Leo en Wikipedia que a esta ciudad la
llamaban los marinos españoles y franceses Faifo, y
explican allí el origen de esta palabra. Pero la verdad es que dice muy poco más de esta preciosa ciudadela.
Hoi An
merece pasearla con calma y así fue. Eso sí, hay que tener cuidado con el suelo, porque las raíces
de los árboles levantan el asfalto y lo convierten en un molde perfecto de
si mismas, con el riesgo de tropezar gracias a la escasa iluminación.
Pudimos visitar el museo de la ciudad, la casa de asambleas cantonesa (que
parece un pastelito, qué cosas tan kitsch les gustan) y conocimos también
una de las casas típicas de los mercaderes, toda ella de madera y verdaderamente
hermosísima. Pero lo que más
afama a Hoi An es su famosísimo y singular puente cubierto
japonés, con sus perros y sus monos guardianes a cada extremo. Lo
visitamos dos veces pero una de ellas fue de día y estaba
abarrotado de gente; sin embargo la noche nos dejó disfrutarlo casi a solas.
Hubo también la consabida visita a una sedería –gusanos, hojas de morera, capullos, entramados para los hervidos,
telares, gente inclinada sobre ellos…
y, ¡oh sorpresa!, una tienda para guiris. Yo
esperé fuera, lo que me
permitió ver una gran (¡gran!) rata que salía del interior y unas cuantas
cucarachas igualmente enormes y doradas. Me encanta, soy un guarro. En estos
sitios es mejor no fijarse mucho si eres aprensivo. A cambio, contemplé a un elegante perro con kimono.
Cerca del puente japonés
hay otro puente mayor que, por la noche, puede verse iluminado con muchísimos
faroles en sus barandas, y también
con cientos de farolillos de papel flotando en el agua. Allí había vendedoras que te los ofrecían por la módica
cantidad de 20.000 dongs cada uno, el equivalente a un dólar.
La mecánica es muy sencilla, lo depositas con una pértiga sobre el agua y pides un deseo. Básicamente son
unas cajitas -de un cartón muy tenue o de papel- abiertas por arriba y dentro llevan un
trozo de polispan, de plástico o de cartón más grueso sobre el que se apoya una pequeña velita. No
pudimos resistir la tentación y soltamos algunos. Lo cierto es que el río
estaba lleno.
Como las polillas a la bombilla, lo inevitable
era mirar hacia la acera de enfrente porque allí es donde más
luces había. Así
que el reclamo, que lo era, funcionó, y lo siguiente fue cruzar a la otra orilla para darnos de bruces
nada menos que con todo un mercado de faroles. “El” mercado de faroles
de Hoi An. Cada puesto rivaliza con el de al lado en conseguir atraer la atención
porque tienen todos los faroles encendidos; hay una mezcla de formas, adornos, luces,
colores, dibujos, sombras y reflejos que es sencillamente impresionante. Coincidió además con que era la noche del día 14 del mes
lunar y los budistas quemaban a la puerta de sus casas billetes de mentira para
atraer a la suerte, con lo cual la ciudad estaba llena de pequeñas
hogueras y de gente congregada alrededor charlando. La
combinación de las fogatas de billetes, los faroles del mercado, los del río,
los del puente, los de los comercios y encima alguno que soltaban con un globo
era fascinante. Si alguna de las muchas fotos que hice hubiera
salido verdaderamente bien sería
digna de un premio; lo malo es el fotógrafo.
Otra de las visitas imperdonables es la del
mercado. Y el de Hoi An no nos defraudó. Es uno de
esos mercados locales asiáticos auténticos: abigarrados, olorosos, coloridos y ajetreados. Bueno, y
guarros. Excesivos, vaya. La peor pesadilla de un inspector de Sanidad. Allí había verdura, pescado, carne, fruta, marisco y multitud de otras
cosas, desde abrebotellas hasta, por ejemplo, algunas de las corbatas más
feas que he visto nunca.
Desde allí lo suyo era darte una vueltecita en barco por el río
Thu Bon, en el que los pescadores lanzan sus redes circulares casi
exclusivamente para que les hagas la foto porque yo creo que no pescan un
carajo. Y si no es así
por lo menos en horas de visita turística
es mucho más rentable dejarse hacer fotos que pescar, no tengo ninguna duda.
El río permite también ver cómo
se carga un barco de bicicletas y motos, algo notable. Y para especta-cular,
la mujer que en la parte lateral del mercado vimos mear alegremente mientras
pasábamos hacia el embarcadero de vuelta. Supongo que debía regentar algún puesto de comida.
Kyrie eleison.
Para terminar con las curiosidades de
nuestra visita encontramos una tienda de maquetas navales donde vendían
–juro- una réplica de la
Santa María y otra de la Santa Nina (sic).
En fin, una buena cerveza Larue (o dos) y
salud.
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