Tomaron asiento tras cambiarse de la mesa que les habían asignado a otra
mejor situada e igualmente vacía.
-
¿Por qué este
tipo nos quería hacer sentar ahí detrás estando esto libre?
-
Ni idea, tal
vez luego lleguen más turistas, y ya sabes que las nuestras no son las mejores
propinas. No puedes competir con japoneses o americanos. O chinos. Y él no está
aquí para hacer amigos.
-
Pues que le
den…
Se acomodaron y echaron un vistazo en derredor. Bien centrada,
relativamente lejos del escenario, pero con buena perspectiva, la mesa prometía
aportar lo suyo para hacer grata la velada. Ellos pidieron unas cervezas de
inmediato, ellas prefirieron ir al vino directamente. Tardaron bastante en
traer las bebidas, segundo fallo. Mientras tanto, charlaron animadamente de las
visitas del día.
-
A mí me ha
encantado la catedral metropolitana, lo de los símbolos masones de la tumba de
San Martín me ha dejado loca – afirmó Lola mientras sorbía su frío vino blanco-.
¡Oye!, y este vino está más que potable,
¿no?
-
No está malo,
no - respondió Marta- aunque a mí me gustan más dulcecitos. Pero se deja beber muy
bien. Y yo prefiero el paseo de la tarde, la verdad. ¿Vosotros?
Paco y Juan ya tenían terciadas sus cervezas. Miraron de soslayo el vino. En
breve, harían su propia valoración. La Patagonia estaba buena y fría, así que
no tenían prisa. La saborearon lentamente una vez apagado el urgir de la sed. Paco
dio su punto de vista.
-
A mí el
mercadillo de San Telmo me ha parecido lo mejor. Puerto Madero, el museo de la
Casa Rosada, la catedral… también, claro. Es que ha sido mucho para un día.
Qué paliza. Y encima nos apuntamos a este bombardeo. Pero el mercadillo… tiene
sabor. No es un monumento; no de piedra, al menos.
-
Sí, exactamente,
es un monumento, pero vivo; y yo me quedo, de todo él, con el tangazo callejero
que vimos en Dorrego – Juan se llevó la copa a la boca, mirándola a ella y no a
sus comensales, como si no estuvieran allí.
Él siempre pontificando. Pero las cabezas asintieron. En especial Paco, que
no añadió nada.
-
Es verdad, – rectificó
Lola, pensativa-, el tango… Bueno, ahora veremos cuál de los dos nos gusta más
– y señaló con la barbilla hacia el escenario, donde ya se percibía algún
movimiento tras el telón.
La luz no muy abundante y la decoración ecléctica pero recargada daban un
aire decadente muy apropiado. Un par de balcones corridos a los lados permitía,
a modo de palcos, disponer minúsculos veladores en lo alto. Una gran lucernaria
con cristalera en el techo paliaba un tanto la penumbra. Los arcos de ladrillo,
las inevitables fotos dedicadas, una colección de discos de tangos con portadas
añejas y los inmensos y repletos botelleros completaban la imagen. Las mesas,
pequeñas, no daban mucho margen a la comodidad.
Pero Lola se equivocaba. Primero fue la cena. Empanadas, bife de chorizo y
unos panqueques con dulce de leche. Canónica. Todos eligieron lo mismo. Finalmente,
no solo el blanco cayó, sino que le siguió un tinto a base de Malbec que les
dejó una sensación de sí, pero no.
-
Brindemos
aunque el tinto sea áspero, que mañana no estaremos aquí.
Bien sincronizado el servicio, la gastronomía terminó y al punto comenzaron
la música y el baile. Dos bandoneones con un bajo y una batería iniciaron el
espectáculo. Los músicos se arrancaron con una buena dosis de virtuosismo y
bastante Piazzola. Los brazos y las rodillas del solista se abrían y cerraban,
subían y bajaban, se inclinaban a un lado y a otro, los dedos volaban por el
teclado y encima de vez en cuando se volvía hacia su compañero, sonriendo cómplice;
eso cuando no se giraba atrás y cruzaba otra mirada divertida con el
contrabajista. Juan estaba fascinado, como los demás, pero él tenía una
especial curiosidad por ver tocar el bandoneón. Era uno de sus instrumentos
favoritos y, sin embargo, nunca lo había escuchado en directo. Terminaron una
pieza y le susurró a Marta:
-
Ese tiene las
rodillas mejor que yo.
