido de Astérix y Obélix junto con un repaso a varios de Tintín, con quien siempre se viaja de maravilla.

¡Resguardaos!

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