Teoría del viaje es un magnífico y sorprendente ensayo de Michel Onfray acerca de lo que el
viaje significa e implica. A veces se torna algo denso, pero son pasajes breves
que se contraponen de forma inapreciable con un torrente de ideas brillantes
que rodean el antes, el durante y el después de un viaje.
Con tal planteamiento no
podía faltar el abordaje de Onfray sobre la diferencia entre viajero y turista,
que se nos aparece radiante en varios lugares del texto. Algunas frases
lapidarias los distinguen sumaria y nítidamente. Permitidme citar un párrafo sólido
y completo como pocos. Dice:
“El turista compara, el viajero separa. El primero se
queda a las puertas de una civilización, roza una cultura y se contenta con
percibir su espuma, con captar su epifenómenos, de lejos, como espectador comprometido
y militante de su propio arraigo; el segundo intenta entrar en un mundo
desconocido, sin prevenciones, como espectador libre de compromisos, con
cuidado de no reír ni llorar, de no juzgar ni condenar, de no absolver ni
lanzar anatemas, sino deseoso de captar su interior, de comprender el sentido etimológico”.
Y remata con la breve y
condensada distinción:
“El comparatista designa siempre al turista, el anatomista señala al
viajero”.
Cuando uno regresa de un
viaje es inevitable que te pregunten qué te ha parecido, qué te ha gustado más,
qué has comido, qué hay de especial allí, cómo es la gente… Algunos añadimos
elementos propios, como qué animales pueden verse en los pueblos y ciudades, cómo
son los mercados y qué se encuentra uno en ellos. Pero la verdad es que, inconscientemente, creo haber
respondido de acuerdo a Onfray. Raramente vale la pena comparar con otros
referentes más sencillos de asimilar, porque ya son conocidos. ¿Con qué
comparar el sabor dulce y el hedor acompañante del durián salvo conociéndolo de
primera mano? En cambio, podemos hacer una aproximación a qué sabe el pomelo teniendo
otros cítricos en la mente.
Pero es difícil comparar los
templos indios del sur con… ¿con qué? Es mejor, siguiendo a Onfray, tratar de describir
con la torpeza y limitaciones de cada uno cómo son, dónde los sitúan, que
disposición tienen… No puedes -no debes- referirlos a una iglesia, a una
mezquita o a una sinagoga. Ni tampoco puedes transmitir las diferencias entre
uno jainista de otro dedicado a Shiva o Vishnú, sino describir con el menor
desacierto posible de qué están hechos, qué transmiten, qué estructura tienen,
a qué huelen, quién discurre en su interior y a quién o a qué rezan allí. Disección anatómica.
Pero el autor apuntala
las diferencias entre turista y viajero en la esencia y no en la circunstancia
de una búsqueda, con otro párrafo que transcribo literal:
“Los trayectos de los viajeros coinciden siempre, en
secreto, con búsquedas iniciáticas que ponen en juego la identidad. Ahí, de
nuevo, el viajero y el turista se distinguen radicalmente, se oponen
definitivamente.”
Y remacha definitivo,
inapelable:
“El uno busca sin cesar y a veces encuentra, el otro no
busca nada y por consiguiente, no obtiene tampoco nada.”
Esta es la verdadera prueba
del algodón, imposible de cumplir para la mayoría de los mortales, relegados a
una condición de mero deambulante, si acaso con alguna ínfula que le hace
creerse viajero por tratar de enterarse de algo sobre la cultura y la vida en el
lugar visitado. Buscar conscientemente y “sin cesar” implica una preparación
mental y espiritual a la que no es fácil llegar. Lograr reflexionar sobre uno
mismo o sobre casi cualquier cosa en el transcurso de un viaje, asombrado ante
un paisaje, un rito o un yacimiento, es menos complicado, y con una cierta
atención, con los sentidos y la mente abiertos a experimentar y a sentir, llega
a ocurrir. Aunque seas un turista, si prestas atención al templo, al ambiente o
la fruta madura de un mercado, a un castillo o a un museo, puedes llegar a ser
un viajero por un instante. Será una serendipia, pero es un hallazgo al fin y
al cabo. Y no hay que temer, luego se te pasa y haces la foto.
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