Tras una semana de trabajo, queda un
hueco y lo aprovechas a costa del sueño, de embutir las cosas en la maleta a
toda prisa y de salir hacia el aeropuerto a la carrera. Desde Santa Cruz de la
Sierra hasta Samaipata son 120 kilómetros y tres horas de coche. ¡Qué tres
horas¡ Y la vuelta.
Santa Cruz tiene un apreciable centro
porticado, de aire colonial y comercio minorista bullicioso, aún repartido por
gremios -colchonerías, todas juntas; ópticas, lado a lado; artesanías,
agrupadas). Pero con mucho, lo más notable es el mercado. ¡Mira que dejarme la
cámara! Un mercado de verdad, con sus puestos para comer, embaldosados en
blanco y guardados por celosas buscadoras de clientes que tratan de endosarte
sus guisos. Al lado, las canales, los mondongos, las lenguas, los corazones,
los cortes, las cabezas… y sus responsables, dotados de un espantamoscas que
agitan con indolencia. Menudo festín múscido. También mucha fruta, duraznos, mangos,
pomelos, mandarinas gigantescas, sandías, limas de olor intensísimo (a
lavavajillas, tal es la asociación de ese olor), plátanos guineos deliciosos,
brócoli monstruoso, yuca, tomates, lechugas, pimientos y sus variantes
picantes, frijoles y parientes, zanahorias, variedad de maíces, de papas…
mucha, mucha verdura. Y muchas desconocidas o cuyos nombres no recuerdo,
disculpadme amigos que me las describíais. Buen mercado.
La salida de Santa Cruz ya no tiene tanto
encanto. Los cinturones de amplias avenidas y edificios nuevos e impresionantes
(los “periféricos”) se van diluyendo hasta llegar a zonas rurales, con canales
para encauzar las crecidas del Piraí, viviendas más y más escasas, industria… y,
por fin, el campo.
Pronto tomamos la carretera que va hacia Sucre,
y la cosa se va animando. Los tramos difíciles van apareciendo con mayor
frecuencia, algunos camiones enormes cruzan o son rebasados y hay derrumbes,
obras o baches. Pero se deja tratar, no es para tanto. Subimos.
Llegamos al retén de Angostura y allí hay
que parar en un control. Unas mujeres venden calabazas gigantescas y refrescos.
Compramos dulces.
Desde aquí, la subida se pronuncia y el paisaje cambia de los
llanos ganaderos y agrícolas a zonas más boscosas y densas. Y tanto. El asfalto
se cuartea, los márgenes son peores y las vistas mejores.
La carretera número 7
nos permite parar en la confluencia del Piraí con uno de sus afluentes y ser
sorprendidos por una nube de mariposas doradas mientras nos extasiamos admirando
el paisaje. Arriba, unos zopilotes sobrevuelan. ¡Quita, bicho…!
En el camino hemos dejado las cataratas
de Cuevas, tremendas; las veremos a la vuelta. También las vides de un
viticultura de la que los italianos llaman “eroica” (sin hache, en italiano)
por la pendiente que impide su mecanización. Los italianos…
Seguimos ascendiendo y la vegetación
comienza a ralear un poco. Las montañas que nos rodean están cortadas a pico y
comentamos lo riquísimas en vida que deben ser las cimas de estos promontorios.
Seguro que estamos a unos cientos de metros de especies no descritas. En fin,
en otra vida será.
Llegamos al fin a la explanada del
Fuerte, unos kilómetros antes de Samaipata. Hace frío. Los pardillos que no
íbamos preparados para ello más que con los avíos de una semana de curso, lo
notamos. La guía, Karina, excepcional, lleva un estupendo forro polar. A
moverse o cascamos. Hay un bien pensado camino que rodea la montaña antes de
llegar al monumento. Eso permite apreciar en su valor un punto geográfico de
enorme interés, ya que estamos en un vértice en el que confluyen la amazonía,
que se ve al frente y hacia la que marcha un corredor natural de denso
arbolado, el chaco, cuyas llanuras casi alcanzan hasta aquí y que comienzan a
muy poca distancia, y los andes, a cuyas
estribaciones pertenece esta altura en la que estamos. Son 1920 metros sobre el
nivel del mar. Este punto estratégico fue poblado primero por los pueblos
amazónicos, especialmente los Mojocoyas –locales- en defensa de sus vecinos
peleones, los Chiriguanos. Más tarde, los incas lo convirtieron en capital de
la zona para luego convertirse en asentamiento español (tambo y fuerte) ya que
cubre y asegura la ruta que unía Asunción y resto del Paraguay, con Lima, ya en
Perú. Un sitio muy aprovechado, vaya.
