Sales de Rangún (Yangoon en su nombre actual) y te llevan, de camino a la
extraordinaria roca dorada de Kyaktiyo, a ver el buda gigantísimo de Shwethalyaung,
en Bago (Pegu). Trastornados aún por el vuelo, resistimos como podemos el primer
recorrido por las carreteras de Birmania y nuestro baño de fuego con el tráfico
y las formas de conducir. Recuerda a Vietnam (ver Las motos de Vietnam), aunque
con mucho monje y más motocarros que allí.
El buda en cuestión es enorme. El pie
mide más de 7,5 metros. Eso es un pinrel y lo demás pezuñitas. Hay un cartel
informativo acerca de las dimensiones, en pies y en metros, de las distintas
partes del cuerpo: el dedo gordo del pie, 1,83; la palma de la mano, 6,71; el
labio, 2,29; el ojo 1,14; la oreja 4,57. Pensemos… pedazo de morro, cacho de
ojazo, orejón mastodóntico, y la capacidad de abofetear al tiempo a todo un
orfeón. 55 metros de buda amigos. Visitamos entonces la pagoda de Shwemawdaw, que no merece más comentario una vez hecho el panegírico de la de Shwedagon.
Y llegamos, tras una noche reparadora
en el pueblecito de Kin Pun Sakhan (sí, suena a coña) a la estación de los
camioncitos. Una plaza del pueblo ha sido transformada en una dársena o nave
cubierta, en la que se disponen muelles de carga consistentes en unas
plataformas a las que se accede por una escalera y que te dejan a al altura de
la caja de un camión pequeño. La caja está provista de bancos corridos y a cada
banco le corresponde una barra metálica a la que agarrarse. Esperas paciente a
que llegue el tuyo y lo abordas con escasa dignidad, algún riesgo de esnafrarte
y romperte los dientes y la certeza de que no va a ser un viaje cómodo. Los
guiris tenemos el privilegio de no llenar por completo la fila, algo que se
agradece porque el sitio para las rodillas es escaso con tendencia a nulo y así
puedes ladearte un poco. Muchas risas al menos.
El camión-autobús-galera se pone en
marcha y los galeotes descubren que las filas de atrás, las menos apetecidas,
son en realidad algo mejores porque al menos ves algo; las de delante tienen la
cabina del camión que les protege del viento de la marcha y les molesta la
vista al tiempo. Los conductores nos llevan por un carreterín estrecho que
exige parar cuando se cruzan los que bajan y los que suben. Solo estos
camioncitos y alguna moto esporádica circulan por aquí. A media subida paramos
para dejar pasar al convoy que baja, atestado de gente local que nos miran
divertidos. Varios vendedores se acercan mientras vendernos sus refrescos, que
portan en una bandeja sobre su cabeza.
Seguimos subiendo y la cosa se
encabrita. La pendiente aumenta, el bamboleo también, los baches proliferan,
los badenes nos sacuden y, riendo pero menos, nos vamos agarrando un poco más
cada vez a la barra. Algunos botes te sacarían del asiento si no fuera por
ella. Zarandeo lateral en cada curva, botes, frenazos… gimnasia pasiva, vaya.
Vae turistis.
Finalmente llegas a la zona de
aparcamiento y bajas palpándote, a ver si todo sigue en su sitio, incluidos empastes.
Allí te ofrecen unas andas porque hay que recorrer un buen trecho andando
cuesta arriba. Hay quien se da el gusto, pero no, gracias. Caminemos.
Como cualquier vía que conduce a un santuario, aquello está lleno de
mercaderes: ofrendas, recuerdos, alguna que otra casa de huéspedes y varios
hotelitos pequeños, pero sobretodo, puestecitos de comida y bebida. Y mucha
hoja de betel, que no falte. Y un gentío hacia arriba y hacia abajo entre el
cual destacaban cada cierto trecho los mojes que iban postulando al toque de
una pequeño gong y los porteadores, que con una cesta a modo de mochila,
cargaban dos y tres maletas gigantescas a la espalda. Madre mía.
Vas subiendo, maravillándote a cada
paso y alcanzas la explanada donde los peregrinos se congregan en grupos,
acampan y comen, duermen, charlan, encienden velas, curiosean, venden o
simplemente miran pasar al resto.
Pero tu vista pronto les deja: al
fondo ya se ve el tremendo pedrusco dorado que tú has ido a ver y ellos han ido
a venerar. Te vas acercando en medio de la multitud y pasas junto a una zona
donde en lugar de teleobjetivos de los de echar una moneda y ver el paisaje lo
que tienen son prismáticos atados con bridas que se alquilan. La verdad es que
las vistas son dignas de prestarles atención, pero la enormidad brillante te
atrae.
Una pequeña estupa ocupa la parte
superior de una roca completamente cubierta de láminas de pan de oro. Uno más
de los muchos pelos de buda que cubren el mundo parece estar allí alojado. Por
algo aparece siempre calvo, no me extraña. Incluso la roca que sirve de soporte
a la dorada y redonda está siendo también cubierta de oro. Puedes comprar
librillos de láminas para ponerlas, pero no parece que los no iniciados se
acerquen. De hecho, hay una entrada restringida sólo a los hombres que da
acceso a una balcón que la rodea y que está llena de gente tratando de poner
sus laminillas en la superficie. Las barandillas de esa balconada están
completamente atestadas de campanillas de latón con textos, supongo que
ofrendas, agradecimientos o peticiones. Usamos el privilegio pero solo hasta un
punto pasado el cual no parece sensato meterse si no es a poner tu oro en la
roca.
Nos
indican que lo propio es rodear la piedra en el sentido de las agujas del
reloj. Eso nos permite ver el gentío
desde otro punto de vista, así como el abarrotado espacio que les permite
colocar sus laminillas. Y verificar que la roca tiene mucho volumen fuera de la
vertical, así que pasas por debajo rapidito. Te caen, o ves por el suelo,
trocitos de oro que se han desprendido.
La verdad es que es uno más de los
sitios de peregrinación que a los poco piadosos siempre nos parecen más un
mercado que una celebración religiosa. Cosas del creer. Pero impresiona tanto
la roca como la afluencia, el paisaje y el paisanaje. Hay que volver. Ahora, ya
cumplida la parte de la visita más relevante es cuando puedes regodearte algo
más en los detalles: los cestos d elos porteadores, las caras tiznadas de
tanaka, el maquillaje típico, la primorosa disposición de las hojas de betel,
tronquitos de jengibre, palos de sándalo (¡qué bien olía allí!), licores de los
de lagarto incluido, pinchos inidentificables bajo el rebozo, fritos
refractarios, pastelillos y lo que sea que vendan.
Llegas al aparcamiento y allí están
los porteadores de las andas, bastante ociosos, poca gente gasta dinero en que
la lleven. Llega un camión, bajan los unos y nosotros subimos. Agárrate, porque
la bajada es de aúpa. Van a una leche que asusta, y si en la subida nos reíamos
bastante, ahora los nudillos blanquean, las miradas que se cruzan son menos
jocosas, los comentarios escasean (aunque yo pregunto si no huele como a freno
quemado) y, en fin, nos reencontramos, a más velocidad y contundencia con las
curvas, baches y badenes de la subida pero multiplicados y reforzados, así como
entreverados con frenazos súbitos que alegran mucho. Reconfortados por los
vaivenes, llegamos por fin abajo, donde podemos soltar la barra y que la circulación
vuelva a nuestros dedos.
P’habernosmatao kyaktiyo, digo... chiquillo.
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