martes, 28 de abril de 2015

HOI AN, EL PUENTE JAPONÉS, EL MERCADO Y UNA TÍA MEANDO

Leo en Wikipedia que a esta ciudad la llamaban los marinos españoles y franceses Faifo,  y explican allí el origen de esta palabra. Pero la verdad es que dice muy poco más de esta preciosa ciudadela.


Hoi An  merece pasearla con calma y así fue. Eso sí, hay que tener cuidado con el suelo, porque las raíces de los árboles levantan el asfalto y lo convierten en un molde perfecto de si mismas, con el riesgo de tropezar gracias a la escasa iluminación. Pudimos visitar el museo de la ciudad, la casa de asambleas cantonesa (que parece un pastelito, qu, y lo siguientelo era, funcionara guiris.  hervidos, telares, gente inclibnada sobre ellos...é cosas tan kitsch les gustan) y conocimos también una de las casas típicas de los mercaderes, toda ella de madera y verdaderamente hermosísima. Pero lo que más afama a Hoi An es su famosísimo y singular puente cubierto japonés, con sus perros y sus monos guardianes a cada extremo. Lo visitamos dos veces pero una de ellas fue de día y estaba abarrotado de gente; sin embargo la noche nos dejó disfrutarlo casi a solas.                    
 
Hubo también la consabida visita a una sedería gusanos, hojas de morera, capullos, entramados para los hervidos, telares, gente inclinada sobre ellos y, ¡oh sorpresa!, una tienda para guiris. Yo esperé fuera, lo que me permitió ver una gran (¡gran!) rata que salía del interior y unas cuantas cucarachas igualmente enormes y doradas. Me encanta, soy un guarro. En estos sitios es mejor no fijarse mucho si eres aprensivo. A cambio, contemplé a un elegante perro con kimono.


Cerca del puente japonés hay otro puente mayor que, por la noche, puede verse iluminado con muchísimos faroles en sus barandas, y también con cientos de farolillos de papel flotando en el agua. Allí había vendedoras que te los ofrecían por la módica cantidad de 20.000 dongs cada uno, el equivalente a un dólar. La mecánica es muy sencilla, lo depositas con una pértiga sobre el agua y pides un deseo. Básicamente son unas cajitas -de un cartón muy tenue o de papel- abiertas por arriba y dentro llevan un trozo de polispan, de plástico o de cartón más grueso sobre el que se apoya una pequeña velita. No pudimos resistir la tentación y soltamos algunos. Lo cierto es que el río estaba lleno.

Como las polillas a la bombilla, lo inevitable era mirar hacia la acera de enfrente porque allí es donde más luces había. Así que el reclamo, que lo era, funcionó, y lo siguiente fue cruzar a la otra orilla para darnos de bruces nada menos que con todo un mercado de faroles. El mercado de faroles de Hoi An. Cada puesto rivaliza con el de al lado en conseguir atraer la atención porque tienen todos los faroles encendidos; hay una mezcla de formas, adornos, luces, colores, dibujos, sombras y reflejos que es sencillamente impresionante. Coincidió además con que era la noche del día 14 del mes lunar y los budistas quemaban a la puerta de sus casas billetes de mentira para atraer a la suerte, con lo cual la ciudad estaba llena de pequeñas hogueras y de gente congregada alrededor charlando. La combinación de las fogatas de billetes, los faroles del mercado, los del río, los del puente, los de los comercios y encima alguno que soltaban con un globo era fascinante. Si alguna de las muchas fotos que hice hubiera salido verdaderamente bien sería digna de un premio; lo malo es el fotógrafo.


Otra de las visitas imperdonables es la del mercado. Y el de Hoi An no nos defraudó. Es uno de esos mercados locales asiáticos auténticos: abigarrados, olorosos, coloridos y ajetreados. Bueno, y guarros. Excesivos, vaya. La peor pesadilla de un inspector de Sanidad. Allí había verdura, pescado, carne, fruta, marisco y multitud de otras cosas, desde abrebotellas hasta, por ejemplo, algunas de las corbatas más feas que he visto nunca.



Desde allí lo suyo era darte una vueltecita en barco por el río Thu Bon, en el que los pescadores lanzan sus redes circulares casi exclusivamente para que les hagas la foto porque yo creo que no pescan un carajo. Y si no es así por lo menos en horas de visita turística es mucho más rentable dejarse hacer fotos que pescar, no tengo ninguna duda. El río permite también ver cómo se carga un barco de bicicletas y motos, algo notable. Y para especta-cular, la mujer que en la parte lateral del mercado vimos mear alegremente mientras pasábamos hacia el embarcadero de vuelta. Supongo que debía regentar algún puesto de comida. Kyrie eleison.

Para terminar con las curiosidades de nuestra visita encontramos una tienda de maquetas navales donde vendían juro- una réplica de la Santa María y otra de la Santa Nina (sic).

En fin, una buena cerveza Larue (o dos) y salud.





                                       

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