Para quienes viajan a Argentina, la carne es una de las cosas que formarán parte del itinerario con seguridad. Argentina suena, huele y sabe a carne tanto como a tangos, a Pampa, a gaucho o a Patagonia.
Y no es para menos. Según algunas estadísticas, el censo bovino argentino es actualmente de unos 40 millones de cabezas; una cifra similar a la que se estima ya hubo hacia finales del XVIII. Por comparar, y vamos a hacerlo para situarnos mejor, en España hay aproximadamente 6 millones de vacas. En ovino, la cosa está más equilibrada, 20 millones frente a unos 18. Las comparaciones se hacen, si no odiosas, sí brutalmente esclarecedoras cuando lo que se compara es el consumo per cápita: de carne vacuna, la proporción es de algo así como 10 a 1, con unos 60 Kg por persona y año frente a unos 6; en ovino y caprino es de 5 a 1, 10 Kg frente a unos 2; en carne de pollo, la proporción cae a “solo” 3 a 1 (46 Kg frente a 14); y únicamente en el consumo de cerdo ganan los carnívoros españoles, que se incrustan entre pecho y espalda unos 12 Kg por persona y año frente a unos 11 de los argentinos, en un empate nada virtual y sí muy carnal. Todo ello considerando que las sumas hacen del total unos 127 y 34 kilos de carne por persona y año. La OMS recomienda un consumo no superior a los 100 g por día, lo que elevaría la ingesta anual recomendada a unos 36,5 Kg. Estas recomendaciones son siempre discutibles, matizables, adaptables forzosamente a ciertos condicionantes económicos, sociales, culturales… lo que se quiera. Pero en Argentina se come muchísima carne. Es parte de la cultura argentina. Argentina sin asados no es Argentina.
Pero no fue siempre así. Las principales especies de ganado de abasto fueron introducidas por los españoles y pertenecen al reducido y selecto club de las especies de uso doméstico. Siguiendo a Diamond y a la FAO, de las aproximadamente 150 especies animales no carnívoras de más de 45 Kg solo unas 15 han sido domesticadas y de ellas, tan solo seis pueden encontrarse distribuidas a escala global: vacas, ovejas, cabras, cerdos, caballos y burros. A ello se suman otros de localización más restringida, como dromedarios, camellos, llamas, alpacas, renos, búfalos de agua y otros bóvidos asiáticos. Agréguense las aves, que no son más de diez especies de entre las más de 10000 existentes: gallina, pato, oca, ganso, pintada, avestruz, codorniz, pavo y alguna de menos distribución. De todas las especies domésticas principales, sólo dos camélidos, llama y alpaca, así como el cuy (el conejillo de indias) y el pavo son americanos.
Colón, en su segundo viaje de 1493 llevó consigo los primeros ejemplares de lo que sería la enormísima cabaña ganadera americana. En aquel, como en los sucesivos viajes iniciales, los animales más frecuentes fueron ovejas, cerdos y terneras, por razones obvias de espacio. Caballos y asnos, de uso militar y por tanto sujetos a un fiero control en su uso, permiso de salida y de cría, siguieron pronto. Según parece, las terneras y caballos eran más delicados frente a los avatares de la navegación. No pocos de ellos nunca llegaron a puerto. Y esa es una de las primeras incógnitas, ya que se consignaban los embarcados, pero no hay tanto control sobre los desembarcados finalmente ni sobre su supervivencia. Nos dicen los expertos que en todo caso, y ciñéndonos al ganado vacuno, las razas predominantes en el viaje lo eran también en las proximidades de la zona de embarque. Eso hace que se mencionen las razas de origen andaluz, portugués, extremeño incluso y, como aporte singular, la Palmeña canaria. Se habla por tanto del tronco ibérico, con las berrendas rojas y negras, overas, alentejanas, salineras, retintas, negras andaluzas y pocas más. De entre las ovejas, churras y merinas, parecen haber sido las más frecuentes, cosa nada sorprendente dada su abundancia relativa.
El primer destino fue siempre Santo Domingo – La Española- y, eventualmente, otras islas caribeñas. De ahí, saltaron al continente, pero no con facilidades. Las autoridades de los puertos de llegada las consideraban, con razón, una gran riqueza, y los permisos para que el ganado viajara a otros puntos se otorgaban con cuentagotas. Incluso parecían necesarias autorizaciones reales, que supongo no se obtenían de un día para otro. Mención aparte, una vez más (y que merece todo un tratamiento propio) son las caballerías, elemento militar que acompañó a Pizarro y Cortés como es de todos sabido. El primer ganado que tocó continente lo hizo en Panamá y en Méjico. Desde el primer foco tuvo lugar la expansión hacia el sur. Del segundo parecen haberse derivado las famosísimas Longhorn tejanas, que no son otra cosa que el ganado criollo que se encontrará por todo el continente pero a las que Hollywood ha hecho singularmente conocidas.
