Ordu, en la costa norte turca, es una ciudad de
paso, a medio camino entre Samsun y Trebisonda.
Pero, según nos cuentan quienes saben de esto, Ordu es el lugar donde se produjo
un famosísimo hecho del relato de la Anábasis: la llegada al mar de los
supervivientes del ejército de Jenofonte, tras una agotadora y épica marcha. Derrotados
por el ejército persa, Los diez mil
atravesaron toda la Anatolia desde las actuales Siria y Armenia buscando la
salida al mar. Allí confiaban en ser recogidos por barcos griegos. La vista de
la costa, tras innúmeras calamidades y sufrimientos, provocó el grito
desgarrador, contagioso y liberador de ¡Thalassa,
thalassa! ¡El mar, el mar!
El Mar Negro, el Pontos Euxinos |
Todos los que han estudiado un poquito de griego clásico
han tenido que traducir ese párrafo y, lo que es peor, interpretarlo. Porque
claro, para los chavales de bachillerato, diccionario en mano, averiguar que Thalassa significa mar es fácil. Pero comprender todo lo que se resume en el grito de
los soldados de Jenofonte al ver el mar, no está al alcance más que de unos
pocos. Y menos aún la concepción de que aquella última etapa de la Anábasis es,
metafóricamente, el final del viaje interior, que es lo que significa la
palabreja.
Con semejante pasado parecería que Ordu pudiera ofrecer
algo de interés, pero no es así. Restaurantes poco o nada adaptados a turistas,
ofrecen los clásicos entrantes a base de karisik
meze y haydari y poco más. En una parada "técnica" del
largo camino, la única visita posible era la del mercado para estirar las piernas. ¡Ah, pero los mercados son
ocasiones perfectas para conocer el país! Allí que vamos.
El mercado de Ordu es un edificio sin ningún atractivo, blancuzco
y ramplón. Los puestos de alimentación quedan detrás de los de artesanía. Y en estos, los
comerciantes son más incisivos que en otros sitios y ofrecen puñales con mango
de presunto cuerno de cabra, figuritas de madera labrada o ajedreces formados
por ejércitos variopintos. No hay nada atractivo en esa zona. Mucho más interesante
era la dedicada a las hortalizas, la fruta y los pescados. Puestos exuberantes
de cebollas, rábanos –espectaculares-, tomates, pepinos, pimientos, calabacines,
lechugas, melocotones, ciruelas, cerezas, nueces, pistachos y avellanas te reciben
acogedores. Los colores y las formas a veces son poco agraciados. Pero los
olores y los sabores son excelentes, como puede comprobarse en los restaurantes. Y el conjunto es muy pinturero.
Los pistachos en verde y en rama son difíciles de
reconocer, y encima tienen un tono rojizo que despista aún más. Hay que tratar
de ver algunos abiertos y entonces se ve claramente el fruto.
- ¿Compramos unos pocos?
- Bueno, así los probamos, ¿no?
El vendedor, desprevenido, acercó el abollado platillo de la balanza y
tomó cuatro medidas con un cacillo mellado y oxidado, puso el plato en una decrépita
báscula y la equilibró. Redondeó a doscientos gramos. Los propietarios de los
puestos próximos miraban entre sorprendidos, curiosos y expectantes. Algunos tenían una
pequeña azada junto al carrito donde transportaban su mercancía, y sus manos
denotaban claramente que no había intermediarios. Gente oscura, seria,
trabajada y trabajadora.
El hombre escribió una cifra en el papel de un periódico para
envolver y devolvió el resto de lápiz a su sitio en la exigua caja. Esperaba
que lo hubiera puesto sobre la oreja. Pero no. Al cambio, el kilo estaba a unos
dos euros y medio. Pero daba igual el precio, ¿acaso no eran pistachos frescos comprados en
Ordu, los mismos que comía Jenofonte mientras gritaba Thalassa, thalassa espurreando con la boca llena?