La gripe de 1918 siempre me interesó. Una pandemia para alguien que investiga las enfermedades infecciosas –las zoonosis en concreto- es sin duda un hecho atractivo, siempre que sea como espectador, como objeto de estudio. Vivirla, si lo es en la misma condición –sin nadie cercano afectado seriamente-, está siendo igualmente apasionante.
Aprendes cada día, leyendo lo indecible, enterándote del
trabajo de gente muy interesante que lleva a cabo investigación sobre zoonosis,
epidemiología, inmunología, medicina comunitaria, vacunología, infectología, ensayos
clínicos, nuevas terapias, o que trata de recuperar la sueroterapia mientras
remedios más sofisticados se abren camino con esfuerzo y dinero. Y
desenmascaras a la pléyade de expertos cuyo cuñadismo pseudocientífico te hace
sonrojar a veces. Como los antivacunas o los negacionistas.
Conoces del trabajo (profesional o voluntario) en bancos de
alimentos, en asistencia social, en ayuda a dependientes, en apoyo a familias. Descubres
cierto periodismo de investigación, que se hacen un mini-máster para sacar
adelante un artículo o una pieza de unas calidades y profundidades técnicas abrumadoras
que te hacen comprender que los libelos y panfletos que solo nos cuentan la
crónica rosa o la basura política los escribe otra raza de periodistas.
Asistes consternado al trabajo ímprobo del personal
sanitario, a quienes los aplausos bienintencionados poco compensan del estrés y
el cansancio infinitos, ni de la pobre respuesta institucional hacia sus
demandas legítimas en pos de una sanidad pública de calidad. Aunque para
consternación, la que generan los políticos que siguen a la greña con sus cosas
insustanciales, lejos de las necesidades e inquietudes verdaderas de la gente;
ellos a lo suyo, a guardarse el pesebre como sea.
Porque llega Septiembre y veremos dolor, si esto no cambia
radicalmente. Y es que la segunda oleada ya está aquí, aunque la nieguen o la
pinten de rebrotes. Ella y sus primeras consecuencias: colegios y universidades
dudando si abrir y cómo; negocios, trabajos y economía en solfa, sin saber si
se puede o no recuperar lo perdido; cultura, arte, museos sin público,
condenados; vecinos, amigos y familiares que recelan unos de otros por si
acaso; compañeros de trabajo que se aprovechan para no hacer su parte o que,
lícitamente, temen reincorporarse, eso los que mantienen su empleo; más y más enfermos,
ingresados y muertos.
Porque aún no dejas de compungirte al ver a la gente sin
duelo, que perdió gente sin verlos, o ante enfermos cuya recuperación falta por
completar. Ante ancianos aún confinados por si acaso, muriendo más de tristeza
por falta de contacto y por visitas a distancia que de virus. Cuando aún no
sabemos cuantificar la pérdida irreparable de vidas –que fueron muchas más de
las que oficialmente se reconocen, de eso no hay duda-, vuelve la onda
epidémica.
Y eso tras un verano raro y triste, donde los que
desparramaron se han infectado, donde la oportunidad social y climática –vacaciones
escolares y laborales, calor, rayos ultravioletas, sequedad, vida al aire
libre, todo a favor de reducir contagios- se ha ido al garete en antros,
terrazas y discotecas, en fiestas y aglomeraciones.
Un verano –lo que llevamos de año en realidad- sin viajes. Viajar
para arriesgarse o para no disfrutarlo no me atrae. Y por eso he tratado de
compensarlo leyendo como un descosido, entre artículo y artículo sobre
coronavirus. Especialmente libros de viajes, claro.
Así que gracias a Antonio Penadés, cuyos libros Tras las
huellas de Heródoto –relectura- seguido de Viaje a la Grecia clásica me
servirán de guía para el que yo haga en el futuro, junto con el de Los griegos
y nosotros, de Ricardo Moreno Castillo y La edad de la penumbra: cómo el
cristianismo destruyó el mundo clásico, de Catherine Nixey.
Gracias también a Arturo Pérez Reverte por el camino del Cid
en Sidi, que en parte ya conozco, a Antonio Pérez Henares por devolverme a
Cabeza de Vaca, a quien tanto admiro y parte de cuyo camino transité hace muchos
años. Y La canción del bisonte, otro viaje aún más antiguo e interior.
Y otros que no son literatura de viajes pero te transportan, como A sangre y fuego: héroes bestias y mártires de España, de mi admirado Manuel Chaves Nogales, cuyo prólogo debería ser de lectura obligatoria en todos los colegios y que es un viaje sobrecogedor y vívido por la Guerra Civil Española. La peste negra de Ole J. Benediktow, este muy profesional, pero con el que viajé con las ratas y la peste por toda Europa. El jinete pálido de Laura Spinney es otra lectura obligatoria que recorre el mundo persiguiendo los efectos de la gripe de 1918, tremendamente recomendable. El retorno del mundo de Marco Polo de Robert Kaplan te lleva por la Ruta de la seda y su geopolítica actual. Y, finalmente, no mintamos, La hija de Vercingetórix, el último aparecido de Astérix y Obélix junto con un repaso a varios de Tintín, con quien siempre se viaja de maravilla.
¡Resguardaos!
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