Las rutas de expansión están bastante bien documentadas, ya que el ganado acompañó a numerosas expediciones y figura entre sus registros. Así, por resumir, de Panamá parece que el camino llevó a vacas y pastores hacia Santa María la Antigua en Colombia, a Lima y de ahí o bien por la ruta costera hacia al norte y centro de Chile o hacia Bolivia y Paraguay. Se mencionan tres partidas bien definidas: la de Núñez de Prado que llevó cabras, ovejas y vacas desde Potosí hasta Tucumán; la de Francisco de Aguirre desde Chile, que llegó hasta Santiago del Estero con vacas y ovejas; y, finalmente la casi mítica de los hermanos Goes en 1555 con su famoso pastor Gaete, las siete vacas y el toro, desde Brasil. A esta última se acogen uruguayos y algunos argentinos como el indiscutible origen de su ganadería pero no parece ser sino una más de las muchas expediciones que llevaron consigo ganado. Porque hay que sumar a Garay, el fundador de Buenos Aires tras la intentona inicial y fracasada de Mendoza. Garay trajo ganado vacuno y ovino desde Santa Cruz de la Sierra, en Bolivia, hasta Santa Fe. Y además se encontró por el camino vacas asilvestradas y caballos cimarrones. Estos animales fueron hechos botín en lo posible, y tomados por los que liberó Irala tras el desastre del primer asentamiento de Mendoza en la zona de Parque Lezama en 1536. Hay que destacar que las misiones jesuíticas, en esta ruta, adquirieron cierta fama, entre otras cosas de mucha mayor relevancia (el arpa, la música, el trabajo organizado… sugiero leer esto con El pájaro campana como fondo musical), por la elaboración de quesos. Bueno, a lo nuestro. Termino esta breve lista de “importadores” pero falta mencionar al heroico Cabeza de Vaca. Además de un apellido muy adecuado, ya sabemos que este hombre cruzó desde Florida hasta California, con un soberbio par, pero además fue el primer afortunado europeo en conocer y dar a conocer la maravilla de las cataratas de Iguazú y, colateralmente, ya que iba de viaje, se trajo unas cuantas vacas desde Asunción. ¿Qué le costaba?
Dejemos a los conquistadores y volvamos al ganado, que es lo que nos importa. Las vacas, como los otros animales, multiplicaron muy bien. Lo cierto es que no se conoce el número exacto, pero las estimaciones hechas recientemente mediante estudios genéticos, estima en no más de 1000 animales bovinos el total de los arribados a América, de los cuales unos 150 habrían sido machos. El resto parece haber sido cosa del amor. La falta absoluta de control en los cruces y las diferentes razas originarias jugaron un papel hibridante muy beneficioso que dio como resultado una serie de variantes de lo que se denomina ganado criollo (mochos, ñatos, y otras denominaciones), cuyas pintas, capas y tipos son muy diversos. Antes de ir al aprovechamiento, solo una breve mención a las Malvinas, para que no haya quejas. Allí, el ganado vacuno fue de otro origen, francés inicialmente, atribuido nada menos que a la expedición del insigne Bouganville y luego, bondad graciosa, británico. Darwin hizo un apunte muy curioso, al indicar que la reproducción de las vacas en Malvinas era estupenda, no así la de los caballos, que no terminaban de adaptarse. Hombre de candidato a correr en Epsom a caer allí…. se te quitan las ganas, sin duda.
