El monte Popa tiene dos atractivos: de
cerca y de lejos.
De lejos es un visión única, con un
promontorio de paredes verticales en cuya cima hay un complejo de santuarios
que parece un pastel, con sus dorados y blancos destacando sobre el verde y marrón
de las laderas. Se ve desde kilómetros a la redonda.
De lejos |
De cerca, la sede de los 37 “nats” tiene
otra cifra para intimidar: 777 escalones hasta la cima. Y las paredes que
parecían verticales desde lejos, lo son. Debe haber otras dos, no menos
intimidatorias, que son el número de monos y el de sus excrementos, pero, la
verdad, no los conté ni lo he encontrado en ningún sitio.
De cerca |
El monte Popa está a tres cuartos de hora
de Pagán, del que ya hablaremos y uno de los trucos es acudir primero al monte
opuesto, donde desde un restaurante espectacular, hay una vista del monte Popa y
la llanura circundante que lo es más. El río Ayeyarwady (o Irawady) se ve desde
aquí y se verá luego desde el propio monte. “Fluía el Irawaddy inmenso y ocre”
dice Orwell. Alabado sea.
Los nats son espíritus, y el culto a
ellos es anterior al budismo. Son espíritus locales y por eso hay decenas de
santuarios dedicados a alguno de ellos. En el monte Popa se les ofrecían sacrificios
de animales, hasta que el astuto rey Anawratha (uno de los tres grandes de la
historia birmana, ver Nay Pyi Taw) los prohibió en su afán de instaurar el
budismo. Pero, para lograr vencer la oposición popular, se valió de una
argucia: había 36 nats, hasta que este monarca creó uno nuevo basado en la
deidad hindú de Indra, y que sería el rey de todos ellos. Eso sería bien
acogido. Ah amigo, pero como Indra rinde pleitesía a Buda, ya estaba hecho: el
rey de los nats era vasallo de Buda. Todos contentos.
Atentos a las spaghetti blouses |
Visto lo visto, sacrificar animales, y
concretamente monos, debió ser una costumbre quizá cruel, pero práctica. Me
explico. Llegas allí, te quizás los zapatos y empiezas a subir escalones de
baldosas de aspecto baratucho, de hecho
parece un muestrario, porque cada tramo es de un color y acabado, eso cuando no
hay parches chapuceros en medio del descansillo o medio escalón de cada color.
Las escaleras están la mayoría desportilladas y pobladas de innumerables
puestecillos de recuerdos en los primeros tramos, así como de gente que se
ocupa en limpiar un escalón concreto para que tú no te manches los pies allí y
le dejes una propina. Puede que piques al principio, y de hecho los escalones
bajos parecen estar muy disputados, pero pronto ves que no puede ser. El guía
te recomienda que no pises si no vas a dejar propina, pero entonces aquello se
vuelve imposible. En fin, que pasas como puedes mientras miras hacia arriba y
ves tramos de escaleras progresivamente más empinados y más largos. Allí
empiezan los puestos de aguadores. Ni pensarlo.
Entonces aparecen ellos a su aire. Ya has
visto algunos monos por abajo, pero en los tramos medios y altos, se te
acercan, entre curiosos y chulos. Me paré a fotografiar uno y casi me tira la
cámara el muy hideputa, que se me vino a toda velocidad encima y me largó un
manotazo furioso.
Con la lengua fuera, los pies enmerdados
pese a toda precaución y buena vista a la hora de evitar las cagadas de los
animalitos (y cualquiera otra porquería, que abunda, juro), y achicharrado bajo
el tejado de zinc que cubre todo el trayecto, llegas arriba por fin.
Un pastel. Un verdadero, inmenso y
recargadísimo pastel, lleno de figuras doradas, azulejos y baldosas de mil
colores, coronas, banderas, capillas pintadas en colores chillones, y una
sucesión de pequeñas plataformas, escaleras, templetes y pagoditas (nada que ver con la de Shwedagon). Un sitio
extraño y curioso, pero nada zen. No hay un centímetro cuadrado sin cubrir,
utilizar, pintar o decorar. Horror vacui.
En los templetes, figuras alineadas de
los nats. Y mucha hucha para dejar ofrendas, que a veces se prenden de la ropa
de las figuras. Y puedes hasta ganarte un jacobeo birmano, ya que por una
pequeña suma, obtienes un certificado de haber estado allí. Por algo más de dinero
puedes hacer que pongan una placa con tu nombre y origen, así como la cantidad
donada. Un cachondo había hecho poner una que rezaba: Vasco da Gama, Portugal,
20 $ . En fin. La verdad es que no iba a
dejar veinte euros para una que dijera Cabeza de Vaca o Francisco Javier, así
que…
Las vistas son inabarcables, pero el
tiempo se va y hay que bajar. La bajada tiene su riesgo. Las baldosas, antes
simplemente sucias, se revelan ahora resbaladizas. Hay que agarrarse al sólido
pasamanos y cansarse también los brazos en prevención de caídas. Los putos
monos – maldito sea Anawratha- se te acercan, y ahora parecen saber que tus
manos no son tan libres como al subir. Afortunadamente, logramos pasar sin más
apuros y llegar abajo incólumes. Toallitas para limpiarse los pies –los guiris,
ya se sabe…-, y visto el monte Popa.
A la salida, un monje, con su ropa
granate, nos sonríe y nos saluda. El guía traduce: espera que nos haya gustado,
pero algunos llevamos ropa roja o negra, y eso incomoda los nats. Mal asunto.
A buenas horas. Llevo la maldición encima
desde entonces, menos mal que pisé alguna mierda, que trae suerte, dicen. Por
compensar.
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