Las vistas desde los miradores que
jalonan el circuito son sobrecogedoras; el sitio, indudablemente, es un hito.
La densa arboleda del lado amazónico se va perdiendo hacia el llano, y, del
otro lado, las cumbres lejanas se adivinan altísimas y peladas.
Pero falta lo mejor. Tras coronar una cima, subes a un mirador de madera y
entonces te da algo. Tienes delante toda una cumbre de roca oscura esculpida,
como un enorme lomo de ballena saliendo del agua. Eso enmarcado en un circo
montañoso que recuerda, me perdonen las comparaciones, al de Macchu Picchu.
En aquel peñón sobrecogedor nos llaman la atención para que
atendamos a lo que se llama el lomo de la serpiente (mucho lomo, sí). Es una estructura
escavada en la roca, que hace zigzag y que se conoce como el dorso de la
serpiente. Misión ritual y de captación de agua de lluvia, nos cuentan. También
hay figuras de jaguar, puma y otro felino. Y el coro de los sacerdotes, un altar
circular con siete hendiduras. Hay dos muros que se identifican como incas y un
sinnúmero de pequeñas hornacinas de carácter probablemente funerario, algunas
con doble jamba, las de mayor rango, según parece. Hay numerosas acanaladuras
para recoger agua y otras para encajar en ellas las techumbres.
Una lástima que el cielo ande un poco
cubierto. O no, esto es así.
Llegamos al templo de las sacristías,
llamado así porque parece responder a una zona para los sacerdotes incas; aquí
se ha reproducido el techado desaparecido en el resto del complejo, con una
estructura de madera que sustenta una capa de adobe hecha a base de barro,
estiércol y paja. Nos cuentan que en la argamasa de las paredes de las casas
que veremos luego se emplearon como ingredientes secretos de su insultante
durabilidad el guano y la albúmina de huevo, y a veces la sangre.
Después contemplamos las hileras de
nichos que les siguen. Otra sorpresa es “la casa española”, descrita como de
estilo árabe-andaluz en “U”. Tre-men-do.
De allí bajas hacia la Kancha, que es
como aún hoy llaman al mercado por aquí (voy a la cancha) y origen del uso de
la palabra para una zona de mercadeo, recreo, desfile, celebraciones, etc.,
como la del un campo-cancha de fútbol. Lo que aprende uno viajando. A su
alrededor están las antiguas viviendas incas y el serrallo, sí amigos, aquí
llamado allkahuasi, (no puedo dejar de asociarlo con alcahueta ¿a que sí? ).
Das la vuelta al complejo pasando entre
otras edificaciones secundarias y llegas al lado de barlovento, batido pero bien
batido, y la gorra vuela. Con razón habitaban el otro lado. Rebasas los últimos
nichos mecido por una leve brisa que arranca el pelo (qué aireaditos debían
estar estos muertos, y qué atronados los vivos), luego el segundo muro inca y
bajas hacia el aparcamiento no sin notar que el camino es arenoso. Arena aquí,
incongruente.
Comes en Samaipata, degustas la mostaza
local, los pimientitos picantes, la carne de res, las papas… y una buena y
enorme Huari bien helada. Y luego paseas las calles, admiras las casas (hay una
que no logran vender, tiene fantasmas dicen, maravilloso), te fijas en la gente,
visitas el museíto, recoleto él… Samaipata está aún en otro siglo, y eso lo aprecian
mucho el holandés, el alemán, el italiano y el suizo propietarios de los
figones donde se puede comer y en donde se concentran los escasos guiris que
por allí campan. Pocos, pocos, pocos.
Qué gustazo. Palabra de guiri.
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