El caso es que tenemos un panorama extraño en el que algunos grupos de indígenas se hacen absolutamente al caballo: desde los apaches, kiowas y otras tribus que conocemos por las películas, hasta los mapuches, tehuelches o araucanos, más de esta tierra. Y además, algunos de ellos, en particular los mapuches, acogieron al ganado ovino con gran facilidad. De las dos variantes descritas, las ovejas pampas (carne) y las criollas, estas últimas eran más laneras, y para una cultura conocedora de la llama, la lana era un bien apreciado y cuyo laboreo no tenía secretos. Esta situación cambió para la oveja a principios del XIX. La exportación de lana y la explotación de nuevas razas británicas importadas tras la independencia (Suffolk, Lincoln, pero también Merino) se convirtió en un gran negocio. Se habla de la “merinización” de la Patagonia, donde el clima es menos propicio para ciertos parásitos y facilita la cría. Según algunas fuentes, a mediados de siglo XIX, el 80% de la lana que se procesaba en Bélgica era argentina; el 50% de la tratada en Francia. Así, la cabaña ovina creció brutalmente, pasando de unos 40 millones en esas fechas iniciales hasta alcanzar la cifra récord de 75 millones hacia 1900. Fue la época de oro del ovino argentino, que se extendió hasta aproximadamente 1920. Porque poco a poco, la carne de vaca fue desplazando a la lana, pero hasta 1900, se exportó más producto ovino que bovino. 1900, año, por cierto en el que aparece en escena una de las barreras comerciales sanitarias clásicas: Fiebre Aftosa, por la que Reino Unido cerró el comercio de animales vivos y carne argentina temporalmente.
Pero, ¿y las vacas? Pues no, las vacas no las quería nadie al principio. Según nos cuentan, desde mediados del XVI, cuando ya Garay habla de vacas asilvestradas hasta prácticamente principios del XIX la aproximación más exacta puede ser la de las grandes praderas norteamericanas plagadas de manadas de bisontes. El ganado se reproducía y vivía sin más trabas que la de encontrar alimento y agua. Nadie les prestaba atención de tan abundantes. La razón es meramente tecnológica: no había cómo conservar tanta carne. Desde mediados del XVII hasta casi finales del XVIII, lo único que tenía valor comercial en las vacas era el cuero. Y la carne que se consumía era… ¡la lengua! Deliciosa, por cierto. Es la época de los accioneros y las vaquerías, en las que grupos de aguerridos caballistas acompañados de perros y dotados con un instrumento cuyo nombre es siniestro, el desjarretador, atacaban a los rebaños silvestres. La imagen, a mi modo de ver, es de nuevo, la de Bailando con lobos, cuando se mata a cientos de animales solo por la piel y se abandonan los cadáveres en medio de la pradera ante la mirada atónita de los indios. Pues aquí debió ser algo muy parecido. La documentación habla de decenas de miles de cueros exportados al año, principalmente a Gran Bretaña. Luego entramos al comercio entre Argentina y Gran Bretaña.
Alrededor de 1800 surge algo que se mantiene hasta hoy en día: las estancias. Las grandes haciendas ganaderas. Y surgen basadas en dos avances (llamémoslos así): la salazón y el alambrado. El valor creciente de los cueros, pero, sobre todo, la posibilidad de conservar la carne mediante salazón, y evitar así el enorme desperdicio, condujo a la creación de la industria ganadera argentina como tal. Las vacas cobraron un gran valor y había que acotar de quién era el ganado. La rascadera (un palo muy alto clavado para que las vacas pudieran frotarse contra él), el aporte de sal que tanto les gusta y el uso de esta como conservante determinaron un cambio en el paisaje pampero y patagónico. Parece haber habido llamadas de los grandes prohombres (Rosas, Dorrego…) para promover que se alambrase todo lo que se pudiera. Eso junto con la Campaña del Desierto y la liquidación de indígenas puso en marcha el “negocio de verdad”. Los británicos pusieron mucho empeño en esta incipiente industria, convirtiendo a Argentina en su granja. El tasajo argentino parece haber sido famoso entre los marineros británicos, que lo llamaban “ébano”, tanto por su color como por su textura. De hecho, se referían al ganado criollo despectivamente como “pellejo, tripas y huesos”. Claro, las razas originarias, así como los propios criollos, son animales duros, resistentes a climas ingratos, a parásitos y enfermedades infecciosas, al calor y a la sequía, pero eso hacía que su nivel de engrasamiento fuera muy escaso. Para remediarlo, y junto con las nuevas tecnologías de congelación/refrigeración y las conservas, se introdujeron razas británicas más grasas y por tanto mejores para conservar por estos métodos. Son las Angus, Shorthorn, Hereford (la otra de las películas del Oeste) o Aberdeen. Incluso Frisonas (y, ya en pleno siglo XX, las Brahma, pero eso es otra historia). Los soldados británicos de la guerra de los Boers comerían vaca argentina, y sus correajes, como sus botas, también lo eran.
