Iguazú es un
mundo perdido de agua y vegetación plagado de turistas. Ay, si Cabeza de Vaca, el primer europeo en verlas, levantara la cabeza. Según nos dicen, y
hacemos, lo mejor es comenzar por pasar desde Argentina a la parte brasileña,
lo cual exige su correspondiente frontera. Pero es evidente que están hechos a
este cruce y la cosa es rapidísima.
Pero antes… la
comida en una churrascaria, que ayudará
a sobrellevar el intenso día. Una comida exquisita, abundante, regada con fría
cerveza y que cae como maná en nuestros estómagos devastados después de un vuelo
transoceánico y otro interior entre los cuales solo hemos desayunado ligeramente
a las cuatro de la madrugada.
En el recorrido se
pasa delante del Hotel de las Cataratas, un edificio antiguo, sencillo, blanco,
majestuoso. Está a pie de obra, debe ser tremenda la estancia allí. Cuando
cierran el parque a los visitantes, sus huéspedes pueden pasear solos. Qué
envidia.
- No tiene precio
- dice una amiga.
- Seguro que lo tiene - digo yo, y otro
amigo se descacharra de risa.
Lo dejamos atrás
y el camino vallado permite asomarse a numerosas cascadas, terrazas inundadas y
un pavoroso río que lo recoge todo y que discurre, ocre y turbio, a nuestros
pies. Una neblina procedente de la vaporización del agua al caer nos rodea cada
dos por tres. Las cámaras necesitan atención si quieres preservarlas, porque
además no dejas de hacer fotos. El primer paseo, vespertino, termina en un
ascensor junto a una enorme cascada. O eso nos parece. El aperitivo ha sido
bueno, pero lo grande será mañana.
Las vistas verdaderamente
impresionantes son las del lado argentino, donde caminas sobre el agua que se
precipita a la Garganta de el Diablo. Asomarse a la caída desde la pasarela es
apoteósico. Un rugido atronador, una columna de vapor que te envuelve, agua a
mansalva. Cada vez que ves la misma caída de agua desde un punto distinto
parece otra. El borde del agua al caer transmite una sensación de fuerza ingobernable.
El color es el de la cerveza.
Y donde no hay
agua, te topas con una densidad de follaje que parece sólido. Las plantas del
borde están inclinadas por la fuerza de la corriente. Algunas pasarelas están
viejas y rotas en muchos sitios. Hay un preservativo en una escalera. Los hay
con suerte.
La comida en el
lado argentino no desmerece. Las camareras del restaurante El fortín (“Como
catorce en inglés” nos instruyen para pronunciarlo, como si fuéramos guiris;
ah, que aquí lo somos…) visten como pin-ups
de los cincuenta.
Un camión
amarillo descubierto y con asientos en la caja (como los de Kyaiktiyo en Birmania)
nos lleva hasta el embarcadero. Por el camino, las explicaciones de un guía sobre
la flora y fauna del parque de Iguazú nos aturden, entre el traqueteo y la siesta.
Menciona la mariposa 88. La tengo.
Subimos a la
lancha que nos llevará tan debajo de la caída de agua como sea posible. La recomendación
es quedarse casi sin ropa, en bañador si es posible. Los incrédulos no siguen el
consejo y acabarán muy mojados. La bolsa estanca que te dan antes de embarcar
acoge todo excepto la cámara, que podrás mantener hasta que una voz del piloto te
advierta de que de allí en adelante puede, sencillamente, empaparse. Hay gente
difícil -o estúpida- complicando el embarque tratando de no meterlo todo a
resguardo sin que nadie cuerdo entienda porqué. Otros se recubren de plásticos,
chubasqueros y gorras. Todo sobrará. Hay un caimán en el río, como esperando.
Remontamos el río,
fuerte y turbulento. O eso nos parece hasta que llegamos al punto de no
retorno. “Guarden las cámaras”. Y acelera. Un subidón de adrenalina nos sacude cuando
nos mete debajo de la catarata. El agua nos empapa, sí, pero, sobre todo, nos
golpea. Casi nos aplasta. Nos mojamos del todo, nada sirve para protegerse, es mejor
exponerse sin nada encima. Hasta las gafas peligran. Algunas salen despedidas.
Le gritamos.
- ¡¡¡Más adentro,
más adentro!!!
- ¡¡¡Al otro lado
hay dinero!!! – añado yo, desgañitándome con aquel fragor.
El piloto se ríe
y acomete otra vez, aún más dentro, debajo del inmenso chorro. Nos da tres
pasadas. Rugen el motor y el agua. Calados hasta los huesos, casi magullados, riendo,
disfrutando.
Desembarcamos y
la escena es la de después de una batalla. Cada uno trata de recomponerse en la
escarpada orilla. Algunos se cambian de ropa, otros recuperan la de las bolsas,
otros se quedan empapados, aunque hace tal calor que casi se agradece.
Por fin en el
hotel, descubrimos varias cosas. Una son los cogotes quemados pese a la crema o
el sombrero. Alguna magia guaraní. Otra es una maravillosa piscina en el ático,
con bar y cerveza, pero sin nada que comer. Y otra es que necesitamos un
adaptador con la clavija argentina para recargar cámaras y móviles.
A dos cuadras, en
el prestigioso kiosko de El Chino compramos la clavija; y a otras dos cuadras,
en el supermercado Tío Juan nos hacemos con una deliciosa cena a base de
patatas fritas de bolsa, almendras y una riquísima cerveza Patagonia IPA con
miel y saúco. La carnicería era como para
llamar a sanidad, pero no procedía.
La cena romántica
no fue en el Hotel de las Cataratas, pero no se puede tener todo…
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