Safranbolu es, según las
guías, una localidad que conserva casi intactas la inmensa mayoría de sus casas
de estilo otomano. Y así es, lo cual la hace merecedora de más visitantes que
los que tiene. O no, déjalo como está que es mejor.
En realidad lo de intactas
es relativo, lo que están todas es perfectamente restauradas, pero conservando el aire original. Sin faltar a nadie al respeto,
que puede no gustar el modelo, Safranbolu es como Pedraza. Pues creo que la
idea es esa, sí.
Dicen – y se nota- que
allí llueve bastante, cosa que afortunadamente no nos ocurrió. Las calles, los
tejados, las acequias… pinta de ello dan, desde luego.
Las casas son muy altas y tienen
en su mayoría las paredes extraplomadas, haciendo que desde una base o zócalo
de piedra más o menos estrecho, se expandan un poco a cada altura o nuevo
saliente. Algunas están literalmente chapadas de madera, y los tablones que
cubren los muros a veces se comban, otras veces están astillados y en todo
caso, ofrecen un aspecto añejo. Creo que parte del “aspecto otomano” consiste
en esa madera avejentada. Otras tienen la clásica estructura con pilares y
travesaños de madera con los vanos rellenos de ladrillos de adobe. En este otro
tipo, las semejanzas con lo que se puede ver en cualquier otro sitio, desde
Castilla hasta Normandía, no le quitan belleza, pero sí originalidad. De
cualquier forma, aun cuando no sean íntegramente de madera, hay mucha a la
vista: ventanas, contraventanas, puertas, canecillos, poyetes, emparrados,
vigas, pilares, travesaños... Madera
vieja y gastada.
Cuentan que el interior de algunas, al que no pudimos acceder, alberga tesoros como tornos para pasar comida de un lado a otro, aseos en el interior de armarios, escaleras escamoteables y un sinfín de habilidosas obras de ebanistería. Será en otra visita.
Según nos contaron, había
sido un importante punto de descanso cuando la Ruta de la Seda lo era y constituía
el cruce con otra ruta que bajaba hasta el mar desde el interior. Paseando por
sus inclinadas, irregulares, retorcidas y desigualmente empedradas callejuelas se
encuentra uno preciosos rincones, tiendas tradicionales que lucen dulces
típicos (hechos a base de sésamo y nueces, mmm), orfebrería, calzado (que era característico
del lugar según parece) y, sobre todo, hay un buen número de forjas. Bandejas,
teteras y juegos de té, cazos, sartenes, hornillos, cubiletes, y faroles
componen la mayor parte de la mercancía. Pero algunas de ellas exhiben material
más sólido, como cerraduras, rejas, tiradores, hachas o mazos.
En una de ellas, además de
admirar los trabajos expuestos en el exterior y en el interior de la tienda, nos
permitieron entrar hasta la propia fragua y ver a los herreros trabajando. Uno de
ellos nos mostró orgullosamente todo su taller, empapelado con recortes de
periódico en los que aparecía el gesticulante tipo aquel como emblema de la
artesanía local en la revista de a bordo de la Turkish Airlines.
Lo suyo, aunque hay
sugerencias de circuitos, es perderse a base de paradas ante distintas casas,
fuentes, cafés, tiendas, escaparates o encuadres y de giros caprichosos a
derecha, izquierda, arriba o abajo. Una de las callecitas nos reservaba un
tesoro: al doblar una esquina, dimos de bruces con un minarete todo él de
madera. Raro. O novedoso. Lástima los altavoces y la farolita que le habían incrustado. El
puto progreso…
No hay que perderse, sin
embargo, el antiguo caravansar convertido en moderno hotel: un amplísimo patio
rectangular al que dan galerías en dos alturas y en las que, a modo de
claustro, se alinean las puertas de las habitaciones. Notable. Ni tampoco debe
uno olvidar echar un ojo a la gran mezquita (antigua iglesia que cuando la
diáspora de los griegos otomanos tras la Primera Guerra Mundial fue
transformada en mezquita, la historia de siempre) y al hammam.
Eso sí, id abrigados, porque
cuando el sol se va, hace un frío de narices.
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