Estas carnes más grasas son más difíciles de conservar mediante la sal, así que la pareja de baile necesaria era una técnica que fuera compatible. Y había dos. En 1795 Appert ganó un concurso para proveer a los ejércitos napoleónicos de alimento no perecedero. Hacía su aparición la conserva. En 1810 Durand aporta el envase metálico. La combinación perfecta: lata y carne. Hay una anécdota curiosa acerca de este avance: la lata aparece 40 años antes que el abrelatas. ¿Es que eran tontos? No, es que a nadie se le había ocurrido el reborde saliente de la tapa. Hasta cerca de 1850, las latas se abrían a golpe de bayoneta o hasta de un disparo. Los ejércitos napoleónicos, como el británico, hicieron muy buen uso, y masivo, de esta nueva técnica milagrosa y utilísima. Perry, en su expedición al Polo Norte de 1824, dejó tras de sí latas que fueron abiertas en 1938 y eran aún comestibles. Gracias, yo ya he cenado.
Pero tenían sus problemas: el baño térmico a 100 grados, el baño María, era válido para ciertos alimentos, pero Bacillus o Clostridium, bacterias muy resistentes, no se eliminaban con esta tecnología tan básica. Clostridium botulinum causa el botulismo que es una enfermedad mortal asociada a sus toxinas presentes en conservas no esterilizadas correctamente (y que ahora se inyectan, el Botox, qué cosas). Fueron necesarios los maestros conserveros, los autoclaves (hacia 1870) o el cloruro de calcio en baño abierto, y la estandarización de los tiempos, temperaturas y presiones lo que conllevó un desarrollo que duró años. Y hacía falta la industria paralela de la hojalata y de los autoclaves industriales.
Para entonces, entre 1850 y 1870 surgió otra alternativa: el frío. Tellier y Carré-Julien desarrollaron técnicas distintas para lograr frío a escala industrial y de forma mantenida. Dos barcos famosos, uno de nombre inequívoco, Le Frigorifique y el Paraguay, realizaron las primeras travesías con carne refrigerada y congelada. La refrigeración no servía para un viaje tan largo, así que pronto se optó por la congelación. Se menciona un banquete con la carne transportada de un lado al otro del Atlántico para agasajar a potenciales inversores y en fin, a gente importante. Fiasco, la carne no estaba buena. Enormes instalaciones con nombres como La Blanca, La Negra, la Plata, La Elisa, procesaban el ganado y lo embarcaban. Hasta se edificó una gigantesca aduana en Buenos Aires para facilitar el embarque: la aduana Taylor, cuyo nombre ya da idea de quién tenía más interés y capacidad en que hubiera facilidades. Gran negocio, grandes fortunas. Gran abuso: una vez más, la flota de barcos que transportaba esta valiosa carne, no era argentina, sino británica, en dura pugna con norteamericanos. Swift, Armour y otras empresas similares regulaban el transporte y por tanto el precio. Evadían impuestos… la historia de siempre. Aún hoy los argentinos te muestran, entre indignados, resignados o hasta incluso orgullosos, latas de marca británica, que reza Made in England pero en cuyo interior la carne es argentina. ¡Y la venden en Argentina! En fin.
Quiero mencionar otra anécdota: los curiosos viajes de matarifes a Argentina para garantizar carne Halal o Kosher (no, no viajan juntos) o de ganado transportado vivo hasta países musulmanes con igual objetivo.
Y, por último, algunas cifras imprevistas. Argentina ya no está ni en el Top Ten de los países exportadores de carne. Suena extraño ya que, como comencé, Argentina suena a carne. Pero menos que ayer. Desde 1900 hasta 1970 la producción creció por encima del 10% anual y desde entonces hasta 2000, al 7%. Siempre en ese periodo estuvo entre las cinco primeras potencias exportadores: en 1960, Argentina exportaba el 7% de la carne a escala global. Pero desde 2010 se ha dado la primera bajada de producción en la historia, y sus exportaciones han disminuido un 36% entre 2007 y 2015. Se dice pronto.
La soja (largo asunto para explicar pero crucial en este desastre), la competencia (Uruguay, Nueva Zelanda, India, Canadá), el cambio de la moneda, el cambio de sistema productivo (los cebaderos), las decisiones comerciales del gobierno… Hay opiniones y datos, pero lo cierto es que la carne argentina tiene un panorama muy distinto hoy al de hace sólo unos años. Esperemos que cambie la tendencia. Y que lo celebremos con un asado. In situ mejor.
Charlita ofrecida a mis compañeros de viaje cerca de Comodoro Rivadavia, anocheciendo.