martes, 17 de marzo de 2015

SAFRANBOLU, MADERA VIEJA


Safranbolu es, según las guías, una localidad que conserva casi intactas la inmensa mayoría de sus casas de estilo otomano. Y así es, lo cual la hace merecedora de más visitantes que los que tiene. O no, déjalo como está que es mejor.
En realidad lo de intactas es relativo, lo que están todas es perfectamente restauradas, pero conservando el aire original. Sin faltar a nadie al respeto, que puede no gustar el modelo, Safranbolu es como Pedraza. Pues creo que la idea es esa, sí.
Dicen – y se nota- que allí llueve bastante, cosa que afortunadamente no nos ocurrió. Las calles, los tejados, las acequias… pinta de ello dan, desde luego.
Las casas son muy altas y tienen en su mayoría las paredes extraplomadas, haciendo que desde una base o zócalo de piedra más o menos estrecho, se expandan un poco a cada altura o nuevo saliente. Algunas están literalmente chapadas de madera, y los tablones que cubren los muros a veces se comban, otras veces están astillados y en todo caso, ofrecen un aspecto añejo. Creo que parte del “aspecto otomano” consiste en esa madera avejentada. Otras tienen la clásica estructura con pilares y travesaños de madera con los vanos rellenos de ladrillos de adobe. En este otro tipo, las semejanzas con lo que se puede ver en cualquier otro sitio, desde Castilla hasta Normandía, no le quitan belleza, pero sí originalidad. De cualquier forma, aun cuando no sean íntegramente de madera, hay mucha a la vista: ventanas, contraventanas, puertas, canecillos, poyetes, emparrados, vigas, pilares, travesaños...  Madera vieja y gastada.
Cuentan que el interior de algunas, al que no pudimos acceder, alberga tesoros como tornos para pasar comida de un lado a otro, aseos en el interior de armarios, escaleras escamoteables y un sinfín de habilidosas obras de ebanistería. Será en otra visita.

Según nos contaron, había sido un importante punto de descanso cuando la Ruta de la Seda lo era y constituía el cruce con otra ruta que bajaba hasta el mar desde el interior. Paseando por sus inclinadas, irregulares, retorcidas y desigualmente empedradas callejuelas se encuentra uno preciosos rincones, tiendas tradicionales que lucen dulces típicos (hechos a base de sésamo y nueces, mmm), orfebrería, calzado (que era característico del lugar según parece) y, sobre todo, hay un buen número de forjas. Bandejas, teteras y juegos de té, cazos, sartenes, hornillos, cubiletes, y faroles componen la mayor parte de la mercancía. Pero algunas de ellas exhiben material más sólido, como cerraduras, rejas, tiradores, hachas o mazos.
En una de ellas, además de admirar los trabajos expuestos en el exterior y en el interior de la tienda, nos permitieron entrar hasta la propia fragua y ver a los herreros trabajando. Uno de ellos nos mostró orgullosamente todo su taller, empapelado con recortes de periódico en los que aparecía el gesticulante tipo aquel como emblema de la artesanía local en la revista de a bordo de la Turkish Airlines.

Lo suyo, aunque hay sugerencias de circuitos, es perderse a base de paradas ante distintas casas, fuentes, cafés, tiendas, escaparates o encuadres y de giros caprichosos a derecha, izquierda, arriba o abajo. Una de las callecitas nos reservaba un tesoro: al doblar una esquina, dimos de bruces con un minarete todo él de madera. Raro. O novedoso. Lástima los altavoces y la farolita que le habían incrustado. El puto progreso…

No hay que perderse, sin embargo, el antiguo caravansar convertido en moderno hotel: un amplísimo patio rectangular al que dan galerías en dos alturas y en las que, a modo de claustro, se alinean las puertas de las habitaciones. Notable. Ni tampoco debe uno olvidar echar un ojo a la gran mezquita (antigua iglesia que cuando la diáspora de los griegos otomanos tras la Primera Guerra Mundial fue transformada en mezquita, la historia de siempre) y al hammam.

 Eso sí, id abrigados, porque cuando el sol se va, hace un frío de narices.

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