-
Ya lo creo –
respondió ella mientras le tomaba la mano entre las suyas, siempre suaves y
siempre frías-. ¿Cómo puedes tener las manos tan calientes?
-
Gas natural –sonrió
socarrón.
El escenario cambió, la orquestina retrocedió un tanto e hizo sitio para
los bailarines. Comenzaron a bailar con brío, destreza y oficio. Ellas, larga la
falda y la abertura para poder patalear aquí y allá cuando se precisara; ellos,
traje. Claro, oscuro, tanto da; un bailarín de tango no lo parece sin él. El
baile fue una sucesión de intervenciones de las distintas parejas y de
intercambios entre ellas. Música instrumental inicialmente, al fin apareció en
escena la cantante. Más tarde lo haría su contraparte, quedando así completo el
elenco: dos cantantes, seis bailarines y cuatro músicos.
-
Es portentoso
cuánta música y cuánto espectáculo con solo una docena de personas – les confió
Juan a sus amigos en un descanso.
-
Sí, y la
verdad es que la cantante es buena, él es más flojo, ¿no? – inquirió Lola.
-
Él no tiene
ni idea, es el peor de todos. Y los bailarines son muy académicos, muy
envarados, muy tiesos, ¿no os parece? A mí me han gustado mucho más los de la
plaza Dorrego, que seguro que no cobran casi nada porque deben ser aprendices
que salen a la calle a ganarse un dinero mientras practican. Pero ella sí. Por una cabeza lo ha bordado, y eso que
es más para voz masculina. En cambio, él se ha cargado Pa Dumesnil y Margaritas
sin esfuerzo.
-
Es que Paco,
aquí donde lo veis, canta tangos bastante bien. Le gustan mucho y, bueno,
digamos que entiende un poco, ¿verdad? – Lola le acarició la cara.
Juan le miró perplejo. No conocía su vis melómana, pero estaba totalmente
de acuerdo: el cantante, de planta impresionante, eso sí, les había berreado
los tangos. Pidieron algo más de vino blanco en lugar de licores o combinados y
mientras se lo traían el telón volvió a abrir, esta vez solo con los músicos y
la cantante.
Pero yo sé, Milonga de
Gauna, Lloró como una mujer y Chau se enlazaron una tras otra a cuál
mejor interpretada. Le parecía que tuviera un deje a medio camino entre Adriana
Varela y Malena Muyala, una extraña mezcla. Juan se sintió incómodo a mitad de
la segunda pieza. No entendía por qué. Llegado el final de la tercera y en
medio de los aplausos se dio cuenta. La cantante le miraba. O eso le parecía.
Siguió atento y gozoso a la intérprete, pero cada vez le era más evidente que aquellos
ojos se paraban en los suyos más de la cuenta. Mucho más de la cuenta. Por un
momento, temió hacer el ridículo si lo decía, pero le pudo más la vena
gamberra, y al concluir, mientras se corría el telón para un nuevo cambio de
escenario, lo espetó.
-
No es por nada,
pero creo que he ligado.
-
Ah, ¿otra vez?
Cómo no – Marta le conocía bien – ¿Y quién es ella en esta ocasión?
-
La cantante.
-
Claro, claro,
te ha guiñado un ojo, ¿verdad? – condescendió ella.
Él bebió un largo trago, dudando si insistir o ceder. Y asintió. Paco y
Lola le miraron, divertidos y extrañados a partes iguales. Juan asentía, con
los ojos fijos en la copa y una sonrisa en los labios.
-
Estad atentos
y me decís luego, ¿vale?
-
No seás
boludo – le increpó Marta imitando el acento porteño.
-
Que sí, que
os fijéis, coño. Solo seguidle la mirada. Y luego hablamos.
