Los árabes del mar escrito por Jordi
Esteva es uno de los libros mas fascinantes que he leído. El autor persigue los
lugares en los que los antiguos capitanes árabes se enseñoreaban del mar Índico
en su zona Occidental. Aparte de otras muchas consideraciones, este libro
describe sitios de ensueño que uno reconoce de los libros de Simbad el marino,
y que van desde la India hasta Mascate pasando por Zanzíbar, Madagascar, Lamu,
Paté, Adén, Socotra y otras muchas que suenan también a Salgari. Son también
muchos los prodigios de aquellos remotos lugares que ahora el siglo XXI suenan
incluso más exóticos e inalcanzables que en los textos clásicos por culpa del
integrismo y las barbaridades que se siguen cometiendo el nombre de la
religión. La civilización costera del Índico es pues una amalgama de elementos
africanos, indios, árabes y persas como nos dicen acertadamente en la sinopsis.
Y por supuesto, los barcos a los que se hace mención cada vez que se puede son
los shambuk-dhow
los barcos de la edad de oro de los navegantes árabes. La portada es uno de ellos, magnífico. Hay
una frase que me taladró: “En este mundo sin ruido de motores…” ¿Existe
realmente? Sería estupendo. Y poder ir y quedarse, más. Por alguna extraña razón, leí este libro arrullado por música argentina (Malena Muyala, Cristóbal Repetto, Gotan Project, Adriana Varela). ¿Algún psicoanalista en la sala?
Pero además de los lugares, son tantas
las anécdotas que recoge el texto que da para varias tesis. Cito algunas, pero como siempre, lo suyo y a
lo que pretendo invitar con esta superficial reseña, es leerlo.
El curioso origen que se nos da del
lenguado, un pez de reminiscencias bíblicas y llamado Musa (Moisés) por los
árabes. La creencia de que un gato que no reaccione a la tercera no es un gato
sino un yin, un espíritu. “... hierático como la diosa Bastet” (me recuerda a
mi adoradora favorita de Sekhmet). Y lo bien que los gatos pueden llegar a
vivir en sitios como Suakin, en la costa de Sudán, frente a la Meca. Ah, los
gatos, tan apreciados por los árabes a diferencia de los perros, impuros. Hay
un refrán árabe que dice “Quien vive con perros, acaba ladrando”. Vaya hombre,
pues guau.
¿Y qué decir de la sorpresa que significa
que un árabe baje a la playa desde el barco para hacer sus abluciones previas
al rezo con arena ya que el agua de mar se considera impura? Los conceptos de
horam y halal (ay, el halal en los mataderos, cuánto quebradero de cabeza para
los veterinarios) y la noción, repetida en varias ocasiones de que en ese mundo
se come despacio y en silencio. Es el té y la sobremesa el momento de
socializar, pero comer es para uno mismo. Interesante. O que hay un rito por el
cual uno bebe frases del Corán para sanarse. Sí, bebérselas, literalmente;
precioso, ¿verdad? ¿Y que les resulte extraño ser llamados mahometanos y no
musulmanes? En fin, qué suerte ser ignorante para admirarse leyendo.
¿Y el secreto de los monzones y la
navegación condicionada por ellos? Parece que los romanos llegaron a la India
tras haberlo aprendido, no sin esfuerzo y pérdidas.
Averiguar gracias a este libro la
presunta responsabilidad de la viruela en que la Kaaba siga incólume; que el
arcángel Gabriel, el de la Anunciación, claro que sí, también diese otra enorme
revelación, pero en este caso nada menos que a Mahoma; que la moneda corriente
durante mucho tiempo en la península arábiga fueran los ubicuos táleros de
Maria Teresa; el amor hudrí (¿el único verdadero? hoy tengo una nostalgia de
muerte); el mejor incienso del mundo, el de Zufar, donde encontramos también la
tumba de Job; el origen de los árabes, de los suníes y chiíes; el café con
cardamomo; el país de Punt y los
faraones; la puerta de Sumhuram, mágica; el signo árabe de la paciencia, tan
“italiano”; la edad de oro de los marinos árabes, cuando el Índico era su Mare
Nostrum, y navegaban desde Calicut en la India hasta Lamu, y Sumatra, y hasta
incluso Cantón.
Saber, por ejemplo, que los tejados son
territorio femenino, que los portugueses no dejaron buen recuerdo, incluido
Vasco de Gama, con sus conquistas de Quiloa, Mombasa y otras muchas plazas. Y
más cosas, muchas más, como enterrarse los náufragos en la arena una vez
alcanzada la playa. ¿Para qué? ¡Pensad malditos! Os puede salvar la vida.
Termino, no quiero olvidar el mercado de
Koño-Koño en Juba. ¡Ah, eso sí que es un nombre evocador!
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