Hubo que esperar porque a continuación cantó él. Tras perpetrar a solas otras
tres piezas, tuvo lugar un dúo. Interpretaron El día que me quieras y Cambalache.
Y ella volvió a mirarle. Claramente.
Aplausos y nueva pausa.
-
Oye que vas a
tener razón, cretino. ¿Vosotros lo habéis visto?
Paco y Lola sonreían, un tanto violentos. Él fue el primero en conceder con
un gesto. Ella sólo hizo un leve movimiento vertical con la cabeza.
-
Es natural –
fanfarroneó Juan-, ocurre mucho.
No podía dejar de sonreír a sus amigos.
-
Bueno, bueno,
vamos a ver cómo sigue el tema, ¿eh? No te crezcas demasiado – advirtió Marta.
El telón volvió a abrirse y esta vez fue ella la reina de la escena. Les
regaló los oídos con Garúa, Uno, Malena y
Adiós Pampa mía. Las distintas
miradas se cruzaban ajenas a la música. Juan con la cantante y con sus
compañeros; y ellos entre sí cada vez que, obviamente, Juan recibía la de ella.
-
Esta tía es
una descarada de narices –Marta echaba humo. - Y tú ¿qué le haces? Bueno, ¿y
qué dices?
Juan estaba ya más molesto que divertido. Lola y Paco se mantenían al
margen, expectantes y prudentes.
-
Hacer, lo que
es hacer, nada. Decir… que me estoy empezando a cabrear, porque en lugar de
disfrutar del espectáculo estoy incómodo, coño.
Marta lo miró y supo que, efectivamente, la broma había acabado. El entretenimiento
también tocaba a su fin. El cantante anunció las últimas piezas y, con su
pareja, se arrancaron con desigual acierto en una sucesión de voces a dúo e
interpretaciones individuales. Atacaron El
choclo, Mi Buenos Aires querido y la Balada
para un loco. Las miradas siguieron, si bien Juan optó por cortar aquello y
fijó la suya sobre el bandoneonista. Su extraño e hipnótico baile sentado, a
base de rodillas acompasadas con brazos, y con giros de cabeza, le permitió
obviar en parte el acoso y disfrutar de la música. Marta decidió ejercer un férreo
marcaje sobre aquella mujer, y Lola, con Paco, sencillamente atendieron a la
representación sin más cavilaciones.
Aplausos mantenidos, gente de pie y un excelente bis, obviamente ensayado,
con La cumparsita y Volver como broche final, bajaron el
telón.
-
Bueno, pues
ya. Anda vámonos antes de que salga a por ti – bromeó Marta, ya un poco menos
tensa.
-
Espera hasta
que salgamos, que no las tengo todas conmigo.
Juan también recuperaba poco a poco el aplomo. Lola y Paco sonreían de
nuevo.
-
Y, en todo
caso, habréis visto que no eran figuraciones mías. El que es atractivo, es
atractivo, qué le voy a hacer.
-
Ya, sí,
bueno… menos lobos, que la caperucita te comía seguro.
Se incorporaron,
recogieron sus cosas y avanzaron hacia las escaleras. La aparente distensión se
vino abajo de repente. Entre el gentío, y ya casi alcanzada la salida, apareció
ella, oteando. Les vio. Se dirigió directamente hacia ellos. Y tuvo que hacerlo
esquivando a su vez las felicitaciones que unos y otros trataban
infructuosamente de expresarle, porque avanzaba sin detenerse, directa a su
encuentro. Finalmente, llegó a su altura y se plantó delante de Juan con una
sonrisa inmensa, preciosa, encantadora. Por un instante, nadie dijo nada. En
medio de la consternación de los cuatro amigos, Juan acertó a esbozarle una
sonrisa, más de incomprensión que de cortesía, a la que enlazó un gesto de
interrogación, subiendo los hombros y abriendo las manos levemente.
-
¡Profesor!
¡Gusto en saludarle! Fui alumna suya cuando estudié Veterinaria. Qué sorpresa,
qué gran casualidad, me encanta volver a verle. Bueno, hace siglos de aquello y
hay un océano por medio, pero…
Este relato no tuvo lugar en Buenos Aires en Enero de 2017
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